sábado, 23 de abril de 2011

Vargas Llosa, la Feria del Libro y los "progres" argentinos. Por Daniel V. González

Finalmente Mario Vargas Llosa pasó por la feria del libro y lo hizo con un discurso y una entrevista brillantes y llenos de matices para los que gustamos de su literatura y también disfrutamos al verlo defender sus ideas políticas.
Se permitió el homenaje a Borges y Cortázar, el humor, el relato gesticulado y incluso la suave e inteligente ironía para con el gobierno nacional. Sus relatos, instigados en un diálogo posterior a la conferencia, por Jorge Fernández Díaz, acerca del origen de algunas de sus obras más importantes, alcanzaron momentos gloriosos. En especial, cuando nos contó acerca de Pedro Camacho, el escribidor que compartió libro con la Tía Julia. Fue un placer verlo, escucharlo y leerlo.


Muy importante fue que finalmente el gobierno ordenó frenar todos los escraches que se estaban organizando, con la única y sintomática excepción del pensador Aníbal Fernández, que logró publicar un libro justo antes que comenzara la Feria lo cual parece haberle otorgado la valentía como para polemizar, ya entre colegas, con el escritor peruano y con el filósofo Fernando Savater. En esta etapa de su vida, todos sabemos, Aníbal siente encarnar a Jauretche. Y carece de amigos que tengan la valentía de sugerirle lo confundido que está.
Pasado el discurso y la ceremonia oficial de la Feria, los intelectuales kirchneristas, con la sangre en el ojo tras haber sido reconvenidos por la presidenta, que tuvo el buen tino de evitar el veto que había propuesto el titular de la Biblioteca Nacional, destilaron su disconformidad, objeciones y críticas. Resulta interesante repasarlas.
La nota de Horacio González en Página 12 es bastante reveladora de un hecho incuestionable: al progresismo argentino le cuesta encontrar algún costado fácil sobre el cual descargar su crítica a Vargas Llosa. El peruano se les planta como un liberal consecuente y sin fisuras, alguien que combate las dictaduras de derecha tanto como las de izquierda, que defiende la democracia, que está a favor del aborto y de la libre circulación de drogas. Y para colmo es un escritor brillante y un intelectual agudo, ilustrado y valiente.
Ya la noche anterior, en el programa A dos voces, en TN, González había intentado desmerecer a Vargas Llosa comparándolo con Borges, exhumado del Index peronista por un rato, al sólo efecto de embromar a Don Mario. “Borges fue muy superior a Vargas Llosa”, se animó a decir, como si fuera pertinente un cotejo entre dos artistas (¿Era mejor Monet que Renoir? ¿Messi que Maradona?). En punto a literatura, puede decirse que Vargas Llosa seguramente es incapaz de escribir algún cuento de infinitos, laberintos o cuchilleros con la maestría que lo hizo Borges pero éste tampoco podría lograr ninguna novela de las que nos va dejando el escritor peruano.
De esta comparación impropia entre ambas producciones literarias, González se ve obligado a deducir –después de todo es uno de los principales pensadores kirchneristas; es su trabajo- que “eso demuestra la decadencia” del Nobel como premio literario. Es decir, para González Vargas Llosa no merecía el premio y, si lo obtuvo, no es un mérito suyo como escritor sino una simple expresión de decadencia del lauro. Probablemente, en próximas ediciones, Horacio González se atreva –en TN no lo hizo- a sugerir nombres alternativos, como José Pablo Feinmann o Juan Gelman cuya literatura podrá ver con mejores ojos a la luz de sus ideas políticas progresistas que exhiben esos autores.
En realidad, Vargas Llosa no molesta por su literatura (aunque ésta, de paso, reciba críticas o indiferencia) sino por sus opiniones políticas que, además, el peruano tiene la mala costumbre de plasmar en papel casi todas las semanas. Y en este sentido, tampoco puede ser comparado con Borges, que era un literato puro que apenas si disfrutaba, de tanto en tanto, de tirar alguna estocada de dura ironía contra el poder y, muy especialmente, contra el peronismo. Por eso, hasta esta reivindicación que hace ahora González, el peronismo prefería al autor de El Aleph en algún lugar del Mercado Central.
En punto a su vocación, atención, estudio, seguimiento y participación en la política, lo de Vargas Llosa no puede ser comparado con Borges pues el escritor peruano incluso participó de una elección presidencial, como candidato de un movimiento formado por él mismo que fue a balotaje y finalmente perdió con Fujimori.
Efectivamente, lo que molesta de Vargas Llosa son sus opiniones políticas y, aunque sus críticos se confiesen grandes lectores de su obra, en realidad desdeñan su literatura porque Vargas Llosa es un liberal. Y el progresismo argentino maneja un canon literario similar al de la Casa de las Américas, con apologías y rechazos fundados en la distancia que los autores deparen de las ideas socialistas, de Cuba y, ahora, del populismo.
Pero aún así, Vargas Llosa se les torna escurridizo y esquivo; difícil de atacar. En efecto, su literatura, sus escenarios, sus fantasías, los personajes, su enfoque, las preferencias que pueden extraerse de los textos, la temática elegida, nada de ello deja fisuras para un fácil ataque “progre” a un presunto ogro reaccionario.
Desde Conversación en la Catedral hasta La fiesta del chivo, el escritor ha descrito de modo punzante y sin concesiones las dictaduras latinoamericanas. El novelista y el ensayista no son Jekyll y Hyde sino uno y único que usa el filo y el contrafilo según convenga. Para padecimiento de sus detractores, su reciente novela, El sueño del celta es una formidable denuncia de los abusos y crueldades del colonialismo inglés y francés en las plantaciones de caucho.
El ataque de Horacio González también recayó en el hecho de que “la marca Vargas Llosa” sería representante del “mercado mundial de las novelas”. Una objeción curiosa pero, como todo lo que expresa HG, confusa.
(González tiene la costumbre de hablar y escribir de un modo críptico, con ideas expresadas a medias, que las tira como salpicando, sin mirar a los ojos, sin desarrollarlas a fondo. Esta forma expresiva induce a pensar que quien la utiliza carece de la convicción o el valor para llevarlas hasta el final o bien que se expresa de un modo confuso y cerrado para escamotear un debate que de otro modo le resultaría desventajoso.)
