jueves, 4 de diciembre de 2008

Los costos de despreciar el capital. Por Adrián Simioni

Desde que dejó de relamerse por la crisis del capitalismo con eje en los Estados Unidos, hace cuatro semanas, porque las balas empezaron a repiquetearle en la vereda, el Gobierno nacional no tiene descanso. La ametralladora de medidas empezó a disparar con la estatización por arrebato de los ahorros previsionales y todo indica que continuará con un amplio financiamiento al consumo. En el medio se anunció o se gestó: el mayor premio otorgado alguna vez a los evasores a los que Néstor Kirchner les iba a poner un traje a rayas; un plan cavallista de rebajas de aportes patronales; una progresiva devaluación del peso; y un blanqueo de capitales que –a menos que el Congreso lo cambie– promete cerrar ojos y narices de la Afip y del Banco Central para que nadie se entere del origen de esos dineros. La necesidad tiene cara de hereje.

Sin embargo, sectores empresarios y sindicales plantean la sensación de que las cosas son a medias. O bien las medidas no son contundentes, o bien no hacen al eje de la cuestión o bien son de algún modo compensadas por otra de las medidas que tiene un sentido contrario. Algo de eso hay. La cuestión podría sintetizarse diciendo que no es keynesiano el que quiere sino el que puede. Keynesianismo en otros países. Sea por desconfianza o porque todo el mundo cree que las cosas estarán aún más baratas mañana, en los países desarrollados donde se gestó esta crisis, los agentes económicos optan por mantener su riqueza en activos líquidos. Por lo tanto, la rueda de la economía se paró. En esas condiciones la demanda efectiva es insuficiente para que puedan utilizarse todos los recursos. Hay capital inactivo, hay mano de obra inactiva. Es ineficiente como respuesta de mercado. Un desperdicio. Por eso todos esos países desempolvaron a John Keynes y se han puesto a rescatar bancos, aseguradoras e industrias y a lanzar amplios planes de créditos y distintos tipos de subsidios para ensanchar la demanda agregada. A la Argentina le gustaría hacer lo mismo. Pero no puede hacerlo, al menos no en la misma medida. ¿Por qué? Porque sus recursos son escasos. ¿Por qué son escasos? Porque sus últimos gobiernos se la pasaron despreciando al capital con prácticamente todo método a su alcance. Lo defaultearon, lo estatizaron, lo demonizaron, le dijeron que era un yuyo, le prohibieron exportar, le mintieron la inflación, le destruyeron el sistema de precios, le congelaron tarifas, lo recargaron de impuestos nacionales, provinciales y municipales y derrocharon lo recaudado con gasto motivado electoralmente, le cambiaron las reglas en forma inconsulta, le incumplieron contratos, no hicieron ninguna reforma estatal. Pusieron una fábrica de desconfianza. Por eso, en comparación con los Kirchner, para Barack Obama hacer keynesianismo es soplar y hacer botella. En su peor crisis, y cuando incluso se anticipa el ocaso de Estados Unidos como única potencia, el Tesoro de ese país puede seguir endeudándose a una tasa de interés de prácticamente cero por ciento. Un bono del Tesoro es para el inversor un activo líquido igual que el dinero cash. Un ejemplo de lo que esa confianza permite: el Tesoro puede, por ejemplo, darles bonos a los inversores que vendieron desesperadamente sus acciones. A cambio, recibe el dinero de los inversores. Con ese dinero, compra acciones que vendieron los accionistas para aliviar el derrumbe. Cuando el vendaval pase, el Tesoro podrá vender esas acciones. ¿Quiénes los comprarán? Los mismos inversionistas, que venderán sus bonos al Tesoro y, con el dinero obtenido, comprarán las acciones. La clave de todo está en que, aun en la tormenta, los dueños del dinero siguen creyendo que lo más confiable de todo es un pagaré de Estados Unidos. Kirchernomics en la Argentina. Como el Estado argentino no puede proveer esa certidumbre de última instancia, las cosas se complican, obligando al Gobierno a actuar en dos frentes a la vez. Uno, para activar la demanda; otro, para asegurarle al capital que esta vez, en serio, no lo va a perjudicar y rogarle que no huya, que gaste, que invierta. En algún punto, es contradictorio. Para activar la demanda con sus rudimentarios métodos –un estallido de imaginación es subsidiar el famoso y jamás concretado auto económico–, el Estado necesita recursos. Como a diferencia de Chile o Noruega, Argentina no ahorró cuando sus exportaciones valían oro, y ahora tiene que buscarlos en otro lado. Pero debe conseguirlos con buenos modales para no espantar al dueño de la plata. Es más, a la vez que está obligado a gastar más, el Estado necesita mantener un superávit –incompatible con tiempos de crisis– porque, si no, los que le prestan dinero piensan que está al borde del default. Y le prestan menos o a una tasa de interés cada vez más alta, lo que conspira contra la actividad económica. Ante todo, sigilo. En ese contexto, lo primero que consiguió Cristina Fernández fueron 15 mil millones de pesos anuales, al estatizar el ahorro previsional. Además, consiguió así 95 mil millones acumulados en bonos (que el Estado ahora no debe devolver) y en acciones (que, supongamos, no se venderán para evitar caídas en la Bolsa). Claro que esto tiene dos inconvenientes. Primero, porque el capital volvió a ver un manotazo del Estado y se espantó. Segundo –y más importante–, porque con eso sólo se desviste un santo para vestir a otro. Las AFJP ya vertían en la economía los 15 mil millones bajo la forma de inversiones, financiamiento del consumo y préstamos al Estado. Ahora, en lugar de hacerlo ellas lo hará la Administración Nacional de la Seguridad Social (Anses). Pero la plata es la misma. Y eso con suerte, porque con la crisis pueden aumentar el desempleo o el empleo en negro. De ahí la rebaja escalonada y a plazo de los aportes patronales y la promesa de olvido fiscal para las deudas previsionales. Es casi lo contrario de la triple indemnización que pedía la Confederación General del Trabajo y de la prohibición de despidos con que retrucó la Central de los Trabajadores Argentinos. Hay casos en que una especie de partida doble contable anula los efectos buscados. Un Estado keynesiano debería volcar más recursos a la economía, pero, en cambio, está condenado a prorrogar el impuesto al cheque, lo que aspira dinero del mercado. La CGT se entusiasmó con que ahora se eliminaría el impuesto a las ganancias sobre los sueldos, pero eso es muy riesgoso para el fisco y al final, todo quedará en un cambio técnico. Ahora el Gobierno elimina los subsidios a la energía para ahorrar fondos fiscales, pero eso resentirá los bolsillos de la clase media alta que abandonó los restaurantes. Había que hacerlo antes, en el ciclo expansivo. De manera que la pregunta es: ¿de dónde puede salir el dinero que esté fugado, escondido, escaldado después del maltrato, para que lubrique a la economía? Y ahí aparecen la moratoria de impuestos, el perdón de intereses y punitorios, la liquidación de causas impositivas penales y la apertura al capital con un blanqueo casi sin condiciones. Nadie sabe si eso rendirá sus frutos. Los Kirchner no lo admitirán jamás. Pero han ido al pie. Se entiende. Están obligados a pulsear con un presente complicado, como todos los gobiernos, pero, además –y a diferencia de la mayoría del resto de los gobiernos– deben dar vuelta la historia de desprecio que ellos mismos escribieron. Así de difícil es ser keynesianos en la crisis después de haber sido populistas en la opulencia.

Publicado en La Voz del Interior - 03-12-2008.

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