domingo, 29 de agosto de 2010

Jorge Lanata y Papel Prensa


Los que siguen son los enlaces de dos videos con la opinión de Jorge Lanata sobre Papel Prensa y el gobierno de los Kirchner.

Uno, de su propio programa de TV en Canal 26.

El siguiente, es una parte de la entrevista que le hizo Ernesto Tenembaum en su programa de TN, Palabras más, palabras menos.



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El peligro del progresismo. Por Abel Posse


(Publicado en Diario Perfil. Sábado 28/08/2010)

El filósofo Alain Finkielkraut, en diálogo con su colega Peter Sloterdijk, considera el concepto o la teoría del katechon (o katejón) como una de las figuras más extrañas del pensamiento. Esta palabra griega, usada ya por San Pablo, se refería a la fuerza que retarda el fin de los tiempos. Es un espíritu más bien débil, de reacción contra lo que nos precipita hacia el fin. Podría ser entendido, según Finkielkraut, hasta como una ética de preservación, lo que empieza a estar desplazado por un entusiasta, y a veces ciego, progresismo.


Esta teoría o movimiento callado del espíritu recorre la Historia con altibajos. Curiosamente, San Pablo, que llegaría al martirio por Cristo, le escribe a su grey de Tesalonia: “Hermanos, estad firmes! Que no se engañe nadie, Cristo no vendrá sin que impere antes la apostasía, la inquietud manifestada a través del hombre de la perdición!” Algunos dicen que estos breves párrafos de Pablo equivalen a otro Apocalipsis. San Pablo no duda de que la idiotez de lo inicuo ganará el primer round de la batalla. (¿Por qué el Reino de Salvación necesitará esa derrota o esa previa supuración?).
Marx algo supo de la reacción aparentemente inútil cuando reconoció que rescatar lo bueno del pasado era también revolucionario. Esto incluiría como tarea principal del político diferir el precipitado fin de las cosas y aceptar prudentemente un progreso que bien podría ser destructivo. La palabra progreso tiene todos los prestigios: progreso nuclear, progreso social, tecnológico, dominio de la naturaleza, liberación de la mujer. En la sombra quedan otras palabras: Hiroshima, cambio climático, destrucción del equilibrio ecológico, estupidización subcultural masiva, envejecimiento poblacional. El lenguaje político empieza a imponer “lo correcto” para sentirse cómodo, como una simpática dictadura que nos amordazase con vendas de seda. La nueva dictadura se prefiere permisiva.
Pero en toda la cultura de Occidente se descubre una nostalgia del pasado (no lejano, a veces, de los cercanos pero idos años de la infancia). Hay casi una nostalgia transclasista para no despedirse hacia un futuro que se teme, sobre todo espiritualmente. Pregunta el filósofo francés a Sloterdijk: “¿Qué hacer ahora ante el crecimiento sin fin de nuestro poder de hacer?” ¿Cómo frenarnos, cómo reencontrar la naturaleza, la austeridad? Tendríamos que haber salido del laberinto con el hilo de Ariadna, pero no.
Esta nostalgia que flota por el arte, el cine, el culto de Elvis Presley o de los autos de los 50, no es tontería; conlleva el inexpresado katejón de rescatar lo ya vivido y bueno (esencia de la palabra tradición) y exponerlo en medio del tsunami progresista indiscriminado, donde lo viejo que se repudia, se confunde con valores no sustituidos.
Para algunos, nuestros hijos entran en un mundo que tememos, donde los caminos están envueltos en la niebla. Muchos cantan y aceptan el progresismo como aquél amigo un poco fascista al que Borges comunica la noticia de la caída de París en 1940, y que hace un gesto de triunfo que no puede anular la expresión del íntimo miedo.
El progresismo se presenta como lo juvenil. Tiene buena prensa y buena paga. Peter Sloterdijk expresa que llegamos a un punto oculto en la política de hoy, en el que la lucha de clases fue sustituida por la guerra de los adultos y los jóvenes. Sostiene que el progresismo juvenil, modal, medíático, debe ser remplazado por el progresismo adulto (que no quiere decir viejo o anciano).
El movimiento verde internacional que los jóvenes apoyan podría ser el instrumento de conciliación, el nuevo katejón que pueda fundar los pasos hacia un equilibrio existencial y de la existencia humana con la Tierra y el cosmos. Hay que repensar nuestra vida en el mundo, aunque tal vez ya estemos muy cerca de la catástrofe.
El genial San Augustín dedujo que después de los crímenes masivos y del saqueo de Roma, el katejón, la resistencia a la iniquidad y la no-vida, estaba en el Imperio romano, ya cristianizado desde Constantino. Hoy el Imperio es la iniquidad mercantilizada de lo que fue un extraordinario orden, hoy en aparente derrota.
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sábado, 14 de agosto de 2010