Pero volvamos a eso de que Vargas Llosa forma parte del “mercado mundial de la novela”. ¿Qué quiere decir esto exactamente? ¿Que el escritor laureado es una suerte de invento del mercado, un escribidor sin talento que ha contado con los favores de una publicidad que lo ha instalado inmerecidamente en un sitial que le queda grande? ¿Qué sus novelas son “comerciales”, esto es de baja calidad literaria, nutridas de golpes bajos e impregnadas de los tics que demanda un mercado de lectores descuidados y poco exigentes? No lo sabemos porque González no lo aclara. Según su estilo, tira la frase y deja allí la insinuación picando, en forma insidiosa y sibilina, sin animarse a profundizar la idea.
Complicado para atacar a Vargas Llosa en tanto su ideario liberal muchas veces lo deja a la derecha, González prefiere abordarlo por el lado moral. Entonces lo compara con Raúl Scalabrini Ortiz, que no era literato sino un pensador agudo pero que apenas se asomó más allá del tema de su preferencia casi exclusiva: los ferrocarriles argentinos. González contrasta la luz que irradia Vargas Llosa, el boato que lo rodea, su éxito, su condición de figura mundial de las letras y el ensayo, con la modestia y los padecimientos de Scalabrini, cuya devoción por el destino nacional argentino nadie puede discutir; una suerte de chantaje moral claramente demagógico.
También le reprocha al escritor peruano que el protocolo lo haya llevado a reunirse con Mauricio Macri, a quien supone tosco e iletrado. Como HG es afecto a los juegos de palabras, fuerza uno que resulta absolutamente insustancial: le señala a Vargas Llosa su preferencia por el “bovarysmo” (por Madame Bovary, el personaje de Flaubert) antes que el “bolivarismo”. Una muestra de insustancialidad reveladora.
Página 12 bombardea a Vargas Llosa con otras notas y un reportaje. Mario Wainfeld equivoca manifiestamente el tono de su nota. Trata a Vargas Llosa con de manera burlona y sobradora (“Varguitas”) lo que resulta absolutamente inapropiado si tenemos en cuenta la diferencia de estaturas. Pero no hay ánimo auténtico de debate sino simplemente de denuesto. Nadie quiere discutir las ideas de Vargas Llosa sino, con prejuicios, atacarlo en defensa de “lo nacional y popular”. Wainfeld le reclama, por ejemplo, no haber leído el informe que Bialet Massé hizo sobre el estado de la clase obrera en la Argentina de la segunda presidencia de Roca y llega a insinuar que el escritor “arrugó” pues no atacó al gobierno.
El reportaje de tapa, es de antología: inquiere al Premio Nobel de Literatura… ¡sobre temas económicos! que, obviamente, no son de su especialidad aunque, claro está, el novelista cuenta con conocimientos sólidos aunque necesariamente generales y no técnicos. Ahí lo tratan de arrinconar con un tema elemental: si el estado sí, o si el estado no. Lo remontan a Adam Smith y le arrojan a la cara a Paul Krugman, Nobel en Economía, para hacerle ver lo equivocado que está al ser liberal. Un verdadero espanto.
¿Qué es lo que lleva a los “progresistas” argentinos a librar esta verdadera cruzada contra el pensador y literato peruano? Claro que sus ideas políticas y, probablemente más que ellas, sus ideas económicas. De hecho, el reportaje de Página 12 está anunciado en tapa con una frase del escritor: “La intervención del estado genera injusticia”. Frase que, obviamente, el diario juzga horripilante y casi genocida.
Sin embargo, no es Vargas Llosa sino nuestros intelectuales “progres” los que están en deuda. El escritor recorrió el camino completo: se ilusionó con el socialismo en los sesenta pero mantuvo en alto su espíritu crítico. Percibió que las promesas de libertad de la revolución cubana no se verificaron y que el paraíso soñado degeneró rápidamente en una sociedad injusta, dictatorial, sin libertades. Que, además, la economía dependía del aporte soviético y que, librada a sus propias fuerzas, caminaba rumbo al desastre categórico, como efectivamente ocurrió.
Vargas Llosa tuvo la valentía de revisar sus puntos de vista ante ese fracaso evidente. Su ruptura con el socialismo lo llevó hacia el pensamiento liberal, al que considera único e indivisible: democracia y mercado. Pasados los años, el derrumbe estruendoso de la Unión Soviética y Europa del Este y, además, los cambios de China hacia la economía de mercado, parecen haber dado la razón al pensador y novelista. En estos temas, Vargas Llosa no está solo sino que lo acompañan muchos intelectuales de todo el mundo que de ningún modo aceptan la opresión y la conculcación de las libertades más elementales en nombre del socialismo.
Son nuestros “progres” los que no se han dado por enterados de los cambios en la política y la economía mundial de las últimas décadas. Prefieren no hablar del tema. No han reelaborado sus puntos de vista. Por cobardía, pereza intelectual o simple conveniencia alimentaria, sostienen puntos de vista que cada vez más resultan indefendibles con los antiguos argumentos. Temen, probablemente, ser acusados de traidores y claudicantes si se atreven a decir lo que a esta altura ya resulta evidente: que el rey está desnudo, es decir, que el socialismo ha fracasado, que apenas sobreviven restos dispersos. Ven en el “populismo” algunos rasgos que, si bien no tienen la intensidad ni la nitidez del socialismo, al menos les permiten ilusionarse con la vigencia de aquellas ideas de hace cincuenta o sesenta años y que hoy, tal como estaban formuladas, resultan impresentables.
Pero aún teniendo a la vista los fracasos más estruendosos en relación con la economía planificada al estilo soviético, aún cuando los decrépitos hermanos Castro han decidido dar lugar a la iniciativa privada, como una clara aceptación del fracaso de su régimen político y económico, nuestros “progres” no dicen una palabra, hacen silencio, y sostienen a brazo partido que la panacea es, simplemente, la ampliación de la intervención estatal y la supresión creciente del mercado. O sea, un rumbo probado que ha fracasado en todo el mundo y que en la Argentina sólo es posible por los vientos que soplan desde China… gracias a que su dirigencia, aún sin abdicar del socialismo, ha cedido espacios crecientes al mercado y la iniciativa privada, cuyo impacto benéfico nos llega gracias a la denostada globalización.
Vargas Llosa se les presenta a nuestros intelectuales “progres” como un espejo en el cual no desean mirarse: un intelectual valiente, crítico que no ha temido abandonar antiguas ideas en las que creyó para abrazar otras distintas. Un intelectual que expresa sus puntos de vista con transparencia y sin medias palabras, y que –como si todo eso fuera poco- escribe novelas como sólo lo hacen los dioses de la Literatura Universal.
Por eso Mario Vargas Llosa resulta inasible a esta franja de los intelectuales argentinos: porque un gigante siempre es difícil de horadar. Sobre todo cuando cuenta con la virtud de la transparencia.

