jueves, 24 de marzo de 2011

De infiernos y lugares comunes. Por Daniel V. González

(Esta nota fue publicada en el diario Río Negro y en La Mañana de Córdoba, el 24 de marzo de 2006)
Un nuevo aniversario del 24 de marzo encuentra a los argentinos en la conmemoración casi rutinaria de los acontecimientos políticos que llevaron al derrocamiento del gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón, que había llegado al poder tras las elecciones de setiembre de 1973 integrando una fórmula que obtuvo el 64% del total de los votos emitidos. Desde hace algún tiempo estamos sumergidos en una versión de los hechos que resulta atractiva por su simplicidad pero que prescinde de matices y de algunos datos esenciales para que la comprensión pueda ser integral.


Como cualquier interpretación de ese período político que no coincida con la versión oficial es sospechada de antidemocrática, nos apresuramos a aclarar que consideramos repudiables todos los crímenes aberrantes perpetrados durante esos años y los años previos, como así también todas las violaciones a los más elementales derechos humanos. Pero el horror de ese tiempo no debe cegarnos respecto de una interpretación más afinada y que tenga en cuenta todos los elementos en juego, algunos de ellos, rigurosamente omitidos en las abundantes construcciones y reconstrucciones de esos días aciagos.La denominación de “dictadura militar” es ya la primera deformación en que solemos incurrir pues se omite en esa designación un hecho esencial: la decisiva participación y responsabilidad de amplios sectores de la sociedad civil que, activa o pasivamente, promovieron, aceptaron, acataron o bien se mostraron satisfechos por el derrocamiento del gobierno de la señora de Perón. ¿Por qué a la versión hoy oficial del 24 de marzo le cuesta aceptar que se trató de un golpe y un gobierno “cívico-militar”? ¿Por qué omitir que el Proceso de Reorganización Nacional tuvo apoyo de amplias capas de la población, especialmente de las clases medias que estaban horrorizadas por el clima político creado por la guerrilla y los grupos violentos “paraoficiales”? Pero el apoyo civil no se limitó sólo a eso. La casi totalidad de los partidos políticos de la Argentina, incluido un sector del propio peronismo, vieron con beneplácito el golpe del 24 de marzo y, además, proveyeron funcionarios y equipos a los nuevos gobernantes. Y hablamos de la UCR, del Partido Socialista, del Partido Demócrata Progresista, del Partido Comunista y otros de similar importancia. Todos aportaron su gente al nuevo gobierno, o bien declaraciones de apoyo. No por reiterada debe ser olvidada la expresión de Ricardo Balbín acerca de que “Videla es un soldado de la democracia” o bien que el socialista Américo Ghioldi, significativa figura de la política argentina, fue nombrado embajador en Portugal o bien que Alberto Natale fue intendente en Rosario, por dar sólo algunos ejemplos representativos.Quien se tome el trabajo de repasar la prensa gráfica o los registros televisivos y radiales constatarían que también los medios de prensa, y también los periodistas en su amplia mayoría, estaban alineados en una posición de apoyo, por propia convicción más que por presiones del gobierno o por temores a la represión. Estamos diciendo que no sólo las empresas periodísticas en su gran mayoría brindaron su apoyo sino también una amplia mayoría de los propios periodistas lo hicieron.No pocos intelectuales también compartieron con entusiasmo el nuevo rumbo político. Quizá el caso emblemático sea el de Ernesto Sábato, que en compañía de Borges, el padre Leonardo Castellani y el presidente de la SADE, compartió un almuerzo con Videla y le expresó de mil maneras su apoyo, según relató el padre Castellani. Ello no fue obstáculo, claro, para que posteriormente Sábato se horrorizara por los crímenes cometidos por el poder, abominara de ellos y se transformara en uno de los rostros más doloridos de rechazo a la dictadura.Nuevamente preguntamos: ¿por qué nos resulta tan difícil aceptar que el 24 de marzo no fue un producto de un puñado de militares sino la consecuencia de un vacío político que fue llenado por civiles y militares de casi todos los partidos