Una economía fantasiosa. Por Juan LLach


(Publicado en La Nación. Miércoles 11 de agosto de 2010)

Parecería que nada más debería pedirle la política a la economía. El PBI crecerá 7,5%, el clima llevó la cosecha de granos cerca del máximo histórico, muchas industrias producen como nunca, el consumo vuela, proliferan los nuevos propietarios de autos, electrodomésticos y computadoras, y la recaudación bate récords y baja el riesgo país.


Inciden en este buen desempeño decisiones del Gobierno como el canje de la deuda y la asignación por hijo, la mejor política social en mucho tiempo, inexplicablemente lejos de ser universal. Otros datos son menos rutilantes. El desempleo baja, pero el empleo aumenta todavía lentamente. Las exportaciones crecen sólo la mitad que las importaciones, y el superávit fiscal se ha transformado en déficit. Aunque las autoridades lo soslayen, esta bonanza debe mucho al retorno del mismo viento de cola que empujó la economía desde 2002 hasta la crisis de 2008, con una fuerza no vista desde la década del 20, en el siglo pasado, por el vigoroso crecimiento de los países emergentes, que atravesaron airosamente la crisis y aumentan su demanda de alimentos y otros bienes básicos producidos por todas las provincias argentinas.
La más sonora nota discordante la da la inflación, que llegará este año a 25%, la segunda entre las más altas del mundo luego de Venezuela. El Gobierno sigue desechando la opción más lógica de hacer un programa de estabilización porque se niega a admitir las falsedades del Indec, aunque tal vez intentará en 2011 algún programa cosmético de cara a las elecciones. Otra alternativa era seguir como hasta ahora, usando al tipo de cambio como ancla, cumpliendo el programa monetario y desacelerando un poco el gasto fiscal. Ambas permitirían reducir gradualmente la inflación, consiguiendo idénticos resultados en los ingresos y gastos reales con menores aumentos nominales. En cambio, con las decisiones recientes de aumentar las jubilaciones, la asignación por hijo y el salario mínimo sin programa estabilizador se insinúa una peligrosa indexación de la economía. Es indudable la justicia y la legalidad de estos aumentos. Pero uno de los dramas de la inflación es, precisamente, la necesidad de aumentarla para hacer una justicia que ella misma se encargará de hacer efímera, como ocurre ahora mismo con las jubilaciones.
La inflación se nota y aparece día tras día. Hay muchos otros problemas, en cambio, que permanecen ocultos, pero que también amenazan seriamente la sostenibilidad del crecimiento argentino. Ellos son la contracara fantasiosa, la opuesta a las maravillas de esta economía fantástica. Comenzando por la producción, la demanda mundial, pero también las políticas agropecuarias están llevando a una sojización que degrada los suelos. Nos consumimos diez millones de cabezas de ganado en pocos años, y su naciente reposición será lenta y muy costosa. En esta década, se han reducido sustancialmente las reservas de petróleo de 488 a 380 millones de metros cúbicos, y las de gas de 777 a 350 millones. Pese a indudables logros, también la industria manufacturera, nave insignia del modelo, muestra escasísimas nuevas plantas grandes, aunque sí mucho mantenimiento y ampliaciones, junto al bienvenido crecimiento de muchas pymes. Ha habido algunas inversiones de porte en la industria automotriz, clave del crecimiento manufacturero de esta década, pero ello no ha impedido seguir aumentando su déficit comercial, que superará este año los 5000 millones de dólares. Las exportaciones en volumen físico han crecido desde 2001 un 4,5% anual, menos que el 7,5% de la década anterior y, aunque sorprenda, las exportaciones de manufacturas industriales crecieron 8,9% anual, también menos que el 9,5% de la anterior.
