domingo, 11 de diciembre de 2011

La Historia y sus usos. Por Daniel V. González

Con su habitual tono irónico y burlón, Borges decía que los historiadores cultivan el curioso arte de adivinar el pasado. En alguna de sus exquisitas conversaciones con Osvaldo Ferrari adjudica a Heine la idea de que los historiadores son “profetas retrospectivos, que profetizan lo que ya ha ocurrido”. Y agrega: “una vez que ha ocurrido algo, se demuestra que era inevitable que ocurriera. Pero lo interesante sería aplicar eso al porvenir”. 
No podría ser más certera la opinión de Borges. Para entender el pasado, para interpretarlo, es preciso sortear una valla casi insalvable: el anacronismo. En efecto, resulta inevitable que los hechos del ayer sean juzgados con los parámetros, las ideas, el canon, las intenciones y las esperanzas del presente. Disipado el espíritu del tiempo pasado, nos quedan apenas los hechos, que, según el propio Borges, son muy dóciles. Hechos inermes, materia lábil y maleable, con la que resulta fácil construir, en tiempo presente, los monumentos que uno pueda desear o imponer.
Si la Historia es susceptible de interpretación diversa es por una demanda del presente, por una exigencia de la política, no por una pretensión de justicia histórica abstracta. Se buscan en el pasado los acontecimientos, tendencias y personajes que justifiquen nuestras opiniones presentes. Nos empeñamos en descubrir una línea dorada que provenga desde muy atrás, nos abrace y nos marque el camino del futuro.
Así, al tener raíces remotas, nuestras ideas políticas para el hoy, reciben respaldo ilustre y se impregnan de una secuencia “científica” que, en cierto modo, nos convierte en meros continuadores de un trazo que atraviesa el tiempo. Somos simples ejecutores de un mandato ineludible que proviene desde atrás y nos impulsa en una dirección inevitable.
Se explora el pasado en búsqueda de equivalencias que casi siempre resultan forzadas, pues el presente es el resultado de cambios tan profundos que las comparaciones útiles con el pasado, de existir, demandan un  esfuerzo dialéctico e interpretativo muy creativo y novelesco.
Legítima o no, la búsqueda de raigambre histórica para nuestras ideas del presente, resulta inevitable. Sobre todo para los argentinos, que mostramos una fuerte inclinación e inocultable placer en chapotear en charcas pretéritas, en referenciarnos permanentemente con hombres e ideas de otros tiempos, incluso lejanos.
Si nuestra predilección por mirar el pasado una y otra vez proviene de la inevitable nostalgia del gen inmigrante, los setenta han reforzado nuestro gusto por él. Se pretende que es ahí y sólo ahí, en la Historia, donde encontraremos las claves del porvenir. Existiría un carril férreo por donde los hechos se deslizan, inevitablemente, hacia un futuro ya establecido.

De modo tal, la creación del Instituto Dorrego, al que se le encomienda revisar la historia argentina e hispanoamericana, no debió sorprender a nadie. El decreto que lo instala nos muestra nítidamente la intención vindicatoria: se establece, burocráticamente, una lista de aquellos personajes históricos que el Instituto deberá exaltar y enaltecer. Por descarte, existe una lista no escrita de aquellos a los que se debe abominar.
La grilla de los personajes que integrarán la nueva plantilla presupuestaria, la mesa directiva del nuevo Instituto, adolece de historiadores de nota. Hay allí más bien fervorosos militantes que ven al kirchnerismo como la continuación natural del federalismo montonero, del yrigoyenismo y del movimiento encabezado por Perón y Evita. 
Esta ausencia de historiadores importantes quizá se deba a que la historia revisionista, en realidad, ya está escrita. Sólo se necesitan difusores y qué mejor que los empleados del estado para una tarea de esa naturaleza, casi burocrática.
En efecto, hace ya tiempo que el revisionismo abandonó los suburbios de la historiografía y se expresa en una parte importante de la intelectualidad argentina. Además, se ha alojado en diversas facultades universitarias y colegios secundarios, donde las simplezas desparramadas por Felipe Pigna, es el principal material del que se nutren nuestros jóvenes. En cierto modo, la Historia Oficial, la versión instalada y difundida, es la revisionista y no la llamada “mitrista” o “liberal”.
De modo tal que el Instituto  no deberá esforzarse demasiado: desde los hermanos Irazusta y Carlos Ibarguren en adelante, José María Rosa, Arturo Jauretche, Fermín Chávez, Rodolfo Puiggrós, Eduardo Astesano, Ernesto Palacio, Jorge Abelardo Ramos y muchos más ya han escrito, con diversos matices, casi todo lo que había que escribir sobre la historia según la versión revisionista. El canon para las hagiografías que vendrán ya está, en líneas generales, establecido. Habrá que pulir algunos enfoques pero la tarea ya está hecha.