políticos?Probablemente la simplificación a la que nos estamos acostumbrando tenga el beneficio de evitar que nos enfrentemos con una realidad que nos resulta inaceptable: que amplios sectores de la sociedad civil deseaban terminar de cualquier modo con el caos generado por la guerrilla y los grupos “parapoliciales” y “paramilitares”. Y muy probablemente, el grueso de la población, puesto a elegir, deseaba que la batalla que se libraba fuera ganada por los militares y no por los guerrilleros, tal como efectivamente ocurrió. Es muy difícil de aceptar, además, que en ese momento a importantes franjas de la ciudadanía no le importaba el costo que hubiera de pagarse para lograr que, de una vez por todas, se terminara con las bombas, los secuestros y las acciones armadas.La negación a resignarnos a esta posibilidad quizá sea el motivo por el cual preferimos adoptar una explicación más cómoda y pretender que en esos años el país estuvo sometido por un puñado de hombres de uniforme que sojuzgó durante más de un lustro al conjunto de la población civil, que se rebelaba cotidianamente. Pero esta situación de apoyo y complacencia por parte de importantes sectores de la sociedad civil no sólo se verificó al comienzo del Proceso. Quien esto escribe conserva en su memoria una reveladora anécdota: avanzado el gobierno militar, hacia marzo de 1981, Viola debía suceder a Videla. En una conferencia de prensa antes de asumir, se permitió una humorada burlona sobre lo lejos que estaba aún el restablecimiento de la democracia. Todos los periodistas presentes rieron con Viola a carcajada batiente. Muchos de ellos y ellas luego se transformaron en adalides de la denuncia contra el Proceso Militar y alguno integró la CONADEP. Sin embargo, semejante grado de impostura no fue sino un reflejo de lo que acontecía más abajo, en las clases medias, muchos de cuyos miembros transitaron en pocos años la ilusión del regreso de Perón, el apoyo a Videla y poco después el respaldo a Alfonsín.La simplificación extrema (podría denominarse “teoría del gran demonio”) cuenta con varias ventajas. Una de ellas es relevarnos de un análisis incómodo de los acontecimientos históricos recientes que tienen una concatenación causal directa: los enfrentamientos de Perón con la clase media durante los años 45/55, su derrocamiento, su proscripción durante 18 años, el surgimiento del terrorismo urbano, la respuesta ilegal. El golpe del 24 de marzo sirve para explicar a las nuevas generaciones el comienzo de todos los males en nuestro país, una especie de Big Bang del mal en la política argentina. Se trata de una simplificación tan brutal y elemental que revela un cierto paralelismo con la carencia de matices ideológicos de los que en aquellos años eligieron la vía armada.La versión oficial también proporciona otra ventaja: deja sin rol alguno, salvo el de víctimas, al terrorismo urbano, a la guerrilla. Vivimos un tiempo en el que toda explicación que intente incluir en el análisis de los hechos políticos de 1976 a la guerrilla es rotulada con el intimidatorio nombre de “teoría de los dos demonios”. No puede objetarse a los guerrilleros sin ser sometido al chantaje de ser sospechado de partidario del gobierno de Videla. Así, el asesinato de policías, gremialistas, militares o simples militantes políticos (Arturo Mor Roig, por ejemplo), incluso bajo la vigencia de la democracia (como el asesinato de José Rucci, por ejemplo) quedan fuera de la discusión pues se incurriría en equiparar estos asesinatos con las horrorosas desapariciones de miles de personas que practicaron los militares. Así, sólo resulta aceptable la condena de unos crímenes (horrorosos por cierto) y no la de otros crímenes. Y a partir de ahí ninguna discusión es posible. Con el paso de los años, las tres armas han hecho sus respectivas autocríticas e incluso se ha llegado al gesto sobreactuado de descolgar las figuras que resultan abominables de las paredes de los cuarteles. Cada militar debe hacer profesión de fe democrática en forma cotidiana, y demostrar día por día que piensa igual que el presidente sobre los hechos políticos y militares de esos años. Sin embargo, no se avista en el horizonte, al menos en boca