Todos estos son sólo algunos de los indicios que muestran que, pese a los discursos, poco se ha progresado en esta década para lograr una estructura productiva diversificada y centrada en el valor agregado y el conocimiento. No es sorprendente, porque el país carece todavía de una genuina estrategia de desarrollo -carencia que viene de muy lejos- pese a las erráticas cataratas de anuncios ceremoniales muchas veces incumplidos.
Parejas carencias estratégicas se observan en materia de infraestructura. Se cifraron con el siglo demasiadas esperanzas en el tipo de cambio alto, elemento importante pero insuficiente, casi sin atender la construcción de competitividad basada en instituciones y en inversiones de calidad. Se ha abandonado el discurso del tipo de cambio alto, el superávit externo está en retroceso y el primer trimestre de este año la cuenta corriente externa ha mostrado déficit por primera vez desde 2001. El sistema financiero y el mercado de capitales ya eran pequeños, pero se han achicado aún más y no hay instrumentos para ahorrar o tomar créditos a mediano o largo plazo. La inversión de los particulares argentinos en el exterior, llamada fuga de capitales, aumentó en esta década de 81.900 a 134.200 millones de dólares y la proyección inversora de las empresas argentinas ha sido exigua, aumentando sólo de 13.300 a 20.600 millones. Los números de la inversión extranjera en el país no son mejores y Perú está a punto de desplazarnos al sexto lugar en América latina. La inversión total recuperará este año lo perdido en 2009, pero su nivel es claramente insuficiente para sostener el actual ritmo de crecimiento, basado como está, en buena medida, en el consumo de capital, en la alta inflación y en distorsiones de precios como los de la energía y el tipo de cambio.
En materia fiscal, encontramos una virtual destrucción de la carrera de la función pública que había empezado a construirse; la reaparición del déficit y muchas ineficiencias en la prestación estatal de servicios públicos; una clara caída de la moral tributaria media a partir de la suspensión de las penas a quienes se acogieron a la moratoria. Diversas reformas previsionales han cargado con gravosas deudas a las generaciones futuras y la estatización de las AFJP se presentó engañosamente como una opción entre sector público y privado, cuando el verdadero dilema era entre un sistema de reparto, por el que se optó, o un más previsor sistema de capitalización, que bien podría haber sido estatal. El nivel del gasto público como proporción del PIB se encuentra en un valor récord cercano al 44%, y para financiarlo se recurre al impuesto inflacionario y al desplazamiento del crédito al sector privado. Hay, sí, un dato claramente positivo y es la reducción del peso de la deuda pública, que hacia fin de año se ubicará alrededor de un 43% del PIB y en valores aun menores si no se considera a los acreedores del propio sector público.
Ocurre pues que, como tantas otras veces en el pasado, el crecimiento del país no es sostenible y se basa en hipotecar parte importante del bienestar de las generaciones futuras. No obstante, la Argentina cumplirá en 2010 nueve años sin un derrumbe macroeconómico, acercándose al récord de 1963 a 1974, y esto es muy bueno para el país, para la democracia y para los más pobres, siempre los que más sufren esas catástrofes. El marco mundial favorable centrado en los países emergentes puede durar aún un par de décadas, por lo que habrá nuevas oportunidades de lograr un desarrollo integral y sostenible sin pasar necesariamente por un nuevo trauma.
Por ello es difícil que la campaña electoral de 2011 esté centrada en el problema económico, salvo en el caso de la inflación, que sí será protagonista. En parte será así porque las generaciones futuras no votan o no tienen información completa sobre los costos que les acarrearán las actuales políticas. Por ejemplo, los más jóvenes no han vivido los dramas nacionales con la inflación. Ante un Gobierno que esgrimirá sólo la cara complaciente de esta economía fantástica, la oposición se las deberá ingeniar para mostrar que es posible un futuro verdaderamente mejor en lo económico, pero también en lo político y en lo social.

