viernes, 9 de diciembre de 2011

Verticalismo historiográfico. Por César Tcach

El verticalismo ha sido una característica histórica del movimiento peronista. Sin embargo, Perón nunca extendió ese verticalismo al plano historiográfico. En 1938, en la época conservadora, se había creado el Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, pero apenas 10 años después, cuando el presidente Perón nacionalizó los ferrocarriles, eligió para bautizarlos nombres de figuras identificadas con la tradición liberal: Roca, Mitre, Sarmiento, Urquiza.


Esta visión inclusiva de distintas vertientes constitutivas de la Nación no parece estar presente en el recientemente creado Instituto Nacional del Revisionismo Histórico, dado que en los fundamentos de su constitución se sostiene que “desde el principio de nuestra historia” hasta el presente –independientemente de las diversas épocas históricas– nuestro país tuvo el mismo adversario: “el embate liberal y extranjerizante”.
La definición de un “otro” antagónico e imperecedero tiene tres problemas.
El primero es que se parte de una definición ahistórica y conspirativa (el enemigo siempre es el mismo, independientemente de los cambios en la economía, la política, los actores sociales y la cultura).
El segundo es que la premisa invalida la investigación en clave de reflexión crítica: se trata de comprobar algo que ya se sabe de antemano.
El tercero es que la afirmación de valores absolutos y excluyentes –“mártires” (expresión cuasi religiosa) y villanos– impide la posibilidad de apreciar grises y matices. Los cultores de esta forma de hacer historia son ajenos, por cierto, al célebre apotegma de Aldo Rico: “La duda es la jactancia de los intelectuales”.
Por decreto. En las antípodas de la democracia participativa, la creación por decreto de una institución corporativa –al margen de cualquier consulta a las universidades públicas y sus respectivos departamentos y escuelas de Historia– parece contradecir aspectos positivos de la gestión gubernamental como el aumento del presupuesto educativo, la digitalización escolar y el apoyo al Conicet, institución en la que –a diferencia del mencionado instituto– priman criterios plurales que admiten una diversidad de enfoques.
El carácter corporativo del nuevo organismo (financiado con impuestos que pagan todos los argentinos, al margen de sus creencias y convicciones historiográficas) se refleja en su composición. Está compuesto por 33 miembros de número cuya elección y renovación no se hace por concursos públicos o de selección de antecedentes, sino por cooptación.
Designados de modo vitalicio, al igual que en las antiguas academias –fundadas en épocas previas a la Reforma Universitaria de 1918–, las vacancias (cuando alguno de sus integrantes muere o renuncia) son cubiertas a propuesta de tres de los miembros de sus 33 integrantes.
En rigor, se trata de un mecanismo análogo al usado históricamente para ingresar a los selectos clubes sociales de la oligarquía argentina.
El carácter regresivo de la iniciativa gubernamental se expresa también en el establecimiento de un cupo femenino: cinco miembros sobre un total de 33. Curioso cupo si se tiene en cuenta el papel destacado de las mujeres en el ámbito del quehacer historiográfico.
Los historiadores del interior del país también tienen un cupo de cinco personas, circunstancia que torna irrisoria la defensa de las tradiciones federales que el organismo supone enaltecer.
Memorias colectivas. Ciertamente, todas las fuerzas políticas tienen derecho de construir relatos históricos que sean funcionales. Esos relatos constituyen las diversas memorias colectivas de las que se nutre la vida social.
Incluso los gobiernos pueden favorecer, en consonancia con sus preferencias, la construcción de una determinada memoria oficial. Así, por ejemplo, en 1936 –tres años después de la muerte de Hipólito Yrigoyen– el Concejo Deliberante de la Municipalidad de Córdoba, orientado por el sabattinismo, cambió el nombre de avenida Argentina por el del ex presidente a la céntrica arteria que parte del actual Patio Olmos.
El problema surge, desde el punto de vista de la calidad de la democracia en la que aspiramos vivir, cuando esa memoria oficial –que supone siempre un uso político de la Historia– descalifica como antiargentinas y extranjerizantes al resto de las representaciones históricas.
Desde 1983 hasta nuestros días, las universidades públicas argentinas, a través de innumerables y valiosas iniciativas (como las Jornadas Inter-escuelas y Departamentos de Historia, que reúnen cada dos años a investigadores de todo el país) han dado sobradas muestras de un quehacer historiográfico capaz de combinar el rigor científico con el compromiso social. Ojalá que la iniciativa que estamos criticando sea sólo una piedra en el zapato.
*Historiador, investigador del Conicet

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