miércoles, 28 de marzo de 2012

El error de subestimar la inflación. Por Gonzalo Neidal

La presidenta del Banco Central, Mercedes Marcó del Pont ha formulado sorprendentes declaraciones en un reportaje publicado ayer por el matutino oficialista Página 12.
Afirmó que “es totalmente falso decir que la emisión genera inflación”.

Lo hizo sin establecer parámetros de ninguna naturaleza. Ni topes, ni porcentajes, ni pautas de ninguna índole. O, si los mencionó, el diario omitió transcribirlas.
Tal como está, la afirmación de la presidenta del Banco Central es inquietante. Sobre todo en un país que ya transita una inflación anual que se encuentra entre las cuatro o cinco más elevadas del planeta.
El reportaje alude también a otros presuntos beneficios que el público obtendrá gracias a esta reforma: por fin las pymes tendrán créditos baratos y a largo plazo, los beneficiarios de créditos personales no deberán abonar tasas tan elevadas como las que pagan actualmente, el BCRA ahora tendrá los instrumentos para evitar abusos en comisiones, intereses, etc. Uno podría preguntarse, al pasar, cómo fue que el gobierno ha podido ejercer el poder durante estos ocho años sin una ley tan decisiva.
En realidad, el debate es otro y Marcó del Pont lo plantea con toda claridad. Argentina tiene una larga historia de debate acerca de la inflación. Y, también, una larga historia de índices de inflación elevados que llegaron al 200% mensual y a 2.000% anual.
Muchos fueron los gobiernos y ministros que intentaron detener la inflación, con distintos planes y diferentes visiones acerca de las causas que generaban un fenómeno tan ominoso y dañino para la economía. El “acuerdo social” y los controles de precios y salarios, fueron la variante preferida por el peronismo de los setenta. El intento terminó en el “rodrigazo”, una brutal actualización de valores producida en julio de 1975, durante el gobierno de Isabel Perón.
El intento del gobierno militar también fracasó. Consistió en la “convergencia” de precios con el tipo de cambio para lo cual el valor de la divisa extranjera se atrasó notablemente a lo largo de todo el programa, terminando en estallido cuando Martínez de Hoz fue reemplazado por Lorenzo Sigaut, a comienzos de 1981. Fue este último el que pronunció la recordada frase “el que apuesta al dólar, pierde”.
El intento más serio durante los años de Raúl Alfonsín fue el Plan Austral, lanzado a mediados de 1985 por el ministro Juan Vital Sourrouille y que logró detener la inflación por algunos meses, hasta que sobrevino el estallido. Este programa congeló precios y salarios, desagió créditos y deudas, pretendió establecer un tipo de cambio estable en 0.80 de austral por cada dólar. También reemplazó la unidad monetaria y le quitó tres ceros. Nuevamente fracasó y, hacia el final del gobierno de Alfonsín, se desencadenó un proceso hiperinflacionario que hizo adelantar la entrega del poder a Carlos Menem.
Fue después de varios intentos y tras casi dos años de gobierno, que pudo controlarse la inflación de un modo heterodoxo: con la convertibilidad, que estableció un tipo de cambio fijo mediante ley de la Nación. Pese a los pronósticos de la oposición y de algunos economistas, que le daban pocas semanas de vida, el sistema logró detener la inflación, con todos los beneficios económicos que eso significa y cuyos frutos pudieron recogerse en forma casi inmediata. El gobierno pudo sostener la baja inflación hasta el final del mandato, aunque a costa de acumular tensiones y problemas que dos años más tarde, estallaron.
El ajuste de 2002 significó un nuevo tipo de cambio y una nueva relación de precios y salarios. Sobrevinieron 4 años de estabilidad y reacomodamientos. Pero luego reapareció la inflación. Excepto para el Indec, claro.
Y reaparece el debate sobre las causas de la inflación.
Y nuevamente se han acumulado tensiones que complican cualquier estrategia. El contexto tiene algunas características inquietantes. En primer lugar, la existencia de una importante inflación, no reconocida por el gobierno, que asciende a 25-35% anual. En segundo lugar, el gobierno ha expandido el gasto público a niveles que ya le resultan insostenibles, razón por la cual está haciendo algunos esfuerzos para reducirlo. Por otro lado, el tipo de cambio se encuentra sumamente retrasado ya que la inflación lo ha horadado a lo largo de los últimos cuatro años, lo que complica las cuentas externas.
Pero el gobierno no está especialmente preocupado por la inflación. Más bien la considera un dato despreciable, que no genera mayores complicaciones al conjunto de la economía. Así lo dijo en su momento el hoy vicepresidente, Amado Boudou, cuando dijo que la inflación preocupaba únicamente a la clase media alta.
Conforme a la visión oficial, la inflación obedece a remotas e indiscernibles razones estructurales (imposibles de remover en el corto plazo) y a la avidez de los empresarios formadores de precios. El aumento de salarios siempre fue descartado como causa eficiente de la inflación. Sin embargo ahora el gobierno se esfuerza para que las negociaciones no superen el 20%.
Pues bien, ahora aparece la presidenta del BCRA para decirnos que la emisión no genera inflación. Se trata de una afirmación poco tranquilizadora, porque supone una clara voluntad emisionista por encima de toda norma técnica.
Porque, se sabe, hablar de restricciones técnicas es claramente adscribir al diabólico neoliberalismo.
¿Podrá la pura voluntad contra algunas leyes económicas elementales?


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