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viernes, 22 de abril de 2011

La libertad y los libros. Por Mario Vargas Llosa



"La libertad y los libros", por Mario Vargas Llosa
Texto completo del discurso de Mario Vargas Llosa en la 37º Feria del Libro de Buenos Aires
Señoras, señores, queridos amigos:
Agradezco a los organizadores de la Feria del Libro de Buenos Aires por honrarme con la invitación a ocupar esta tribuna el día de la inauguración. He tenido ya ocasión de participar en ella hace algunos años y me alegra saber que ha ido creciendo y atrayendo cada vez más a editores, libreros y lectores, del mundo entero, hasta convertirse en una de las ferias de libro más importante mes en todo el ámbito de nuestra lengua.

No me extraña nada que haya ocurrido así.
Desde la primera vez que pisé Buenos Aires, hace de esto cerca de medio siglo, advertí que esta ciudad y los libros tenían una afinidad recóndita, comparable a la que sólo había advertido antes en París, y que, al igual que esta última, Buenos Aires era una ciudad de librerías -modernas y anticuarias-, de cafés literarios, de escribidores y lectores, donde todo letraherido se sentía inmediatamente en su casa. No es por eso nada raro que uno de los más grandes creadores de nuestro tiempo, Jorge Luis Borges, fuera un porteño y que se pueda decir de su extraordinaria obra que toda ella es como la exhalación imaginaria emanada de una biblioteca, institución en la que Borges, recordemos, en uno de sus más bellos textos, materializó el Paraíso.
Tampoco es raro, por eso, que la UNESCO haya declarado a Buenos Aires Capital Mundial del Libro para el año 2012, decisión que celebro con alegría. (Aplausos)
Agradezco también a los organizadores de este certamen haber resistido las presiones de algunos colegas y adversarios de mis ideas políticas, para desinvitarme. Y extiendo mi agradecimiento a la Presidenta, señora Cristina Fernández de Kirchner (aplausos), cuya oportuna intervención atajó aquel intento de veto. Ojalá esta toma de posición en favor de la libertad de expresión de la mandataria argentina se contagie a todos sus partidarios y guíe su propia conducta como gobernante .
Este episodio, me parece, más allá de lo anecdótico, plantea un asunto interesante y actual al que no me parece inadecuado abordar en el marco de este certamen con una breve exposición que se podría titular: "La libertad y los libros".
Manuscritos, impresos y, ahora, digitales, los libros representan la diversidad humana (mientras no sean expurgados, claro está). A condición de que puedan participar en ella sin discriminación, cortes, sin censura, los libros de una Feria del Libro son, en pequeño formato, la humanidad viviente, con lo mejor y lo peor que ella tiene: sus creencias, sus fantasías, sus conocimientos, sus sueños, sus contradicciones, sus amores y sus odios, sus prejuicios, sus pequeñeces y grandezas. Ningún espejo retrata mejor a esa colectividad de hombres y mujeres que conforman las diversas tradiciones, culturas, etnias, lenguajes, mitos, costumbres, modos y modas del fenómeno humano. Porque esa extraordinaria variedad desaparece cuando, abandonando la superficie, gracias a los libros nos sumergimos en lo profundo hasta llegar a aquellas raíces o denominadores comunes de la especie, pues allí descubrimos lo que hay de solidario y semejante por debajo de aquella frondosa variedad: una condición, unos sentimientos, unos anhelos, unas alegrías y unos miedos que establecen una identidad recóndita sobre las diferencias y distancias que la historia ha ido forjando entre razas, pueblos y culturas a lo largo de los siglos.
Los libros nos ayudan a derrotar los prejuicios racistas, étnicos, religiosos e ideológicos entre los pueblos y las personas y a descubrir que, por encima o por debajo de las fronteras regionales y
nacionales, somos iguales en el fondo, que los "otros" somos en verdad "nosotros" mismos.
Gracias a los libros viajamos en el espacio y en el tiempo, como hizo Julio Cortázar en La vuelta al día en ochenta mundos sin salir de su biblioteca, y comprobamos que, con todos sus matices y
variantes, la humanidad es una sola y compartida.
Podemos comparar el mundo de los libros que en estos momentos nos rodea en esta Feria con un bosque encantado. Ellos están allí, quietos, inertes, silenciosos, como los árboles y las plantas de las fantásticas historias infantiles, esperando la varita mágica que los anime: la lectura. Basta que los abramos y celebremos con sus páginas esa operación mágica que es la lectura para que la vida estalle en ellos convocada por la hechicería de sus letras y palabras, y un surtidor de ideas, imágenes y sugestiones se eleve del papel hacia nosotros nos impregne, arrebate y traslade a otra vida, a menudo más rica, coherente, intensa y entretenida que la vida verdadera, en la que a menudo las rutinas embrutecedoras cotidianas nos dejan apenas resquicios para la exaltación y la felicidad.
La vida de los libros nos enriquece y nos transforma. Nos hace más sensibles, más imaginativos y, sobre todo, más libres. Más críticos del mundo tal como es y más empeñados en que cambie también él y se vaya acercando a los mundos que inventamos a imagen y semejanza de nuestros deseos y sueños.
Por eso, los libros son un testimonio inapelable de las carencias y deficiencias de la vida, aquellas que incitan a los seres humanos a crear un mundo de fantasía y a volcarlos en ficciones para poder tener aquello que la vida que vivimos no nos da.
El viaje al corazón de ese bosque encantado de los libros no es gratuito, un paseo divertido y sin secuelas. Es un viaje que deja huellas en el sentimiento y la inteligencia del lector, la comprobación de que el mundo real está mal hecho pues no basta para colmar nuestros anhelos.
¿Para qué inventaríamos otros mundos si con éste nos bastara? Es imposible no salir de un buen libro sin la extraña insatisfacción de estar abandonando algo perfecto para volver a lo imperfecto y empezar a mirar el entorno con cierto desánimo y frustración. Nada ha hecho que el mundo progrese tanto desde los tiempos de la caverna primitiva hasta la era de la globalización como ese viaje a lo imaginario que acompaña a hombres y mujeres desde su más remoto pasado y del que da testimonio inequívoco el mundo vertiginoso y laberíntico de los libros.
No es sorprendente, por ello, que los libros hayan despertado, a lo largo de la historia, la desconfianza, el recelo y el temor de los enemigos de la libertad, de quienes se creen dueños de las verdades absolutas, de todos los dogmáticos y fanáticos (aplausos) que han sembrado de odio y violencia zigzagueante el curso de la civilización.
La Inquisición lo vio clarísimo: los libros deben ser examinados y purgados por censores estrictos para asegurar que sus contenidos se ajusten a la ortodoxia y no se deslicen en ellos apostasías y desviaciones de la doctrina verdadera. Dejarlos prosperar sin esa camisa de fuerza de la censura previa sería poblar el mundo de heterodoxias, teorías subversivas, tentaciones peligrosas y desafíos múltiples a las verdades canónicas. (Aplausos) Esta mentalidad llevó a decidir que todo un género literario -la novela- fuera prohibida durante los tres siglos que duró la colonia en todas las posesiones españolas de América.
Durante trescientos años no se pudo editar ni importar ficciones en las colonias americanas. El contrabando se encargó de que muchas novelas circularan en nuestras tierras, felizmente. Pero una de las perversas -o tal vez felices- consecuencias de esta prohibición fue que, en América Latina, como la ficción fue reprimida en el género que la expresaba mejor -las novelas-, y como los seres humanos no podemos vivir sin ficciones, éstas se la arreglaron para contaminarlo todo -la religión, desde luego, pero también las instituciones laicas, el derecho, la ciencia, la filosofía y, y por supuesto, la política-, con el previsible resultado de que, todavía en nuestros días, los latinoamericanos tengamos grandes dificultades para discernir entre lo que es ficción y lo que es la realidad. Eso ha sido muy beneficioso en los dominios del arte y la literatura, pero bastante catastrófico en otros, en los que sin una buena dosis de pragmatismo y de realismo -saber diferenciar el suelo firme de las nubes- un país puede estancarse o irse a pique.
Los comisarios políticos han reemplazado en la vida moderna a los inquisidores de antaño. Vez que se ha apoderado de un gobierno un fanático religioso, ideológico o un caudillo megalómano que se cree dueño de la verdad absoluta, los libros se han visto sometidos a purgas, recortes y vejaciones para tratar de evitar que lo que ellos encarnan mejor que nadie –la diversidad humana, la variedad de ideas, creencias, puntos de vista, costumbres y tradiciones- se divulgue y contradiga la visión dogmática, excluyente y autoritaria entronizada.
Nazis, fascistas, comunistas, caudillos militares o civiles enceguecidos por los espejismos de las verdades absolutas han tratado a lo largo de toda la historia y en todas las geografías del planeta de domesticar y embridar el espíritu creativo, insumiso y crítico -que ha sido siempre el motor del cambio-, pero, por fortuna, siempre han fracasado. Dejando, eso sí, en el camino una miríada de víctimas -torturados, encarcelados y asesinados- que, pese a la represión y a las persecuciones, mantuvieron siempre viva aquella llama de libertad que anida, como un alma secreta, en el corazón de los libros.
Leer nos hace libres, a condición, claro está, de que podamos elegir los libros que queremos leer, y que los libros puedan escribirse e imprimirse sin inquisidores ni comisarios que los mutilen para que encajen dentro de las estrechas orejeras con que ellos aprisionan la vida. Defender el derecho de los libros a ser libres es defender nuestra libertad de ciudadanos, el precioso fuego que la atiza, mantiene y renueva.
Una de las mejores tradiciones de la Argentina ha sido ser un país de libros, escritores y lectores. Yo lo recuerdo muy bien, pues en mi infancia y mi adolescencia se nutrieron de revistas y libros (y, añadiré, películas y canciones) que se producían y editaban en este país y se difundían desde aquí por todos los rincones de América. Por ejemplo, llegaban puntualmente a Cochabamba, la ciudad boliviana donde viví hasta los diez años. Recuerdo muy bien la llegada periódica de Leoplán para el abuelo, el Para ti que leían mi madre y m abuela y en Billiken que yo esperaba como maná del cielo.
Más tarde, de universitario en San Marcos, en Lima, conocí la literatura más renovadora y moderna, (de Thomas Mann a Williams Faulkner a Thomas Mann, de Joyce a Sartre, de Camus a Forster, de Eliot a Hemingway, gracias a las traducciones que editoriales como Losada, Sudamericana, Emecé, Sur y otras (aplausos) que publicaban y distribuían por todo el continente. (Aplausos)
La revista Sur, de Victoria Ocampo y José Bianco era la ventana que mostraba al mundo entero la buena literatura.
Como innumerables jóvenes latinoamericanos de mi generación puedo decir por eso que debo buena parte de mi formación literaria a esa pasión por los libros que anida en el corazón de la cultura argentina.
Hago votos porque esa hermosa tradición se renueve y fortalezca y que sea la mejor expresión de ello esta Feria del Libro de Buenos Aires.
Muchas gracias.
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domingo, 10 de abril de 2011