El autor es economista y sociólogo. Fue ministro de Educación de la Nación
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¿Chávez abandona las FARC? Por Andrés Cisneros


En la superficie, la última rencilla entre Uribe y Chávez puede parecer una pelea marital: Uribe encontró a su vecino en falta y se lo enrostró documentadamente, 1.500 insurgentes acampando en la frontera. Respuesta del cónyuge sorprendido: cambiar el eje de la discusión, amenazando con una ruptura total. Resultado: hace diez días que todos los medios se ocupan de la pelea posterior y casi ninguno del origen del problema.
Ahora, lo más probable, Chávez bajará los decibeles, los cancilleres desinflarán el conflicto y ni la OEA ni la Unasur llevarán adelante una investigación efectiva sobre la denuncia original. Una película que ya vimos muchas veces.


Aparentemente, gol de Chávez. Sin embargo, hay un elemento poco destacado que ocurrió sin mayores repercusiones: todo parece indicar que Chávez les está soltando la mano a las FARC.
Ayer nomás, en enero del 2008, el mismísimo presidente de Venezuela había propuesto al cuerpo diplomático extranjero que se aceptase a las FARC –insurgentes armados en un país que no es el de Chávez– como beligerantes legítimos, estatus jurídico que los habría elevado al reconocimiento internacional. Y hace muy poco tiempo, en la Venezuela oficial se rindieron honores póstumos a Raúl Reyes y Marulanda, respecto del cual el propio Chávez pronunció numerosos encomios personales, además de inaugurarse una estatua del jefe terrorista situada en una plaza pública.
Pero ahora, apenas diez días después de la denuncia de Uribe, Chávez sorprende a todos reclamando que las FARC abandonen la lucha armada y liberen a los rehenes. Esos mismos rehenes a los que públicamente calificó de "prisioneros de guerra, capturados en combate", mujeres y niños incluidos debe suponerse. Textuales de Chávez en toda la prensa del 9 de agosto: "La guerrilla colombiana no tiene futuro por la vía de las armas"; "Para nosotros, la guerrilla también es un problema. Yo ni he aprobado ni apruebo presencia alguna de fuerzas guerrilleras"; "La realidad de América Latina no es la misma de hace 40, 30 ó 10 años (...). Estoy seguro de que toda la Unasur estará de acuerdo".
Que Chávez pegue una voltereta y se desdiga una vez más no puede sorprender a nadie. Lo que interesa es verificar que –a excepción de los hermanos Castro– el único jefe de Estado del continente que todavía reivindicaba a las FARC y la lucha armada acaba de dar marcha atrás y declinar ese mensaje, seguramente no por su propio gusto sino como resultado de la creciente derrota de cierta manera de pensar los problemas de América Latina.
Este retroceso de Chávez no debiera ser solitario: por diversas causas, aún quedan muchos latinoamericanos que todavía acarician el ensueño setentista del socialismo a la cubana, o a la Marulanda, un proceso que prendió en pocas partes y no tuvo éxito en ninguna.
De hecho, toda nuestra América del Sur se encuentra dividida entre dos concepciones antagónicas. La de aquellos países en que el sistema institucional histórico persiste con éxito –Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Paraguay y Argentina– y el eje bolivariano de Chávez, Morales, Correa y Daniel Ortega, que proponen una vía distinta al capitalismo y la democracia liberal.
Como detrás de una cortina de humo, Chávez ha utilizado su histrionismo y amenazó con una guerra imposible para ocultar que, mientras tanto, abandona a sus otrora elogiados terroristas de las FARC, por tanto tiempo tratados como si se tratara de modernos émulos de Robin Hood.
Ese velo se está descorriendo y ya resulta difícil ignorar lo evidente. Tanto que tal vez, algún día, hasta nuestras autoridades procedan en consecuencia y condenen públicamente a quienes son responsables de la introducción de la mayoría del narcotráfico que envenena hoy a nuestros jóvenes. Mientras tanto, desde marzo del 2006 hay un ciudadano argentino, Jorge Guillanders Miller, secuestrado por las FARC y nunca lo supimos porque no se ha movido un dedo para recuperarlo. En 2008 circuló información no confirmada de que Guillanders falleció poco después de su secuestro.
(*) El autor fue vicecanciller de Guido Di Tella


