martes, 17 de abril de 2012

El nacionalismo del status quo. Por Daniel V. González

Un grupo de científicos realizó el siguiente experimento: encerró a cinco monos en una habitación, en cuyo centro instaló una escalera y, en su cima, varias bananas. Uno de los monos, rápidamente, intentó capturar las bananas. Los científicos castigaron a los cuatro restantes con fuertes chorros de agua fría.
A partir de ese momento, cuando alguno de los monos intentaba acceder a las bananas, los otro cuatros se lo impedían a golpes. De tal modo, las bananas permanecían en lo alto de la escalera sin que ninguno de los monos intentara hacerse de ellas. Luego, los científicos reemplazaron a uno de los simios. Éste, inmediatamente intentó subir a la escalera y tomar la bananas pero los otros, temerosos de recibir el chorro de agua fría, se lo impidieron violentamente. Luego, los científicos reemplazaron a otro de los monos, que hizo exactamente lo mismo que el primer reemplazante. Los cuatro restantes se lo volvieron a impedir a fuerza de golpes. Entre los golpeadores se encontraba ya el primer reemplazante, que golpeó al nuevo a la par de los otros, aunque nunca había recibido el chorro de agua en represalia. Y así, fueron reemplazados todos los monos, con igual resultado: ninguno subía a la escalera a tomar las bananas porque los otro cuatro los golpeaban, aunque ya ninguno de ellos sabía el motivo de la golpiza.
Así funcionan los paradigmas ideológicos. Se instalan por sólidas motivaciones. Pasado el tiempo, las razones desaparecen pero las ideas permanecen. Ya sin sustento, ya sin motivos concretos, se transforman en un dogma, en la mera repetición de una conveniencia abstracta, separada de la realidad.
Y se transforman en un importante factor del status quo. Una pesada loza que, en nombre de una suerte de fe religiosa, impide abrirnos hacia nuevas posibilidades que satisfagan las demandas de las nuevas realidades.
YPF en manos del estado nacional ya fracasó. Por razones diversas, que no analizaremos aquí, fue incapaz de cumplir el rol para el que fue creada: dotar al país del petróleo necesario para su crecimiento.
Hubo tres presidentes que intentaron quebrar el status quo argentino en los momentos en que les tocó gobernar. Uno fue Perón que intentó (y lo logró parcialmente) industrializar el país. El otro fue Arturo Frondizi, que quiso continuar con la industrialización peronista y añadirle la industria pesada. El otro fue Carlos Menem que logró quebrar la parálisis de largos años de inflación, ineficiencia y falta de inversión. Todos ellos llegaron a la conclusión que el estado nacional no podía solucionar el problema del petróleo sin auxilio del capital extranjero. Los tres fueron acusados de entreguistas y vendepatrias.

Todos con Cristina
A medida que pasan las horas, los políticos de la oposición se van pronunciando sobre la estatización que impulsa el gobierno. Hermes Binner, jefe del socialismo y el senador radical Gerardo Morales utilizaron palabras similares para justificar el apoyo que darán al proyecto presentado por el oficialismo. Ambos dijeron más o menos lo mismo: “siempre hemos sido partidarios de que YPF esté en manos del estado y ahora no podemos ir contra lo que siempre hemos pensado y proclamado”.
A estas voces pueden sumarse la del gobernador José Manuel de la Sota, que dijo que él “nunca hubiera privatizado YPF”; la del dirigente radical Oscar Aguad, que afirmó que él “nada desearía más que una YPF en manos del estado” y la del senador Luis Juez, que en medio del habitual barullo de sus palabras confirmó su apoyo al proyecto oficial.
Nadie, del oficialismo o de esta oposición complaciente han dado motivos técnicos suficientes y claros para explicarnos por qué  si el gobierno nacional consintió, aprobó y respaldó efusivamente lo que YPF hizo durante todos estos años, ahora serán capaces de gestionar la empresa estatal que no supieron controlar.
Está claro que una amplia mayoría de argentinos desea que YPF sea una empresa gestionada por el estado. Los motivos de este sentimiento no aceptan razones técnicas ni referencias históricas que puedan desmentir los beneficios que se adjudican a la propiedad estatal. La empresa pública, sobre todo la de petróleo, es sinónimo de nacionalismo y de defensa del interés nacional. Se trata de una prueba de un patriotismo indiscutible, que no admite medias tintas ni dudas. No importa si venimos de experiencias calamitosas en materia de gestión estatal. La memoria de nuestros fracasos carece de importancia al momento de la exaltación patriótica.
Y en esto, el gobierno no está solo. Tiene el acompañamiento de toda la oposición. Incluso de muchos de los medios y periodistas que critican hasta la afonía los desmanes perpetrados por el gobierno en distintas áreas. En este caso se toman un descanso pues es necesario ser políticamente correctos y defender el patrimonio nacional. No vaya a ser cosa que sean acusados de traidores a la patria. Todos se aprestan a aprobar la estatización y a cantar el himno nacional una vez concretada.
Así funciona la ideología como agente combativo del status quo.
Siempre habrá tiempo para decir que la aprobación de la medida oficial se hizo “con buenas intenciones”. O bien que “la medida no era mala pero se la implementó con errores”. Luego, si la experiencia termina en fracaso, podrán afirmar, con voz de doncella sorprendida, que ellos actuaron de buena fe y que el gobierno los defraudó.
La oposición piensa que este gobierno, que intenta silenciar a la prensa, que fue incapaz de fiscalizar los trenes, que miente los índices de precios, que gestiona calamitosamente Aerolíneas Argentinas, que está a punto de conceder la impresión de billetes a una empresa cuyos dueños se ignoran, que exhibe actos de corrupción cotidianos, que manipula a la justicia… en fin, que este gobierno que conocemos será capaz de hacer de YPF una empresa sólida y eficiente.
Llegará la hora de saber cuanto de razón tienen.



  

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