de los principales protagonistas, ninguna autocrítica de los guerrilleros. Ninguno dice, por ejemplo, que no ha sido correcto asesinar a tal o cual militar, o a la hija de tal o cual militar. No hay una voz que diga que asesinar a Rucci, 48 horas después de que Perón ganara abrumadoramente la elección presidencial, fue una monstruosidad. Tampoco suele recordarse que la asunción del poder por parte de los militares era un objetivo buscado por parte de la guerrilla que pretendía, de ese modo, “agudizar las contradicciones del sistema”. No hay todavía un atisbo de autocrítica por parte de los derrotados militarmente en esos años.Pero hay una luz alentadora. Algunos intelectuales ya han comenzado a disentir de la versión oficial sobre los años de plomo y poco a poco se agregan nuevos puntos de vista. Hace pocos meses los textos de Oscar del Barco causaron gran revuelo. Al referirse a declaraciones de Héctor Jouvé publicadas en la revista La Intemperie, dijo Del Barco: “Este reconocimiento me lleva a plantear otras consecuencias que no son menos graves: a reconocer que todos los que de alguna manera simpatizamos o participamos, directa o indirectamente, en el movimiento Montoneros, en el ERP, en la FAR o en cualquier otra organización armada, somos responsables de sus acciones. Repito, no existe ningún ‘ideal’ que justifique la muerte de un hombre, ya sea del general Aramburu, de un militante o de un policía”. Asimismo, otros intelectuales, como Héctor Schmucler y Beatriz Sarlo, han intentado recientemente una visión distinta y menos autocomplaciente sobre los hechos que ocurrieron a partir del 24 de marzo de 1976. Quizá sea el comienzo de una nueva visión que incluya en el análisis algunos elementos hasta ahora omitidos en los clisés que se reiteran año tras año para esta fecha.
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jueves, 3 de marzo de 2011

Vargas Llosa y sus opiniones "inadecuadas". Por Daniel V. González


El bochornoso incidente entre los intelectuales del gobierno y el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa es muy revelador, no tanto de la intolerancia de los oficialistas sino de las dificultades crecientes que tiene el progresismo para imponer sus puntos de vista en el marco del sistema democrático.
Ya el año pasado, en la apertura de la Feria del Libro, los muchachos de Néstor y Cristina escracharon a dos escritores que presentaban libros que no eran del agrado del gobierno. Uno, el de Gustavo Noriega sobre el Indec; el otro, el de Hilda Molina, sobre Cuba. Y ahora el episodio casi se repite con el intento, por parte de un grupo de intelectuales afines al gobierno, de impedir que Vargas Llosa realice la apertura de la tradicional Feria del Libro de Buenos Aires. Afortunadamente, a último momento, la presidenta, que sabe que en un año electoral le conviene mostrarse democrática y tolerante, criteriosamente abortó el intento.


Dejemos de lado por un momento el ridículo autoritario que supone que un escritor brillante y laureado, uno de los mejores de todos los tiempos en lengua castellana, se vea impedido de hablar en un acto literario por el sólo hecho de tener un pensamiento político y económico distinto al del gobierno nacional. Concentrémonos en otro tema: ¿qué es, exactamente, lo que los intelectuales kirchneristas le reprochan a Vargas Llosa?
Veamos: El más importante vocero de la inteligentzia oficialista, Horacio González, que no quedó del todo satisfecho con la orden de Cristina Kirchner de no obstaculizar la presentación del escritor peruano, dijo que rechaza a Vargas Llosa “como especial promotor de interpretaciones inadecuadas sobre la política y la sociedad argentina”.
¡”Interpretaciones inadecuadas”! El adjetivo elegido por González (que selecciona minuciosamente las palabras que utiliza) encierra un concepto interesante acerca del canon con el cual él califica y clasifica las ideas: las hay adecuadas e inadecuadas ¿Qué es una interpretación “inadecuada!? O, en todo caso, ¿cuál es la “adecuada”? ¿Adecuada para qué o para quien? Se trata de una palabra un tanto liviana y frívola para estar en boca de quien se visualiza como la primera voz de la intelectualidad kirchnerista.