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La conquista de las capas medias. Por Beatriz Sarlo


Sonó el teléfono a las siete de la tarde; se presentó con nombre y apellido; dijo que yo no lo conocía, pero que había tenido el impulso de llamarme: "Soy lector de LA NACION y de Perfil . Hasta ahora, fui opositor al Gobierno y creía que iba a seguir siéndolo. Pero te llamo justamente por eso." Hablaba bien, una sintaxis cuidada, de frases completas. "La noche que se aprobó en el Senado la ley de matrimonio gay estuve allí hasta el final. Al día siguiente, en mi trabajo, dije que yo también era homosexual. Mientras se trató la ley, no sabía que la aprobación iba a hacerme tan feliz, que era algo así como el fin de muchos años en los cuales yo nunca había sido del todo yo, ni siquiera con mi familia." Repitió: "No pensé que una ley me cambiaría de ese modo, de la noche a la mañana. Después vi a los dirigentes de la Federación [de Lesbianas, Gay, Bisexuales y Trans] en la Casa de Gobierno y no volví a sentirme opositor como antes. Me pareció que tenía que decírtelo, porque yo me identificaba con lo que leía y no tenía dudas. No soy un militante. ¿Vos qué pensás?".


Pregunta difícil de responder. Me acordé de algo que había visto dos días antes: la foto de una mujer pobre en Pernambuco, que decía sobre las próximas elecciones brasileñas: "No conozco a Dilma, pero está por Lula y va a tener mi voto". Me acordé de viejos y torpes argumentos que descalificaban las políticas sociales del primer gobierno de Perón con la acusación de que así se conseguían los votos. Entonces, le dije al que me llamaba por teléfono que lo entendía completamente, porque él le adjudicaba al Gobierno una ley que le había cambiado de tal modo la vida. "¿Me entendés?"
Lo entiendo, en efecto. Como entendería a los viejos que se jubilaron sin aportes porque su vida laboral había transcurrido en negro, o a las familias que reciben el ingreso universal por hijo, cuya idea original no pertenece al kirchnerismo. Recordamos juntos que la ley de matrimonio gay no fue un proyecto de los Kirchner, sino de la diputada Vilma Ibarra, al que los Kirchner no habían prestado atención hasta que alguien, allá arriba donde se decide qué se trata y qué no se trata en el Congreso, consideró que había llegado el momento de juntar votos para el año que viene. No está prohibido hacerlo. Podrá decirse que es una prueba de oportunismo, pero será difícil demostrar a quienes la ley les cambió la vida que hay que rechazar los oportunismos de manera invariable.
Por otra parte, cuando llega una ley o un subsidio, sólo aquellos que tienen una relación distante con el bien que otros van a recibir se colocan en una perspectiva desinteresada para examinar si habría sido posible hacerlo antes o hacerlo mejor. Quienes acceden al derecho o al subsidio sienten que, por fin, ha llegado. Tampoco piensan si el derecho adquirido forma parte de un programa político explicitado antes, como fue el caso del Partido Socialista Obrero Español, que prometió la ley de matrimonio gay durante la campaña electoral y cumplió no bien fue gobierno. Se celebran las extensiones de derechos o los bienes cuando llegan, sin examinar la coherencia con programas anteriores o futuros.
Durante los cuatro días de festejo del Bicentenario, estuve todo el tiempo en la calle. Yo también quedé impresionada, no porque se tratara de una celebración atribuida al Gobierno, ya que eso no sucedía siquiera en todos los palcos donde aparecía la Presidenta, sino por la relativa abundancia económica de una multitud alegre y distendida que ocupó los restaurantes, pizzerías y cafés del centro hasta la madrugada. Eran los sectores medios altos y bajos los que estaban allí. El treinta por ciento de pobres ni siquiera se presentó el día en que el transporte fue gratis. Pero esas capas medias son, en la Argentina, muy visibles. Llenan el centro de la ciudad, desbordan, se las escucha.
