domingo, 25 de marzo de 2012

La nacionalidad de Dios. Por Gonzalo Neidal

Con la soja quebrando la barrera de los 500 dólares nada malo puede pasarnos. Eso pensamos.
Tenemos un escudo protector en el que rebotan todas las balas que nos pueda disparar la crisis mundial.
La soja a 500 dólares es como tener a Messi y Maradona en el mismo equipo, haciendo paredes. Al lado de ellos, todos nos parecerán toscos picapedreros.

El abominado yuyo nos provee una coraza que nos cubre de todo. Bah, de casi todo. Nos provee dólares para que la industria importe todo lo que necesite y dinero para que el estado gaste y muestre su sensibilidad social.
Doscientos años después, lo que mejor nos sale es producir alimentos. En dos siglos no hemos aprendido del todo a fabricar, a tener industrias que sean tan buenas como las mejores.
Nuestra industria todavía se siente débil y reclama cuidados especiales para que, el día de mañana, podamos ser finalmente buenos también en eso. Pero ese día no llega nunca. Siempre se corre hacia delante, con promesas que siempre se postergan.
Para ser un gran país hay que tener una gran industria, tal el mandato que nos llega desde el fondo mismo de nuestra historia. No debemos ser “meramente” productores agropecuarios pues eso significa atraso.
¿Por qué? Porque existe una ley económica descubierta por un argentino que nos advierte que cada vez tenemos que entregar más bienes agrarios por cada vez menos productos industriales. Un intercambio desigual, signado por lo que Raúl Prebisch llamó “el deterioro de los términos del intercambio”.
Pero a partir de comienzos de siglo, esta estricta ley económica parece haberse tomado un descanso que ya resulta prolongado: los precios agrarios aumentan más que los industriales. Los bienes que producimos se valorizan día a día. Los alimentos vuelven a ser importantes. Y, además, muchos de los bienes industriales, gracias a los avances tecnológicos, han abaratado su costo. Ahora nuestro negocio es redondo: lo que exportamos vale cada vez más respecto de lo que importamos.
Para colmo, nuestros productores agrarios, tan vilipendiados en el pasado remoto y reciente, han hecho sus deberes: han invertido, han estudiado, se han preparado y se encuentran en la cúspide mundial de la eficiencia productiva de su rubro. Esto ha permitido que el país pueda aprovechar los elevados precios mundiales. Y el beneficio de los valores se multiplica por cantidades crecientes. Una maravilla.
¿Cómo puede ser que con este contexto podamos tener problemas económicos? Hay que ser muy creativo para poder generarlos en condiciones tan benignas y generosas a nuestro favor.
Sin embargo, nos está ocurriendo.
La tasa de pobreza e indigencia son elevadas si tenemos en cuenta que hemos transitado por una década de prosperidad. Hemos consumido gran parte de las reservas de petróleo y gas, sin mayores reposiciones. Hemos apelado a los fondos acumulados por los aportantes al sistema jubilatorio. Y ahora le pedimos al Banco Central que nos ceda más dinero del que las relaciones técnicas consideran sano.
Al fin y al cabo, entonces, tanta abundancia no resulta ser un seguro contra los problemas económicos. Nunca parece alcanzarnos con nada. Al revés: la bendición que significa la prosperidad que nos llega parece inducirnos a una actitud de dispendio y relajación que termina atentando contra nuestras posibilidades de consolidación.
El gobierno concentra su eficacia y sus principales energías en la búsqueda de permanencia en el poder, más allá de cualquier otra consideración. El horizonte de un crecimiento sólido se sacrifica a un presente de una abundancia inconsistente, que consume oportunidades en forma azarosa creando una sensación de prosperidad que no se corresponde con la real potencia de la economía y que resulta insostenible en el largo plazo.
Si tenemos diversos frentes con problemas en la economía, no es porque Dios haya cambiado de nacionalidad. En algún momento tendremos que aceptar que los que gobiernan tienen algo que ver en todo eso.


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