Pero al menos González es sincero: no le gusta Vargas Llosa porque es crítico de la gestión de los Kirchner. Y por eso trató de que no inaugurara la Feria del Libro. Quedó en claro que se pasó de vueltas ya que la propia presidenta tuvo que reconvenirlo y decirle que se deje de embromar, que si no habla Vargas Llosa saldrá en todos los diarios del mundo y que eso es inconveniente en un año electoral. El director de la Biblioteca Nacional quedó desairado. Casi como un chupamedias.
El peruano recibió críticas de distinto tono y calidad. José Pablo Feinmann, filósofo kirchnerista, mostró su disgusto porque Vargas Llosa “no entiende a Sastre”, un tal Juan Becerra (que ignoramos qué es) afirmó que el Premio Nobel “no pertenece al mundo de las ideas sino al del comercio”, Noé Jitrik, que se presenta como escritor y crítico, afirma que V. L. defiende a derecha “menos presentable que actúa en América Latina”, para Juan Martini, tiene ideas fascistas. Y así por el estilo.
Las opiniones colectadas por el escritor denotan, en algunos casos, envidia y resentimiento y, en otros, desconocimiento palpable de lo que él piensa y escribe. Vargas Llosa, que en su juventud apoyó los gobiernos de Velasco Alvarado y Fidel Castro, con el tiempo y al verificar que tras sus promesas iniciales estos gobiernos rápidamente degeneraron en regímenes autoritarios, coartadores de las libertades individuales, se alejó de ellos y pasó a ser uno de sus más inteligentes y filosos críticos.
En el caso de Fidel Castro, tras varias notas laudatorias, Vargas Llosa redactó en 1971 una dura carta abierta a Castro en ocasión del episodio del escritor cubano Heberto Padilla, a quien Castro detuvo y condenó por sus críticas al gobierno cubano y, al mejor estilo stalinista, obligó a realizar un arrepentimiento público.
Esa carta de ruptura con Castro fue firmada, entre otros, por Jean Paul Sastre, Simona de Beauvoir, Carlos Fuentes, Marguerite Duras, Juan Rulfo, Jorge Semprún, Pier Paolo Pasolini, Juan Marsé, Carlos Monsiváis, Alberto Moravia, Italo Calvino y Susan Sontag.
Si hay algo que no puede decirse de Vargas Llosa es que haya apoyado las autocracias de América Latina, del signo que fueren. En ese sentido, se trata de un liberal convencido y consecuente. Se opuso a Fijimori, a quien enfrentó electoralmente sin éxito en 1990, combatió con su pluma a las dictaduras de Chile y Argentina; es crítico, tanto del gobierno chino como de las acciones de la FARC y de la ETA. Para decirlo de un modo más simple: es un partidario fiel de los regímenes democráticos aún cuando ellos entronicen, como es el caso de la Argentina, a un gobierno que no le gusta. También está claro que a Vargas Llosa no le gusta el peronismo. Ni el de antes, ni el de ahora. Pero, que se sepa, no se trata de un hecho invalidante para ninguna actividad literaria ni de otro tipo.
En cierto modo, las ideas transparentes de Vargas Llosa, que pueden o no compartirse, son un espejo en el que la progresía y la izquierda argentinas ven su propio rostro envejecido. Tanta persistencia de Vargas Llosa a favor de los regímenes democráticos deja a la izquierda local en flagrante infracción. Y esta es quizá la conclusión más importante del incidente de intolerancia que se planteó en la Feria del Libro.
Efectivamente, en Argentina y en el resto de la América Latina, tradicionalmente las dictaduras cívico-militares expresaban a “la derecha” (denominación imprecisa que usamos por comodidad), que no podía llegar al poder de un modo distinto de ese. La democracia, el voto libre, era vedado al pueblo a través de proscripciones o bien de la simple continuidad de gobiernos de facto. En la Argentina, durante los 18 años posteriores a 1955, al peronismo le estuvo negada la posibilidad de comicios limpios y libres, algo que el pueblo reclamó incansablemente hasta que finalmente, en septiembre de 1973 pudo finalmente presentar los candidatos que deseaba.