Los Kirchner han entendido la lección de 2008 y del conglomerado que rodeó el Monumento de los Españoles y el de la Bandera en Rosario. Al parecer no quieren cometer un mismo error dos veces. A través de créditos y subsidios al consumo, están dispuestos a ganar un voto que a veces le ha sido esquivo al peronismo, pero que puede elegirlo porque ya lo votó a Menem cuando la convertibilidad fue el invento venenoso que llevó a la crisis. Se habló, entonces, del "voto licuadora" o del "voto cuota". No me parece una fórmula feliz porque implica una descalificación de las razones por las que los ciudadanos apoyan o se oponen a un gobierno. No me parece feliz que el voto contrario a los Kirchner en las zonas rurales reciba el estigma de su traducción económica con el nombre de "voto soja" o "voto retenciones".
Sólo en algunos momentos (o en algunos pequeños partidos), los ciudadanos hacen opciones francamente ideológicas, por principios independientes de sus intereses más inmediatos. Si los Kirchner son los únicos que plantean diferencias claras, económicas y culturales, serán ellos quienes definan el tenor y el estilo de la batalla electoral. Porque tienen la iniciativa, al estar en el gobierno; porque se apuran a dar lo que no dieron en siete años (como los derechos y bienes mencionados antes); porque manejan el presupuesto a su arbitrio, y acogotan a quien se les enfrente. Es difícil que una mayoría de ciudadanos decida su voto por "un nuevo Consejo de la Magistratura" o un "nuevo Indec", y, ni siquiera con toda la repugnancia que causa la corrupción, que defina su voto sólo en términos de "manos limpias", sobre todo, porque nadie está en condiciones de prometer y cumplir con un "manos limpias" como el que arrasó en los años 90 con centenares de políticos italianos, liquidó partidos históricos e hizo surgir otros. Algún cínico dirá: y todo para terminar en Berlusconi, potencial objeto de un nuevo "manos limpias".
Con astucia y sin programa coherente, los Kirchner han girado ahora hacia las capas medias. No se puede subestimar el peso de las victorias culturales en esos sectores. Estamos acostumbrados a la preeminencia del Poder Ejecutivo, y eso quiere decir que los votos de la oposición que hicieron posible la aprobación de la ley de matrimonio gay no van a volcar sobre los opositores un reconocimiento inevitable. La voluntad política fue monopolizada por el Gobierno que, por otra parte, apestilló a varios senadores para que se enfermaran, se ausentaran o votaran en contra de sus convicciones. Eso también es una forma de la voluntad política, cuando el Ejecutivo se pone por encima de la ley para lograr una ley.
Todo esto es demasiado difícil de explicar. En cambio, lo que no necesita explicación es que el consumo ha subido. Es cierto que la inflación devora los ingresos de los que están abajo, pero ellos se oyen hoy mucho menos que los que usan sus tarjetas con descuentos. También el gobierno de Menem enfrentó acusaciones de corrupción y eso no evitó sus victorias electorales mientras duró la bonanza. Los compradores y los turistas en Miami no pensaban en las industrias nacionales ni en los obreros despedidos por dueños que se reconvertían como importadores. Unicamente la política puede crear ese inmaterial lazo de solidaridad.
Las capas medias son influyentes en términos de atmósfera. Sus activistas son móviles y modernos, escriben en la Web, se movilizan por una reivindicación sin necesitar al Estado como sostén de una campaña, pueden pagar sus folletos, son diestros con la prensa. Si a un sector no le importa lo que le parecía fundamental hace dos años, más que lamentarse por el cambio, habría que preguntarse por las razones. La respuesta no es que hace falta una oposición unida para ganar. A los Kirchner no hay que ganarles de cualquier modo, en un rejunte sin principios, sino mejor y para adelante, con ideas que lleguen a la roca dura de la pobreza y también arraiguen en el mundo más volátil de los grupos sociales y culturales. La falta de principios y el rejunte de lo nuevo y lo viejo, de lo progresista y lo inadmisible ya fue una característica del kirchnerismo con la que sería bueno terminar.

