domingo, 25 de marzo de 2012

De monarcas y lacayos. Por Daniel V. González

En forma directa, comencé a seguir los acontecimientos políticos de la Argentina desde el comienzo del gobierno de Onganía. Antes de eso, lo que me quedan en la memoria son algunos fogonazos. Unos pintorescos, otros más o menos dramáticos.

Digo esto para darle un contexto temporal a esta afirmación: nunca he visto tanta prensa oficialista y nunca he visto tanta agresión fundamentalista disparada desde una prensa financiada con fondos públicos.
Existen en todo el país cientos de diarios, radios y canales de TV alineados con el gobierno nacional, y financiados directa o indirectamente por él, que ejercen esa inclinación política como si fuera ése y ningún otro el único punto de vista posible sobre la realidad política actual o nuestro pasado más o menos reciente.
No caeremos en la ingenuidad de reclamar “objetividad” al periodismo. Tal cosa no existe ni puede pretenderse. Pero los medios que son pagados con dineros públicos, los que dependen del presupuesto en forma directa no pertenecen a los gobiernos sino al estado y esto debería obligarlos a adoptar una actitud de equilibrio, respeto e incluso recato en el tratamiento de algunos temas y, muy especialmente, en la referencia que hacen de otros colegas de otros medios periodísticos.
La agresión dirigida contra el más popular de los conductores radiales de Córdoba desde la pantalla de Canal 10 el sábado pasado, sólo puede entenderse en un gobierno que carece del más mínimo pudor y sentido de las proporciones.
Se trataba de un reportaje realizado por Mario Pereyra a Luciano Benjamín Menéndez, hace dos décadas. Los periodistas oficiales le reclamaban al entrevistador que, en ese reportaje televisivo, lo haya tratado con lo que ellos estiman fue excesiva cortesía. Que el cuestionario, según su valoración, haya sido complaciente. Que no haya incomodado al invitado, hoy condenado por la justicia.
Para los periodistas de Canal 10, hace veinte años Pereyra debió ser más agresivo, más incisivo, más duro con su entrevistado. Y por ese motivo, por la amabilidad de Pereyra con el reporteado, no vacilaron en calificar como “cómplice” al entrevistador.
¿Tanto encono puede desencadenar un estilo de reportaje? ¿Tanto furor produce una diferencia de concepto sobre cómo debe encararse una entrevista con un personaje controvertido? Probablemente la cosa fuera más allá: la presunción de que el periodista entrevistador no tuviera en ese momento, ni ahora, un punto de vista coincidente con los periodistas insultadores acerca del discutible tema de los años de plomo, de la década del setenta, del terrorismo de la guerrilla, de la represión.
Pero en ambos casos, se trate de una objeción al estilo periodístico o de una diferencia de pensamiento e interpretación de hechos históricos o políticos, estamos en presencia de diferencias que de ningún modo deberían desatar la andanada de adjetivos que configuran claramente violencia verbal, preámbulo frecuente de la violencia física.
Deberíamos acostumbrarnos a aceptar que un pensamiento distinto del oficial, no transforma al que lo expresa ni en traidor a la patria ni en un personaje abominable. Se trata de algo natural y absolutamente normal en democracia. Salvo que se piense que la única versión posible de los hechos del pasado es la que emerge del poder político actual y que el único modo de hacer reportajes es el que se les ocurre a los periodistas que cobran un sueldo pagado con fondos públicos.
Pero es posible que la objeción de fondo no sea ni una ni otra. Ni la técnico-periodística ni la ideológica. Probablemente el ataque provenga simplemente de la voluntad de disparar contra el locutor y periodista más importante de Córdoba, por el sólo hecho de que ejerce su profesión con  libertad e independencia de criterio.
Como ocurre en estos casos, los ataques son de tan baja calidad, de tanta pobreza conceptual, que sus efectos tienen trayectoria de búmeran.
Tanto énfasis siempre carece de eficacia pues despierta la suspicacia de quien recibe el mensaje.
Ha de ser por eso que los monarcas muestran sus intenciones con tenues gestos. Son los lacayos los que gustan de los tonos subidos.


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