Así, el reclamo de elecciones libres y sin proscripciones ha sido una gran bandera de lucha democrática en la Argentina y en otros países de América Latina. La llamada “derecha” (en rigor, un conglomerado de fuerzas retardatario) no podía permitirse la democracia pues el voto libre le cerraba el acceso al poder.
Pero esto ha cambiado en las últimas décadas, como ha cambiado el tejido económico y social de nuestros países. Con el paso de los años ha quedado demostrada la impotencia de las políticas otrora llamadas despectivamente “populistas”, que en su momento planteaban la modernización del país. El agotamiento de estas políticas derivó en hiperinflación y estancamiento productivo. En el caso de la Argentina fueron necesarios grandes cambios en la orientación económica para recuperar el país del vacío a que había sido llevado por el fracaso de políticas ineficaces. Por eso, las privatizaciones, el equilibrio fiscal, la inversión externa directa fue apoyada durante una década completa por el pueblo argentino a través de su voto.
Políticas similares, que tienen en cuenta el mercado y que no consideran omnipotente al estado, han permitido la industrialización creciente de China, India, Rusia, el este de Europa y han sido adoptadas también por países de América Latina tales como Perú, Chile, Uruguay, Brasil, México y otros.
Estas políticas son consideradas “neoliberales” y “contrarias al interés nacional y popular” por nuestros progresistas. Sin embargo, los gobernantes que han implementado estas políticas, han sido sostenidos por el voto popular. Para decirlo de un modo grueso: ahora, “la derecha” puede acceder al poder con el apoyo del pueblo, con el voto popular.
Pero los que están teniendo dificultades son las políticas “populistas”. Y es ese el motivo de la intolerancia creciente para con quienes, como Vargas Llosa, expresan puntos de vista, en lo político y en lo económico, distintos de los que defiende el progresismo. El simple ejercicio de la democracia, que los progresistas catalogan como “formal”, será cada vez más un problema para la izquierda argentina.
Por eso Horacio González, gran buceador de oscuras profundidades en búsqueda de vocablos arcaicos o infrecuentes, no encuentra nada mejor que calificar de “inadecuadas” las ideas que sostiene Vargas Llosa. Habrá que buscar mucho en la Sociología y en la Ciencia Política para encontrar un calificativo tan impreciso y de raigambre tan autoritaria.
El fastidio de los progresistas argentinos es razonable: Vargas Llosa no les deja un flanco obvio del cual puedan asirse fácilmente. El peruano es partidario de la democracia representativa y abomina de las dictaduras de todo pelo y color. Y, en economía, es ferviente partidario de la libertad económica, punto de vista que puede no compartirse pero que no lo transforma en el ogro que nuestros intelectuales K pretenden.
Cada vez más la izquierda local tiene que comerse sapos del tamaño de Cuba, cuyo fracaso y conculcamiento de elementales libertades individuales, no arranca ni una queja de nuestros valerosos intelectuales. O bien Khadafi, que con todo el pueblo sublevado solamente ha merecido alguna mención de apoyo o de inquietud pues no vaya a ser cosa que de esto se aproveche alguna gran potencia.
Sin brújula y con un mundo que evoluciona hacia la dirección contraria de sus pronósticos e ideas, los progresistas argentinos necesitan que, de cuando en cuando se les aparezca un Vargas Llosa a quien agredir y con quien demostrar su fidelidad al modelo y su convicción de que, después de todo, las ilusiones de los setenta aún siguen vigentes.