A veinte años del Plan de Convertibilidad. Por Daniel V. González


Hace pocos días se cumplieron 20 años del lanzamiento, durante el gobierno de Carlos Menem, del plan de convertibilidad diseñado por Domingo Cavallo. En estos tiempos de abundancia de recursos generados por el precio de las materias primas en el mercado internacional, resulta difícil recordar cuál era la situación y cuáles eran los problemas de la economía argentina veinte años atrás. En los días que corren han proliferado los maestros ciruela que, con ligereza y liviandad y muchas veces con desconocimiento o mala fe, rotulan el plan de convertibilidad como una negra etapa de la economía nacional que llevó al país a “la peor crisis de toda la historia” cuando, hacia fines de 2001, estalló en una gran devaluación y reacomodamiento de las variables económicas y los precios relativos.


Los años de la convertibilidad están siendo instalados, por la cultura oficial y el pensamiento único, como un tiempo en que se destruyó la economía nacional, especialmente la industria, se entregó el patrimonio argentino al capital extranjero, se endeudó al país hasta niveles incompatibles con la existencia misma de la nación. Esta visión de la convertibilidad se corresponde con la defensa de la estrategia económica actual, si puede decirse que existe alguna, que se desarrolla en una situación completamente favorable y, en consecuencia, completamente distinta a la existente hace 20 años. Al asumir Menem su gobierno, la situación económica de Argentina era desesperante. El gobierno de Alfonsín no había logrado encarrilar la economía y en los últimos meses de su gestión se había desencadenado una hiperinflación que concluyó con masivos asaltos a los supermercados, enfrentamientos armados, muertos y heridos en todo el país. La situación de la economía era deplorable y lo había sido en los años anteriores. El país no encontraba respuesta y cada día que pasaba se hundía un poco más. Al comienzo del gobierno de Menem, una nueva hiperfinflación auguraba un panorama complejo para el nuevo gobierno. El horizonte económico era confuso y desalentador. Había fracasado ya Raúl Alfonsín y, en abril de 1991, estaba fracasando Menem que había asumido el poder anticipadamente en julio de 1989. En diciembre de 1990 el gobierno había apelado al recurso extremo de incautar los plazos fijos de los ahorristas y reemplazarlos por bonos del estado que se cotizaban a la mitad de su valor en el mercado secundario, lo que configuraba una virtual expropiación. El economista Juan José Llach describe en estos términos la evolución del sector industrial argentino durante los años previos a la convertibilidad: “El periodo 1975/1990 se caracteriza: 1) por el estancamiento de las actividades manufactureras, perdiendo más del 5% de su participación en el PBI, 2) no generación de nuevos empleos en un contexto de serias dificultades estructurales en el mercado de trabajo, y 3) los niveles de inversión son menores a la amortización del capital, produciéndose la descapitalización del sector”. Es en esa circunstancia compleja y declinante que Menem lanza el Plan de Convertibilidad. Sin rumbo En realidad, el país no encontraba un rumbo económico desde el derrocamiento de Perón en 1955. Pero, además, los últimos años de Perón en el poder previos a su caída, ya habían significado, de su propio puño, una rectificación de su política económica fundacional de la posguerra. Desde mediados del siglo veinte el país se movía a los tumbos, al ritmo de los sucesivos cambios de gobierno y los breves espasmos que cada cuatro o cinco años significaban nuevos y definitivos rumbos que apenas duraban un par de años. El plan económico de Carlos Menem, del cual el régimen de convertibilidad constituía apenas un aspecto, significó un replanteo drástico en relación con algunos problemas fundamentales de la economía a los que a lo largo de varias décadas ningún gobierno, ni civil ni militar, había logrado darle solución. Uno de ellos era la inflación. El otro, estrechamente vinculado, era el de las empresas públicas y la dimensión y funcionamiento del estado. La convertibilidad, el establecimiento de una paridad fija entre la moneda nacional y la principal moneda extranjera, fue un recurso dramático para generar confianza en el nuevo programa económico y detener la inflación que amenazaba con hacer caer al gobierno y continuar deteriorando aún más la situación política y social del país. El mes anterior al lanzamiento de la Convertibilidad y aún con Domingo Cavallo como canciller, se había firmado el Acuerdo de Asunción, que dejaba constituido el MERCOSUR, bloque económico integrado por Brasil, Paraguay y Uruguay, además de Argentina. Se trató de una decisión estratégica de la que pocos hoy se acuerdan. Podría decirse de paso que ambas medidas de política económica constituyeron un abierto desafío al odiado liberalismo. En el caso del MERCOSUR, en razón de establecer condiciones comerciales especiales para un grupo de países en el mercado global. En el caso de la convertibilidad, por fijar un tipo de cambio inmodificable cuando lo que aconseja la doctrina liberal es la libre flotación, que era lo que hasta ese momento había promovido Cavallo desde la Fundación Mediterránea. Digamos también de paso que antes de 1991, varias veces el gobierno de Alfonsín intentó detener la inflación, sin éxito. Su esfuerzo más serio fue el Plan Austral, que también establecía un tipo de cambio fijo entre la moneda nacional (el austral) y el dólar: un dólar era equivalente a 80 centavos de austral. Lo que sucedió fue que el programa fracasó y esa relación duró pocos meses. Pero está claro que todo programa de estabilidad que se intentara debía contemplar entre sus propuestas una relación estable entre el peso y el dólar. El impacto del nuevo programa sobre la economía fue inmediato y claramente benéfico. Hasta podría decirse que, a partir de él hay un antes y un después en la economía argentina. La inflación desapareció y ello permitió una serie de cambios importantes en las transacciones. La moneda nacional recuperó su estabilidad, renació el crédito a largo plazo (incluso el hipotecario, hoy desaparecido), el consumo aumentó en forma notable, se recuperó el presupuesto como herramienta de política económica en manos del estado y éste logró controlar la evolución de la economía y sus principales variables, que era algo que el paquidérmico estado anterior a la reforma de Menem-Cavallo no lograba hacer. Los números de la convertibilidad Todos los números importantes que puedan analizarse de los años de la convertibilidad, son concluyentes: el PBI creció el 50% entre puntas y la industria lo hizo otro tanto. La producción agraria también aumentó en forma espectacular, las exportaciones pasaron