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La guerra de las elites. Por Eduardo Fidanza

(Publicado en La Nación. Jueves 12 de agosto de 2010)
La incesante disputa entre sectores configura nuestra actualidad. No son el hombre y la mujer comunes los que están involucrados en ella; no vemos desmanes en la calle ni peleas entre ciudadanos. El delito agrede a la gente, pero la gente no se agrede entre sí. Son los más altos dirigentes, en distintas esferas, los que se enfrentan, sometiendo y condicionando al resto de la sociedad.


La guerra perpetua de las elites es una marca de nuestra historia, aunque no necesariamente un signo de decadencia. Los métodos se fueron civilizando. Si consideramos la violencia del siglo XIX durante las luchas que siguieron a la Independencia y, después, en el siglo pasado, el enfrentamiento entre civiles y militares, y al cabo el terrorismo de Estado, concluiremos en que la contienda actual excluye la violencia, lo que es un logro y una paradoja.
La paradoja consiste en que, habiendo alcanzado el respeto de la integridad física del otro, las elites desechen el reconocimiento de sus intereses y puntos de vista. Esa actitud no es un defecto exclusivo del gobierno de los Kirchner, como algunos simplifican, aunque sea éste el principal promotor de la intolerancia. El conflicto sobre la propiedad y función de los medios, la dialéctica del oficialismo y la oposición, el nuevo round entre la Sociedad Rural y el Gobierno, expresan, en distintos planos, la amplitud del fenómeno.
La controversia de las elites tampoco es un mero ejercicio retórico. El cruce de chicanas que deleita a los medios constituye apenas la apariencia. Su naturaleza es otra: se trata de una batalla por el poder económico y simbólico en la que se usan distintos métodos y mañas que, la mayor parte de las veces, permanecen disimulados.
Si bien no es novedoso lo que nos ocurre, acaso sí lo es el modo en que ocurre. La ciencia social enseña que la acción humana es impulsada por intereses materiales e ideales en una sociedad estratificada en clases económicas y estamentos. Bajo tales condiciones se construye el sistema de poder. En el curso de esa construcción se suscitan los conflictos. Ellos adquieren a veces la forma de una contienda hegemónica, cuyo objetivo es el dominio político, económico y cultural de una fracción sobre el resto; en otras ocasiones, es un debate democrático en torno al reparto relativamente equitativo del poder y la influencia.
Según aprendimos y constatamos, el combate que libran las elites argentinas es por la hegemonía. Y su persistencia no se origina en un capricho neurótico, sino que expresa una fuerte concentración de actores y un encadenamiento de empates en la cima del poder, como lo han señalado sociólogos e historiadores.
Esta querella se potencia ahora bajo nuevas circunstancias. Innovaciones tecnológicas y productivas y una ventajosa inserción en el comercio internacional transforman al país. Surgen nuevos actores políticos y económicos. La estructura del poder está mutando.
Este cambio ocurre en una época de anomia global. La fragmentación del poder mundial, el surgimiento exponencial de China y otras naciones, la caída de las certezas de la teoría económica, configuran un nuevo escenario controversial y poco previsible que no se deja atrapar con facilidad por ninguna teoría.
El matrimonio Kirchner alcanzó la cima bajo condiciones económicas excepcionalmente favorables en un mundo anómico. No es un detalle menor. Administra, por primera vez en muchos años, un Estado con fuerte capacidad de acumulación y dispone de un relato impensable hace apenas una década. Gobierna con ventajas inéditas y las potencia con políticas expansivas. Dispone de un amplio margen para la transgresión y la irresponsabilidad.
Debe observarse, sin embargo, que los Kirchner luchan por la hegemonía con herramientas desconcertantes: retórica popular, algunas políticas progresistas, cierto cuidado de las cuentas fiscales, desinterés republicano, transparencia electoral, manejo discrecional de recursos, planes sociales, concentración de las decisiones y astucia. Además, abrevan en la discusión académica mundial posterior al consenso de Washington. Basta leer a Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, y a los premios Nobel Joseph Stiglitz y Paul Krugman, entre otros, para comprobar que el discurso y determinadas decisiones de este gobierno no son excentricidades.