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El vértigo de la libertad sin para qué... Por Abel Posse

El universo musulmán no supo o no quiso crear su modernidad, su “iluminismo”, como el de los occidentales europeos. Tampoco una democracia organizada, laica, jeffersoniana. La religión propendía a la mística, a la dimensión espiritual y a la organización social regida por el Corán. El islamismo y otras religiones orientales no creen mucho ni en el progreso ni en el cambio de los fundamentos permanentes de la condición humana. La quietud y la majestad del desierto se reflejan o producen el estilo islámico.

La vida moderna fue algo occidental, a veces una borrachera activista, intelectualmente una arrogancia y religiosamente una hipocresía que pierde validez en las almas, aunque persiste en ritos desgarrados y catecismos. Hoy, el islam tiene la fuerza de convicción que los cristianos tuvieron para luchar por el Santo Sepulcro, vencer y conquistar con trescientos cincuenta hombres a los imperios precolombinos y, durante un par de siglos, unir la Biblia con el muestrario comercial y la tecnología, dominando al resto del mundo.
Después de las locomotoras, los autos, televisores y aviones, Occidente difunde Internet, la computadora, un océano de infinita información y comunicación. Y el islam, que desde Lepanto hasta ahora había resistido a todo, cae finalmente herido por un dios banal, Google. Yo que admiré la paz de los narguiles, el té de menta, la cadencia de los camellos que convergen hacia la mezquita donde giran los derviches, los iniciados sufís como trompos alocados, sentí que el convento de arena que va desde el Sahara atlántico hasta los confines de Indonesia y de Turkestán, se había sacudido ante un insolente ritmo de rock juvenil.Primero en Túnez, enseguida en Egipto, Libia, Jordania, Yemen. Muchos jóvenes no quieren más el claustro de arena ni, sobre todo, la inmovilidad de los tiranos. Mubarak gobernó tres décadas. Fue el gran artesano de la paz después de las guerras nasseristas, controló las ambiciones soviéticas y para Israel y Estados Unidos era la pieza clave, el país más poderoso militarmente entre los árabes. Occidente, de mala gana, tuvo que aceptar su caída. La impaciencia Google pudo más que la razón estratégica internacional y la misma seguridad de paz, y económicamente, las claves del poder petrolero (incluido el Canal de Suez).
Lo más importante de Mubarak fue haber podido controlar la fuerza religiosa dominante, la Hermandad Musulmana. Pero ahora venció la calle, digamos cinco millones de jóvenes que quieren otra cosa pero no saben qué, en un país de casi otros setenta millones en pobreza material, pero con paz religiosa. Mubarak fue el chivo expiatorio de esta descarga. Quieren ser modernos, pero no tienen ideología ni existe democracia al estilo occidental. El segundo ejército más poderoso de Medio Oriente (también pagado por Estados Unidos, como el israelí, para mantener un exitoso equilibrio de fuerzas) es quien asegura el orden, pero sin libreto de salida para los jóvenes protestatarios de la plaza Al Tahrir.Internacionalmente, crece la inquietud. Las aguas revueltas en la habitual paz de los desiertos pueden presagiar un nuevo califato: la creación de una forma socio-político-religiosa nueva en un mundo que hasta hoy prefiere la paz de los narguiles y el té de menta.Occidente no puede dormir en paz. Un mundo árabe unificado por su religión viva y espiritualmente tan poderosa podría unirse en la tradicional demonización de Israel y en la creación de un lenguaje político que concilie al poderío dominante chiita con las otras formas del islamismo (¿Al Qaeda?).
Napoleón predijo que cuando despertase el dragón chino, el mundo temblaría. ¿Se despertará otro dragón? Hoy, las religiones son más fuertes que las envilecidas políticas surgidas de metafísicas indigentes o ya muertas. O el dragón elegirá la pureza de su desierto que como dijo Lawrence “es siempre limpio como la eternidad, como el mar, como los cielos. Los jóvenes de Al Tahrir pretenden la modernidad en un universo que prefirió el feudalismo y su Edad Media a la dinámica del hombre del ser y del hacer. El musulmán, el árabe, es hombre del estar.Lo que no pudo Napoleón o Rommel lo intenta Goggle. Estamos probablemente ante una nueva etapa muy problemática para el sistema dominante.
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