de 9.000 a 27.000 millones de dólares, la inversión se recuperó y la capacidad de generación eléctrica aumentó en forma notable, situación de la cual se beneficia claramente el gobierno actual. Todos los críticos del programa económico de esos años omiten hablar de estas cifras fundamentales. Y evitan decir también que la economía posterior a Menem transita por carriles que, en lo esencial, no se han modificado pues la estabilidad se ha transformado en un concepto valorado por el conjunto de la sociedad, el presupuesto nacional continúa siendo una ley fundamental para el estado y los cambios tecnológicos introducidos en el agro han permitido que Argentina se eleve a la cúspide de la producción primaria a escala global, con los beneficios que esto significa. Los críticos de la convertibilidad (ya hemos dicho que esta es una denominación simplificada del programa económico que rigió entre 1991 y 1999) omiten señalar también la situación en la que se encontraba el país al momento del lanzamiento del plan. Tampoco se aclara que el plan de reforma del estado y privatizaciones fue apoyado explícitamente por la mayoría del pueblo argentino, que respaldó a Carlos Menem con su voto en 1989, 1991, 1993, 1994 y 1995, para no dejar lugar a dudas sobre qué era lo que quería la sociedad argentina de ese momento. Incluso sus rivales políticos tuvieron que aceptar que la convertibilidad había logrado resultados formidables durante su vigencia. Todos recordamos la confesión de Carlos Chacho Álvarez en relación a su arrepentimiento por no haber votado, como legislador, las leyes que sustentaban la convertibilidad. A tal punto había consenso en la sociedad argentina sobre este programa económico que en 1999 las elecciones presidenciales mostraban a los candidatos de la oposición (la fórmula era De la Rúa – Álvarez) prometiendo “un peso, un dólar” como muestra certera de que la convertibilidad no sería atacada ni abolida. Pero luego, tras el estallido ocurrido dos años después de que Menem abandonara el poder, todos aprovechan para, con manifiesto anacronismo, sindicar en la convertibilidad y en las reformas económicas de “los noventa”, la eclosión y sus consecuencias sociales inmediatas. Los críticos Quienes critican a la convertibilidad refuerzan los aspectos ideológicos por encima de los técnico-económicos. Y, sobre todo, omiten tomar en cuenta los resultados del programa de reformas, que fueron importantes. Todos los sabios de hoy, todos los que hoy critican el programa de los noventa, fueron absolutamente incapaces de parar la inflación y reformular el estado. Esto también vale para el peronismo, que tampoco pudo hacerlo en los setenta y que, además, cuando en el gobierno de Alfonsín, Rodolfo Terragno intentaba de algún modo sacarle al estado el peso insostenible de las empresas públicas, era el peronismo (incluso el cercano a Menem) el que se oponía a cualquier forma de privatización en nombre de la defensa de la soberanía y el patrimonio nacional. La pretensión de que las reformas al estado realizadas en la Argentina y en muchos otros países del mundo durante los noventa constituyeron un acatamiento a las recomendaciones realizadas por el economista norteamericano John Williamson en lo que se conoció como el Consenso de Washington, carece de seriedad y es una simplificación ideologista que supone que las fuerzas económicas pueden manipularse con facilidad y que la adopción de una u otra estrategia es una elección sin condicionamiento ni contexto alguno. El mundo de comienzos de los años noventa estaba impregnado del formidable fracaso de un sistema que hizo de la intervención del estado, de la existencia extendida de empresas públicas y de la planificación económica, su estrategia esencial. En efecto, la caída del muro de Berlín y las reformas propuestas por Gorbachov para la Unión Soviética nos abrían un panorama en el que eran las fuerzas del mercado y no el estado el nuevo elemento dinamizador de la economía y la sociedad. Fue por eso que el recetario de Williamson tiene impacto mediático y es tomado como referencia. En realidad, desde siempre los países más desarrollados procuran un clima de libertad sin restricciones en el comercio internacional, en lo que atañe a sus exportaciones de mercancías y capitales, aunque se cuidan muy bien de ofrecer sus mercados sin restricciones a las exportaciones de otros países. Como fuere, en el caso de la Argentina había motivos propios, locales, para encarar reformas de fondo en el estado nacional y en los provinciales y municipales cuyos recursos ya no alcanzaban a sostener un aparato ineficiente, voluminoso y sumamente costoso. Esa reforma fue la que encaró Carlos Menem con el apoyo de la mayoría del pueblo argentino. Y sus resultados fueron notables y permitieron que gobiernos posteriores pudieran moverse en un clima económico mucho más favorable al que encontró el propio Menem al momento de asumir el poder. Recordemos, por ejemplo, que Alfonsín dejó 120 millones de dólares de reservas y que, al retirarse Menem, esa cifra había crecido a 25.000 millones de dólares. Desde la cúspide de la bonanza internacional que hoy favorece a la economía argentina, la convertibilidad es mirada por desdén aún por quienes fueron sus más fervorosos partidarios, como muchos de los que hoy integran el gobierno kirchnerista. Sin embargo, se están revirtiendo peligrosamente algunos de logros de aquellos años. La inflación, por ejemplo, ha retornado. La holgura actual promueve la frivolidad e incluso la estupidez: el ministro de economía ha dicho que la inflación es un problema para la clase media alta, no para los argentinos de menores recursos. Asimismo, el gasto público se ha expandido hasta niveles incompatibles con equilibrios macroeconómicos que resultan insoslayables en toda economía que pretenda crecer con bases sólidas. Los elevados subsidios, muchos de ellos irracionales y regresivos en materia de distribución del ingreso, la inflación y el retraso cambiario significan una acumulación de tensiones que, en algún momento no muy lejano, demandará un ajuste en forma inevitable. Probablemente será ese momento en que la estabilidad lograda por la convertibilidad sea recordada con nostalgia.

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jueves, 7 de abril de 2011

La superficialidad del mal. Por Beatriz Sarlo


La violencia de los años 70 expresó la "revuelta de una generación" que, en Europa y América, podía reconocerse en Mayo de 1968, una insurgencia no solamente francesa. En Estados Unidos estaban los Black Panthers, cuyo líder, Stokely Carmichael, pronunció en febrero de ese año su declaración de guerra sostenida en la unidad racial de los negros, pero inspirada también en lo que sucedía en Vietnam, en Africa y en América latina.


