lunes, 19 de diciembre de 2011

Un hombre llamado Cavallo. Por Daniel V. González

La caída de Fernando de la Rúa, hace diez años, ha quedado asociada irremediable y justicieramente a la figura de Domingo Cavallo.
Cuando empezó el tembladeral económico y la convertibilidad comenzó a crujir, apareció su figura, acercada por la mano de Chacho Álvarez, como el hombre que sabía todo lo que había que saber sobre el sistema vigente en ese momento, pues había sido él y ningún otro el creador del osado invento que había logrado detener el mal que nos agobiaba. 

Él era quien pudo parar la maldita inflación y, al concluir el segundo mandato presidencial de Carlos Menem, ambos disputaban la paternidad de modelo tan exitoso.
Uno y otro se decían padres de la criatura. Uno y otro se adjudicaban para sí el éxito desde lugares distintos. Menem decía que Cavallo no había hecho más que obedecer sus órdenes. Cavallo decía que el mérito de Menem consistía en haberle dejado hacer lo que él proponía. Ahora ya nadie se acuerda de eso pero ambos conservaban una cuota de prestigio importante por su logro: haber detenido la inflación e inaugurado un período pleno de crecimiento económico, los noventa.
Uno decía que la política era lo que primaba y resultaba decisivo. El otro decía que la pura política no era nada sin el acierto técnico.
Pues bien, diez años después de su nombramiento como ministro de economía de Carlos Menem, una década más tarde del lanzamiento del Plan de Convertibilidad, la historia ponía a Cavallo nuevamente ante la posibilidad de jugar un importante rol en la economía argentina. Y para ello contaba con importantes antecedentes.
En primer lugar, era quien había restablecido la vigencia del antiguo sistema de Caja de Conversión según el cual la moneda emitida debía estar respaldada y debía tener una relación de cambio fija con la principal moneda de intercambio y reserva internacionales, el dólar.
Por haber sido una figura relevante en el control de la inflación, Cavallo llegaba al gobierno de De la Rúa bañado con un gran  prestigio técnico que había intentado extender, infructuosamente, hacia el plano de la política donde los resultados obtenidos fueron bastante módicos.
Consciente de su fama y de la confianza que generaba entre la clase media y alta, Cavallo reclamó ciertas condiciones para tomar en sus manos la responsabilidad de enderezar la convertibilidad. Plena libertad de acción y poderes especiales les fueron concedidos por un gobierno que trastabillaba y que ya había utilizado sin éxito a los principales economistas del radicalismo. El último de ellos, Ricardo López Murphy, había durado apenas un par de semanas en el gobierno.
Y ahí estaba Cavallo, enfrentado a su criatura y sintiéndose dueño de un fuerte poder de disciplinamiento de los actores económicos, un gran ordenador de las variables. Porque, todos lo sabemos, la autoestima de Cavallo nunca necesitó ser confortada por nadie.
Ahora podría dirimir su vieja cuestión con Carlos Menem: si el sistema necesitaba del riojano para funcionar o bien la solidez técnica podría sobreponerse a cualquier debilidad política.
Ahora se vería finalmente quién era el padre de la criatura.
Pues bien, ya sabemos los resultados.

Tiempos de derrumbe
Es probable que Cavallo haya subestimado la importancia de la política, e incluso su primacía, al momento de la implementación de medidas económicas de importancia. Siempre le costó razonar las situaciones críticas en términos políticos, con la inclusión de todos los factores en juego, incluso de aquellos que no son susceptibles de representación matemática o que se resisten a expresarse en gráficos.
Lo que resulta menos admisible, en cambio, es que tratándose de un hombre que dice valorar la economía de mercado, lugar donde las fuerzas anónimas y objetivas de consumidores e inversores se expresan con lógica férrea, haya cedido a la tentación poco inteligente de pensar que una persona, él mismo, iba a poder torcer el rumbo de tales poderes formidables y combatir con éxito factores tan inmateriales como decisivos, tales como las expectativas, la desconfianza, el temor, etcétera.
Pasados los años, Cavallo sólo ha aceptado a medias su derrota. Establece una diferencia entre “corralito” y “corralón”, adjudica a conspiraciones desestabilizadoras su destino infortunado y sigue defendiendo sus puntos de vista esenciales de aquellos años.
La fragilidad de la convertibilidad pasados diez años desde su creación, era una realidad que podría haber sido visualizada por Cavallo. El sistema proponía una rigidez cambiaria que debía ser acompañada por un crecimiento de la competitividad pari passu las grandes potencias. Esto no había ocurrido y su gravedad no fue percibida por el ex ministro.
Sin embargo, el derrumbe de la convertibilidad arrastró no sólo a Cavallo sino también a Carlos Menem. Quienes piensan la economía con criterio intervencionista e incluso populista, salieron del clóset donde se habían refugiado desde la caída del mundo socialista y gritaron eufóricos que la quiebra del uno a uno era producto del maligno neoliberalismo.
Los años posteriores, de holgura china y de economía próspera fundada en las exportaciones agropecuarias, solidificaron este punto de vista pues gran parte del estado torpe y ocioso desmontado en los noventa, ha regresado de la mano de la abundancia sojera.
Tan fuerte es este influjo que el propio Menem no abre su boca para objetar el curso de la economía, en muchos aspectos contrario al que él mismo impulsara, sino que se deja arrastrar por la corriente, como un pez muerto.
Y Cavallo sigue ahí. Siempre parece enojado. Siempre se muestra hosco y poco reflexivo. Ocupado en instancias menores y accesorias del formidable momento histórico que le tocó vivir. Quizá el empeño puesto en la defensa de su rol le impida ver el bosque de un contexto que desborda a su propia persona.
Él sigue ahí fiel a su pensamiento y a su estilo.
Convenciéndonos de que, si actuara de otro modo, ya no sería Cavallo.


4 comentarios:

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