domingo, 25 de marzo de 2012

Como en el lejano oeste. Por Gonzalo Neidal

Un grotesco episodio tuvo lugar antenoche, en la emisión televisiva en directo de un programa periodístico conducido por Marcelo Longobardi. Cuando el conductor conversaba con Alberto Fernández, ahora fuerte crítico del gobierno, el programa fue sacado del aire en forma abrupta, sin anuncio previo, sin problemas técnicos, sin explicación posterior inmediata.

Nada: directamente alguien apretó un botón y la crítica al gobierno cesó y comenzó otro programa. Punto.
Según todos los indicios concordantes y verosímiles, habría sido el Ministro Julio De Vido quien, indignado por la crítica de Alberto Fernández, habló con un directivo del canal y lo intimó a sacar del aire semejante programa, algo que él hizo sin chistar.
Pocos hechos podrían ser más sintomáticos que éste en relación sobre el concepto que sobre la prensa tiene el gobierno nacional.
El día anterior, en uno de sus cotidianos discursos, la presidenta había criticado a dos periodistas, porque éstos habían osado cuestionar a funcionarios del gobierno. A uno lo había acusado de nazi y al otro de antisemita.
El gobierno está pendiente de los dichos de la prensa. Esto es evidente. Los ideólogos que rodean al poder ejecutivo sostienen que esto es parte de la “batalla cultural”. Inspirados en Gramsci, otorgan mucha importancia a la instalación de ideas, al debate, a la propaganda política, a la publicidad, a la difusión. Piensan que se trata de algo decisivo y fundamental. Probablemente por eso vivan pendientes de lo que dicen los diarios e insistan tanto e inviertan tanto tiempo en refutar y ridiculizar a los pensadores y periodistas que tienen puntos de vista diferentes a los del gobierno.
Está claro que, si el gobierno pudiera, borraría de un plumazo a todos los diarios que expresan puntos de vista diferentes a los suyos. Si no lo hace, es porque no puede hacerlo. Los soportan porque sería escandaloso hacer algo distinto. Pero cada vez que puede, da un zarpazo para debilitar a la prensa que expresa ideas distintas a las suyas. Así de simple.
Si en la Argentina existe algún monopolio de prensa, es el que ha construido el propio gobierno sobre la base de los dineros públicos, fundado en la pauta publicitaria que se paga con recursos de los contribuyentes. Hace poco, la Corte Suprema emitió un fallo que obliga al gobierno a un reparto equitativo de esta publicidad, en beneficio del grupo Perfil, que le había iniciado juicio por haber sido postergado. Pues bien: el gobierno no acata el fallo y continúa distribuyendo los recursos del estado en beneficio de los medios adictos.
Este gobierno ha generalizado un sistema: los proveedores que gozan de los favores públicos, que ganan licitaciones reiteradamente, están obligados a sostener a diversos medios, habitualmente a pérdida. Deben tomarlos en sus manos, gerenciarlos, pero sobre todo poner la plata para los sueldos y los insumos. Del resto, se encargan los periodistas K.
El episodio que comentamos ocurrió en C5N, del grupo Hadad, muy afín al gobierno. Al repercutir en la mañana de ayer en todos los medios, el propio Hadad tuvo que salir a explicar el bochorno. Alegó razones de horarios (falsas a todas luces), excesivo celo profesional, y otras mentiras de ocasión. Muchos disculpan su actitud de complacencia y genuflexión ante el llamado de un funcionario en razón de la excesiva dependencia que su empresa tiene en relación con los dineros públicos. Se considera legítimo que un empresario periodístico, en defensa de su empresa y de los empleos que de ella dependen, sea flexible ante su principal benefactor económico, pues cualquier otra reacción hubiera sido costosa para el emprendimiento y sus empleados.
Este razonamiento lógico y razonable es el que nos lleva inexorablemente a ser lacayos del poder, del color que fuere.
Pero la chabacanería y el desenfado del gobierno para perpetrar y tolerar semejante acto de bandolerismo constituye algo peor que un crimen: es un error de cálculo. Va a ser muy difícil domesticar el sentido de libertad de prensa que está afincado en los argentinos y que, además, se ha acrecentado con las nuevas tecnologías.
El gobierno, que tiene más de la mitad de los votos, debería estar dispuesto a aceptar que la otra mitad del país, que no comparte exactamente el discurso oficial, los periodistas que no están dispuestos a repetir lo que les viene desde la Casa Rosada y aún los empresarios periodísticos que tienen otra visión sobre el país, puedan ejercer sus respectivos derechos con dignidad y sin los atropellos vandálicos de nadie. Que el público decida qué canal ver, qué radio escuchar y qué periódicos leer.
Así funciona esto.
O, al menos, así debería funcionar.


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