En Alemania, se escuchó el llamado a la lucha extraparlamentaria, que declaraba ilusorias las batallas institucionales y sostenía que sólo la "acción directa puede crear la conciencia de que la sociedad tardocapitalista debe ser reemplazada por una socialista". Las diversas líneas del marxismo prochino denunciaban a la Unión Soviética como "revisionista", porque allí se había abandonado la idea de que sólo la derrota armada de las clases dominantes les abriría el camino al poder a la clase obrera y sus aliados. En Francia, Jean-Paul Sartre se encontró con los militantes maoístas de la Izquierda Proletaria y les dijo: "Gente como ustedes representa al hombre nuevo" (del cual había hablado Guevara). En 1970, Sartre aceptó la dirección del periódico La Cause du Peuple y lo vendió por las calles junto a Simone de Beauvoir y Michel Foucault, mientras la policía trataba de impedirlo. Hay grupos terroristas en Italia y Alemania. En ese mismo año, 1970, la primera acción de los Montoneros fue el secuestro del general Aramburu; buscaban el cadáver de Eva Perón; de paso, lo juzgaron culpable de los fusilamientos de junio de 1956 y lo mataron. La visión de una sociedad futura nacida de la violencia revolucionaria y el surgimiento de una contracultura que cambió radicalmente la vida cotidiana son afluentes del mismo río. Como afirma Jean-Pierre Le Goff, "no pareció necesario esperar el «gran día» para comenzar a vivir de otro modo: la transformación de la sociedad y del mundo empieza con la realización práctica, aquí y ahora, de los deseos y los sueños". Es el gran cambio en las costumbres bajo cuyo signo, afortunadamente, todavía vivimos. Lo que se llamó el "pensamiento 68" hoy forma parte del currículo académico: Foucault en primer lugar. Entre otras certidumbres figuraba el autogobierno de la clase obrera, que pondría fin a la explotación, como tempranamente se lee en el manifiesto de "Socialismo o barbarie", redactado por quienes luego fueron grandes pensadores de la subjetividad y la política, como Cornelius Castoriadis y Claude Lefort, y Guy Debord, teórico de lo que se llamó, con una fórmula exitosísima, "sociedad del espectáculo". En esos años 60 y la primera mitad de los 70, la filosofía de la violencia recibió el aporte teológico y el apoyo activo del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (la revista local fue Cristianismo y Revolución : cristiana, guevarista). Era una "Epoca" en el sentido más fuerte de identidad histórica: las cosas pasaban por ese meridiano, júzguese como se lo juzgue. No se trataba del capricho o la conveniencia de un puñado de dirigentes empleados por el Estado, sino de un viento que soplaba por todas partes. Era posible oponerse y muchos lo hicieron, pero lo que estaba claro es que no se trataba de un juego menor. La historia seguía cauces que no por equivocados, e incluso maléficos, dejaron de tener un eco grandioso. Por eso el juego "Péguele al gorila", ya comentado en Perfil por Tomás Abraham, es una pobre miniatura. Y es singularmente asqueroso el cartel con imágenes para escupir que colgó La Poderosa. Algunas fotos muestran impecables niños de capas medias, con buen corte de pelo y buenas remeras, muy publicitarios, en la primorosa instantánea de la escupida, que festejan sus padres embobados como en un acto de fin de curso del Taller de Ideología. El juego de quién escupe más lejos o con mejor puntería tiene una larga historia entre los desafíos infantiles; el de tirarle pelotas a un muñeco estuvo en todos los parques de diversiones. Hoy, en muchos lugares, se lo consideraría políticamente incorrecto. Me apresuro a añadir la respuesta peronista: nosotros siempre somos políticamente incorrectos. Se podrá alegar, entonces, que la luminosa idea fue inspirada por la tradición. La Poderosa es, hasta nuevo aviso, una página web guevarista, nacionalista y muy virulenta (estilo Quebracho). Pero el Palais de Glace depende de la Secretaría de Cultura de la Nación, a cargo de Jorge Coscia, que se paseó ante las cámaras en la inauguración de la muestra Homenaje al Pensamiento y al Compromiso Nacional, de la que forma parte el juego de tirarle pelotas al gorila. En realidad, no hay que dejar solo a Coscia: el responsable de la muestra es Enrique Albistur, quien recibió el inestimable consejo del trío integrado para esta ocasión por el secretario de Cultura, Norberto Galasso, y Pacho O'Donnell. Su concepción historiográfica ya fue suficientemente criticada por Hilda Sábato. La fractura insalvable entre la violencia política y tirarle pelotas a un gorila parece inscripta en el aire de los tiempos: época sin aristas, a la que hay que inventarle alegorías propias de videogames de primera generación. Si no podemos hacer la revolución, podemos macanear un rato. Sin duda, es preferible que los responsables culturales kirchneristas elijan este elemental camino simbólico: una especie de versión inmaterial de la violencia; una pedagogía por el camino del juego. Hernández Arregui, que era de una solemnidad mortalmente aburrida, seguramente no estará sonriendo desde el parnaso nacional antiimperialista, pero Jorge Abelardo Ramos, hombre mordaz, debe de estar muriéndose de risa. Eva, que por su origen popular tomaba las cosas serias en serio, probablemente no estaría entre las más entusiastas del invento. Pero además de la violencia implícita en ambos juegos, hay dos rasgos que sobresalen. Por una parte, es evidente el desplazamiento de una violencia a otra. No es necesario ser un experto en la subjetividad política para concluir que el juego de escupir a personas o tirarles pelotas es una declaración de hostilidad. Nadie se animaría a montar un jueguito de "tírenle pelotas al asesino o al estafador", porque se sabe que los linchamientos, incluso los simbólicos, están mal vistos. El "gorila" queda fuera de esa protección legal (incluso es imprecisa la categoría a la que, en fila india, pertenecemos todos los no peronistas, según el talante de quien califica). Sin embargo, decenas de intelectuales y de funcionarios se mostraron impávidos o risueños frente al juego del gorila. ¿Son soberbios que nos toman por idiotas? ¿Se sienten tan seguros que nos subestiman? Por otra parte, hay algo más grave, porque no depende de la desmesura de un funcionario que puede estar hoy y no mañana (desde los trágicos griegos, la desmesura hizo caer a muchos). El hecho es repudiable, pero los ejecutantes, los que tiran las pelotas o escupen, son gente del común que a priori no tiene nada de malvado. Sucede lo que ha sucedido muchas veces: frente a una imagen se ausenta el pensamiento reflexivo. El helado páramo del lugar común donde vibra la palabra "gorila" oculta una realidad: en vez de revelar grupos verdaderamente antidemocráticos que existieron a lo largo de la historia argentina, nos coloca a todos en ese lugar impreciso, sin límites semánticos o ideológicos. Con un gesto burocrático, que sólo puede hacerse desde una secretaría de Estado, no sólo se cuenta la historia argentina como epopeya de un único pensamiento nacional, sino que se banaliza el Mal que se quiere combatir. Hannah Arendt dijo que el Mal es un hongo que invade todas las superficies, no algo que transcurre subterráneamente, en las profundidades. Es lo visible trivial, tan trivial que casi estamos a punto de pasarlo por alto porque, además, alguien del montón, ajeno a la excepcionalidad, puede realizar actos malignos o viles. El juego del gorila, se dirá, es un chiste; la escupida es como realizar un sueño imposible. Nada más significativo.

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miércoles, 6 de abril de 2011

Un mundo feliz. Por Daniel V. González


El gobierno nacional vive una situación perfecta. Un mundo feliz. Aunque los militantes kirchneristas se enojan mucho cuando uno se los recuerda, este gobierno –y también el anterior, el de Néstor Kirchner- ha tenido la fortuna de coexistir con una situación económica internacional sumamente particular y extremadamente beneficiosa para la Argentina. La gran novedad de la economía mundial de las últimas dos décadas es el feroz crecimiento económico desencadenado en China y la India, que los ha transformado en fuertes demandantes de materias primas, combustibles y alimentos.