A pesar de eso, los Kirchner carecen de visión. Desaprovechan los aportes para diseñar un país mejor. Antes, quieren retener y aumentar el poder. Apuestan a lograrlo con una economía desbocada y contradictoria, de improbable sustentabilidad: consumo y salarios altos, inflación, empleo, inversión insuficiente, avances sobre la propiedad privada. En paralelo, adulteran estadísticas, rescriben la historia, politizan los derechos humanos, capturan voluntades, descalifican a la oposición, dividen la sociedad. Esa es la lógica que los rige.
Sin embargo, ellos son apenas un síntoma de la cultura hegemónica de las elites argentinas. Muchos empresarios anhelan la dorada época de Menem, cuando imponían las reglas del juego que el Estado renunciaba a fijar. Otros se aferran a subsidios y aranceles para tapar la ineficiencia o se ponen en la cola de los amigos del poder. La vieja guardia sindical protege e incrementa sus cajas y negocios. Los popes de la Iglesia pretenden legislar sobre las costumbres y si fracasan denuncian una conspiración diabólica.
¿Qué papel cumplen los intelectuales en este juego de poder? Antes de contestar, recordemos el rol que Max Weber les asignó luego de examinar la historia de la civilización: ellos son los que sistematizan y tornan inteligibles las visiones del mundo. Proveen legitimaciones a las fuerzas sociales que disputan en torno a lo que se considera la verdad y el bien.
Es significativo el papel de los intelectuales en la confrontación actual de las elites. Al principio, los Kirchner afirmaron que venían a repolitizar la esfera pública. Si eso suponía mejorar la política, es evidente que fracasaron. Debe reconocerse, sin embargo, que en estos años se incrementó el debate político y que en él participan intelectuales notables y múltiples actores a través de la prensa y los medios digitales. El núcleo de la polémica pasa por si el actual gobierno defiende los intereses populares mejor que sus antecesores de las últimas décadas.
Se discute sobre medios y fines. Unos atribuyen a los Kirchner el enfrentamiento con el poder económico y haber rescatado las luchas populares, mientras minimizan la corrupción, el autoritarismo y las alianzas con lo peor de la política. Los otros dudan de esos propósitos y cuestionan las prácticas reñidas con la democracia y el mercado. Guardando las distancias, este debate recuerda al que provocó por años la Revolución Cubana: ¿la justicia social justifica lo abusos o los abusos invalidan la justicia social? En nuestro caso ni siquiera podemos saberlo: la falsificación de las estadísticas rompió el patrón para determinar si se reparte mejor la riqueza.
Pero hay otro factor, sin duda crucial, que atraviesa esta polémica. Es el peronismo, al que John William Cooke definió, punzante, como el hecho maldito del país burgués. El peronismo vuelve a enceguecer y apasionar como hace sesenta años. Se lo ataca y se lo defiende con ahínco e irracionalidad. En los extremos, el antiperonismo lo trata como el principal responsable de la decadencia del país. El peronismo recalcitrante responde que la culpa es de la oligarquía.
En el debate no saldado acerca del significado de la nación argentina, en el desinterés por encontrar "la piedra angular de nuestras verdades contradictorias" (la bella frase es de Saint-Exupéry), se escurren las oportunidades de este país. Estoy convencido de que la mayor parte de los empresarios, sindicalistas, intelectuales, periodistas, religiosos y políticos desecha la guerra perpetua del poder. Pero por ahora los que la llevan adelante corren con ventaja e imponen sus condiciones.
Ante esta realidad, resulta útil recordar una observación del sociólogo francés Pierre Bourdieu, que se interesó por los debates sociales en torno a la verdad, refiriéndose a ellos como una sucesión de cegueras e iluminaciones. La sugerencia de Bourdieu es tomar como objeto de análisis las luchas por el poder, en lugar de caer en ellas, y denunciar "la representación populista del pueblo, que no engaña más que a sus autores, y la representación elitista de las elites, hecha para engañar tanto a los que pertenecen a ellas como a los que están excluidos".
Quizá reflexiones como ésta sirvan para una discusión honesta que considere el punto de vista y los intereses del adversario o del ocasional competidor. Necesitamos un debate democrático, no uno hegemónico. Es preciso eludir la trampa que le tienden a la sociedad los que se creen dueños de su destino.
El autor es sociólogo y director de Poliarquía Consultores
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