Historia y política
La versión revisionista se impuso con fuerza en los setenta, cuando estaba en plena vigencia el paradigma ideológico de la posguerra, del primer peronismo. El eje de la propuesta era el nacionalismo económico, “anti oligárquico y anti imperialista” que centraba sus esperanzas de desarrollo económico nacional en una acumulación capitalista donde el estado, en ausencia de una auténtica burguesía nacional, realizaba las tareas de inversión y acumulación que ésta, por su debilidad, no podía llevar a cabo.
El nacionalismo popular, se sentía heredero de las luchas del pasado, de las montoneras federales del interior provinciano en su lucha contra el puerto que ya sea con Rivadavia, Rosas o Mitre, abominaba de la organización nacional y propiciaba el librecambio, funcional a la expansión de un país agrario que rechazaba la perspectiva industrial vigente en esos años.
Esa versión de la historia argentina y de la propuesta política que necesariamente implicaba, entró en crisis por múltiples factores que hacían imprescindible una revisión.
Algunos son éstos son:
a)     la derrota del peronismo en 1955, a la que contribuyeron contradicciones propias del movimiento y de su fundador, que había intentado rectificaciones a partir de 1950, ante el cambio de escenario y el agotamiento de las favorables circunstancias económicas de la inmediata posguerra.
b)    Las sucesivas extinciones, por impotencia y fracaso, de varios movimientos similares a lo largo de toda América Latina, como los casos de Velasco Alvarado en Perú, Allende en Chile, Torrijos en Panamá, Ovando Candia y Torres en Bolivia.
c)     La implosión del socialismo en la Unión Soviética y el este de Europa, además de la descomposición y rotundo fracaso del socialismo en Cuba.
Sin embargo, tanto empeño en analizar el pasado, nunca tuvo su equivalencia en la revisión de la propuesta política presente. Los sucesivos fracasos del nacionalismo y el socialismo en todo el mundo, incómodos hechos que demandaban un análisis honesto, fueron dejados de lado o  explicados con fórmulas sintéticas y de compromiso tales como “no puede existir el socialismo en un solo país” o bien “lo que había en la URSS no era socialismo”, “ha sido el imperialismo lo que ha hecho fracasar a los gobiernos nacionalistas”, etcétera.

El reverdecimiento
¿Cómo se explica tanto énfasis en consolidar una visión de la historia que, cuanto menos, necesitaba ser revisada?
En primer lugar, la creación del Instituto Dorrego, sancionado por decreto, promueve un uso político de la historia nacional, justificatorio de la política oficial kirchnerista. Se repiten ahora, con fuerte infracción anacrónica, los amores y rechazos útiles para una política afín al peronismo cuarentista, pertenecientes a un mundo que ya no existe porque ha cambiado en sus rasgos más sustanciales.
Pero si el espejismo ha sido posible es debido al torrente de ingresos por exportaciones agropecuarias a precios inéditos, ocurrido desde 2002 en razón de un crecimiento impresionante de la demanda mundial de commodities, traccionado por China e India, que han recreado el país excedentario de aquellos años.
Esta situación ampliamente beneficiosa para todo el mundo emergente, ha hecho crecer a todos los países antes postergados e hizo florecer nuevamente la creencia de un camino hacia el crecimiento que sortee las normas convencionales y leyes económicas del capitalismo.
Pero esta visión, está entrando en crisis en este momento. Justo cuando los intelectuales (y no tanto) kirchneristas deciden que ha llegado el momento de pedir la entrada del revisionismo al mundo académico, como el relato que logra explicar la raigambre del kirchnerismo y la razón de sus éxitos. En otras palabras: el país crece desde 2002 en razón de importantes factores internacionales y locales, en su sustancia ajenos a las políticas gubernamentales, pero el discurso intenta explicarnos que el éxito se debe al hecho de haber retomado las políticas económicas de la posguerra, del primer peronismo.
Es curioso: la entronización de la visión revisionista del pasado ocurre cuando el federalismo provinciano, que el revisionismo exalta, está pasando por su peor momento: las provincias de Facundo, Peñaloza, Bustos, Ramírez están sometidas al poder central y su destino está atado a la buena voluntad del gobierno nacional. Los productores agropecuarios, lejos de ser una traba al desarrollo argentino, producen las divisas que proveen al gobierno de una independencia económica como no existió en décadas. Se proscribe a Sarmiento, cuando la educación está en la cúspide de las prioridades de todo país que aspire al desarrollo. Alberdi es confinado al olvido en tiempos en que la institucionalidad pasa por momentos de degradación. Se desplaza a Roca, cuando dos terceras partes de nuestras exportaciones tienen origen agropecuario, ratificando así nuestra particular inserción en el mundo global. Asimismo, la resulta cuanto menos curioso resaltar el aislamiento y la autosuficiencia nacionales (“vivir con lo nuestro”) cuando es en el mundo global y sus posibilidades donde hemos encontrado la oportunidad de un período de crecimiento económico formidable.
Cuando era el “revisionismo” el que demandaba una revisión que lo remozara, aparecen las voces del status quo argentino para cristalizarlo en las obsesiones de otro tiempo, de otro escenario mundial y local, en la pretensión vana de omitir medio siglo de historia. Aunque se proclama aprender del pasado, se desprecia aquella parte de la historia cuyas evidencias resultan incómodas e inconvenientes para los objetivos políticos actuales.




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