Esta situación ha elevado a niveles inéditos e imprevistos el precio de los minerales, del petróleo y de los cereales y oleaginosas. A partir de 2002, cuando comienza a manifestarse con fuerza este fenómeno, Argentina ha visto multiplicar sus ingresos por exportaciones a niveles insospechados. Esta mejora en el comercio exterior también permitió afrontar con nuevos recursos el crónico déficit fiscal, transformándolo en superávit. El estado nacional ha vivido en los últimos años una situación de holgura fiscal como hacía muchos años no existía en nuestro país. La crónica tendencia al deterioro de los términos del intercambio de nuestros productos, que desvelaba a la CEPAL desde la década del 50, parece haberse derogado para siempre. En efecto, desde 1993 la relación entre los precios de nuestras exportaciones e importaciones ha variado en un 50% a nuestro favor. Y si tomamos como referencia el año 1986, la variación es casi del doble. El precio de los cereales y oleaginosos, importante exportación argentina, se ha duplicado desde 1993 y casi se ha triplicado desde 1999, cuando dejó el gobierno Carlos Menem. Largos años de crecimiento económico y de expansión del gasto público han permitido una mejora indudable en la situación económica a partir de la crisis de 2001. La viga maestra del florecimiento económico de los últimos años ha sido, indudablemente, la situación del mercado mundial, que nos ha beneficiado y nos sigue favoreciendo fuertemente. Sin esta situación favorable, la economía de nuestro país habría sufrido los padecimientos habituales por sus déficits crónicos. La adjudicación al “modelo productivista” de este impulso registrado en la economía era, por supuesto, inevitable. Desde el gobierno se propaló a los cuatro vientos las presuntas ventajas de una concepción económica que, cuanto menos, era inexistente. Curiosamente, el gobierno nacional, que ha sido y sigue siendo beneficiado en forma directa por el fenómeno global, denuesta de él. En efecto, el renovado vigor económico de China e India provino de medidas económicas –en esos países- que generaron un importante y creciente espacio a la iniciativa privada y retiraron al estado de aquellos lugares en que su ineficiencia era probada e inmovilizante. El fortalecimiento del capitalismo en esos países, asentado en la iniciativa privada, los arrojó al mercado globalizado en demanda de insumos para una economía en fuerte crecimiento. Y el gobierno, beneficiado por este combo de creciente ausencia del estado, fortalecimiento de la iniciativa privada y globalización, ha intentado adjudicar a su perspicacia económica estratégica el crecimiento registrado en la Argentina a partir de esta excepcional coyuntura mundial. Ha dicho que su éxito no es una gracia del mundo global sino la consecuencia de la recuperación de algunos principios económicos olvidados pero pertenecientes al peronismo desde sus orígenes. Un gasto público formidable, asentado en los nuevos ingresos extraordinarios y en una presión fiscal sin antecedentes, permitieron hablar de lo decisivo que resulta el “mercado interno”, justamente en un momento en que la gran novedad económica proviene de las exportaciones y el mercado mundial. Un tipo de cambio subvaluado como consecuencia de la crisis de 2001, hicieron descubrir lo sencillo que resulta proteger a la industria nacional encareciendo las importaciones, robusteciendo el precio de los exportadores y reduciendo los salarios locales medidos en dólares. Dólar caro y precios formidables en nuestros tradicionales productos de exportación fueron la clave de la economía de estos años. Ambos hechos engrosaron los ingresos de los productores agrarios y permitieron al gobierno imponer elevados impuestos a las exportaciones (retenciones) lo que significó ingresos extraordinarios para el fisco y la reversión de la crónica situación de déficit del presupuesto nacional. La situación económica era ideal. Vivíamos en un mundo perfecto. Superávits “mellizos” (en el balance comercial y en el presupuesto nacional). Ingresos abundantes, movimiento económico, crecimiento de las principales variables y, como consecuencia, desgranamiento de la oposición política cuyas críticas caían al vacío ante tanta prosperidad derivada de la situación mundial. Todo ataque al gobierno caía en saco roto pues el país crecía, caía la desocupación y el ingreso aumentaba. Muchos economistas y políticos han definido a esta situación internacional favorable como “viento de cola”, algo que empuja a un barco que va en la dirección correcta, algo que simplemente acelera su velocidad en una ruta ya determinada y que conduce al puerto correcto y deseado. No: la situación internacional, que se traduce en ingresos formidables para el país y para el estado equivale, como ya hemos señalado, en una viga maestra sin la cual toda la estructura económica se derrumbaría sin remedio. En consecuencia, la superación de las dificultades externas (superávit comercial) y de las restricciones presupuestarias (superávit fiscal) no han sido la consecuencia del hallazgo de una política económica genial e inédita, como pretende el kirchnerismo, sino la consecuencia de los dos hechos ya señalados: la devaluación del 200% al momento de la quiebra de la convertibilidad y la suba de los precios internacionales de los productos que Argentina exporta. La abundancia de recursos es lo que ha permitido al gobierno recuperarse tras la crisis del campo en 2008 y la derrota electoral de junio de 2009. Adicionalmente, la captación de los fondos de la AFJP y la utilización de las reservas del Banco Central han expandido el consumo fuertemente, hecho que hace vivir a los argentinos una sensación de prosperidad, (apelamos a la imagen del filósofo Aníbal Fernández) que no encuentra sustento sólido en la tendencia de algunas variables económicas asociadas al crecimiento a mediano y largo plazo. Así, pese a la situación económica favorable que se prolonga a lo largo de casi una década, la economía argentina ya ha acumulado suficientes tensiones que nos hacen prever algunos cimbronazos importantes si el rumbo no se corrige a tiempo. Los índices económicos favorables que la economía y el gobierno exhiben durante los últimos años le han permitido absorber las críticas a algunas políticas desatinadas que, pese a su gravedad, han quedado disimuladas en medio del torrente de ingresos provocado por la situación económica favorable y la holgura de recursos que genera. La bonanza es de tal magnitud que el país ha podido desenvolverse sin ministros de economía desde la renuncia de Roberto Lavagna en adelante. ¿Cuál es la crítica que puede hacerse ante tal desempeño exitoso? ¿Qué puede decirse de la economía si los índices muestran una mejoría sin pausa en la producción? Lo que señalamos es que Argentina está despilfarrando una situación favorable, está perdiendo una oportunidad extraordinaria para dar un salto económico que lo instale en el concierto de los países más desarrollados del mundo y está descuidando algunos equilibrios macroeconómicos esenciales cuya inobservancia, más tarde o más temprano, tendrán un impacto en la economía y en el nivel de vida de los argentinos. Uno de estos problemas es la inflación. Con gran irresponsabilidad, el gobierno subestima el problema. Inicialmente el ministro de economía dijo que “la inflación es un problema de la clase media alta”, luego difundió la creencia de que “es bueno que la economía tenga un poco de inflación” ya que, de ese modo, todos se sienten estimulados a consumir rápidamente sus ingresos y eso activa la demanda y mueve la economía. Para este año la inflación se estima en un 35/37%, con gran impacto sobre los ingresos de los argentinos con menores recursos. Asimismo, la inflación acumula tensiones insostenibles en el comercio exterior. En efecto, uno de los pilares del “modelo”, el tipo de cambio subvaluada (dólar caro) ha sucumbido hace tiempo ante los embates de una inflación que es la más alta del mundo excepto la de Venezuela. El retraso cambiario es evidente y la economía sólo puede sostenerse gracias a la formidable ventaja comparativa (que es natural pero también tecnológica) que Argentina tiene en el campo. Hace pocos días el ex director de la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) durante los gobiernos de Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner y Cristina Kirchner (hasta marzo de 2008) afirmó que la actual situación fiscal es insostenible en razón del crecimiento de los subsidios implementados por el gobierno. Según cifras del ex funcionario, en 2007 alcanzaba con el 72% de las retenciones para pagar todos los subsidios de la economía nacional. Al año siguiente los subsidios consumían el 86 y, a partir de 2010, la recaudación por retenciones es menor que el gasto en subsidios. Un par de semanas atrás, un grupo de ex secretarios de energía de todos los gobiernos posteriores a 1983 produjo un importante documento en el cual advierte sobre el deterioro de la situación energética en el país. La falta de inversión en el sector durante los últimos años está generando una situación de precariedad energética que afectará inexorablemente la economía nacional de los próximos años como así también el nivel de vida de los argentinos. Allí se demuestra que en el período 2003/2010 la producción de hidrocarburos ha caído un 18% y las reservas comprobadas el 11%. Asimismo, la exploración para la ubicación de nuevas reservas, se ha reducido a la mitad. Algo parecido ha sucedido con el gas natural: la demanda ha crecido el 23% pero, al disminuir las reservas, se ha debido aumentar la importación, que ha crecido el 3.500%. Mientras la demanda de energía aumentó el 41%, la potencia instalada sólo lo hizo el 21%, lo que demuestra un deterioro de la situación general del sector energético. Argentina ha sido el único país de la región en el cual la producción de energía primaria ha disminuido (7%) entre 2003 y 2009. Brasil registra un aumento del 21%, Chile del 14%, Uruguay del 13%, Perú el 68%, Colombia el 34%. La dinámica de la economía kirchnerista apunta a un fuerte sesgo consumista, con una gran cuota de irracionalidad y con una clara despreocupación por la sustentabilidad de algunas variables importantes en el futuro próximo. Inflación, tipo de cambio, equilibrio fiscal, energía, son grandes temas cuyo deterioro es innegable y que tendrán impactos negativos en el futuro más o menos inmediato. Al ser derrotado en las elecciones de 1995 por Carlos Menem, Chacho Álvarez adjudicó su derrota, con cierto desdén, al “voto cuota”. Con esto quería significar que los argentinos habían valorado de un modo prioritario el exitoso combate contra la inflación que había librado el gobierno nacional. Actualmente el gobierno se esfuerza por sostener en el tiempo niveles de consumo y de gasto público que no podrán mantenerse en el largo plazo porque se están descuidando variables importantes que inevitablemente estallarán en un plazo mediano. Mientras esto no ocurra, vivimos en un mundo feliz.
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Posible retroceso de la energía nuclear. Por Alieto Aldo Guadagni


La nucleoelectricidad comenzó a extenderse como fuente de suministro energético a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, constituyéndose rápidamente en un ejemplo de la utilización "pacífica" de los grandes avances en los conocimientos de la actividad atómica. Pero, en 1979, la confianza pública sobre la seguridad de esta nueva fuente energética sufrió un duro golpe por el accidente en la central nuclear de Three Mile Island (Estados Unidos); menos de una década después, se registró en Ucrania, en 1986, otro accidente aún más grave, el de Chernobyl.


a respuesta de los gobiernos fue rápida y en muchas naciones europeas y también en Estados Unidos se establecieron normas de seguridad más estrictas o directamente se decretaron moratorias nucleares (Italia y Suecia). Esos accidentes fueron quedando atrás y, desde hace más de una década, el mundo vive una era de pujante "renacimiento nuclear", estimulada por los mayores precios de los hidrocarburos y por la creciente lejanía de Chernobyl en la memoria colectiva. Lideraron este renacimiento Estados Unidos, Francia y Japón: la mitad de los 450 reactores nucleares hoy existentes en el mundo están en alguno de estos tres países. Este renacimiento nuclear significó no sólo más centrales, sino también avances tecnológicos y mejores normas para minimizar los riesgos de accidentes. Más del 70% de la energía eléctrica en Francia es de origen nuclear; en Japón, casi la tercera parte; y en Estados Unidos, el 20%. Se trata de cifras altas en estos países si se tiene en cuenta que la electricidad generada por vía nuclear representa apenas el 15% del total mundial. Antes del reciente accidente de la planta Fukushima existían iniciativas para construir 60 plantas nuevas, 40 de ellas en Asia y diez en Rusia. China tenía una meta ambiciosa, ya que añadirían 27 plantas nuevas a las 13 allí existentes. En América latina, el desarrollo nuclear es aún modesto: tres plantas en Brasil, tres en México y dos en la Argentina (en los próximos meses se habilitará una tercera, denominada Atucha 2). Si bien la Argentina tiene una larga tradición nuclear de más de medio siglo, la generación nucleoeléctrica es reducida: 7% del total de energía eléctrica, mientras la hidroelectricidad satisface casi el 40% del consumo total, y los combustibles fósiles, más de la mitad. La evaluación final del reciente accidente en la central Fukushima no ha concluido aún, pero es previsible anticipar que, por el peso de la opinión pública, se establezcan normas más rigurosas y se reduzca, por lo menos en el futuro inmediato, el actual ritmo de expansión de la energía nuclear. No todos los países afrontarán este nuevo escenario de la misma manera. Rusia podrá recurrir a su abundante gas, Estados Unidos tiene carbón y ahora también mucho más gas; China posee grandes reservas de carbón. Pero grandes consumidores como Europa y Japón no poseen recursos fósiles, y es razonable pensar que en el futuro crecerán sus costos por importar energía. Lo mismo ocurrirá en nuestro país, donde por vez primera en toda su historia cae sin pausa, mes tras mes, la producción de hidrocarburos, debido a que la exploración cayó hoy a la tercera parte de su nivel histórico. Los mayores precios previsibles para las energías de origen fósil tenderán así a estimular, vía mayor competitividad relativa, diversas formas de energía renovable, pero no parece que el balance neto vaya a ser el necesario para controlar eficazmente la grave amenaza del cambio climático. La importante cuestión por definir es si el previsible aunque temporario retroceso nuclear -que, recordemos, es una energía limpia en términos de emisiones de dióxido de carbono (CO2)- será cubierto por otras energías limpias o por más consumo de carbón, petróleo y gas, que son fósiles contaminantes. Mientras las energías fósiles sigan como hasta ahora, sin incorporar como costo financiero adicional la contaminación que generan, será difícil que sean desplazadas por las energías limpias, que en general tienen costos financieros mayores, pero no contaminan. Es oportuno recordar que el gobierno nacional está construyendo, en Río Turbio, una costosa central eléctrica altamente contaminante con una inversión que es el doble de la normal en centrales similares. Como señala Greenpeace, "se podría obtener el doble de la energía eléctrica mediante molinos eólicos con la misma inversión que requiere la usina de Río Turbio". El Departamento de Energía de Estados Unidos estimó recientemente que si seguimos como hasta ahora, sin compromisos mundiales y efectivos de reducción de la contaminación global, las actuales emisiones anuales de CO2, de alrededor de 30.000 millones de toneladas, treparán a 43.000 millones hacia el año 2035. Estas emisiones anuales, lamentablemente, serían muy superiores al nivel máximo de emisiones coincidente con un incremento de la temperatura global que no supere los 2 grados centígrados. Por su parte, la Agencia Internacional de Energía informa que para preservar el planeta de los riesgos climáticos asociados con estas emisiones, éstas no deberían superar anualmente los 22.000 millones de toneladas. En este escenario, límite crítico a la concentración de gases en la atmósfera, y diseñado previamente a este grave accidente en la central de Fukushima, la energía nuclear jugaba un importante papel, ya que, según las estimaciones, se esperaba que duplicara hacia 2035 su importancia relativa en el consumo de energía mundial, junto con un crecimiento de las renovables y una caída de las fósiles. Todas estas estimaciones deberán ahora probablemente ser revisadas, pero esperemos que la previsible pausa nuclear no signifique agravar el cambio climático. Lo más sensato sería sustituir la merma previsible en la energía nuclear no sólo con energías limpias, sino, principalmente, con una mayor conservación y eficiencia en el consumo de todas las formas de energía; aquí hay aún mucho por hacer.
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