domingo, 16 de octubre de 2011

Yo también fui discriminado. Por Tomás Abraham

Me siento ofendido por haber sido discriminado por la empresa y los editores de PERFIL en relación con mi condición de judío residente en la República Argentina. No me entrevistaron ni me pidieron opinión alguna sobre un problema que me atañe directamente. Yo, Abraham, de apellido legendario –cuyo simbolismo para el monoteísmo que identifica a las tres grandes religiones que forjaron nuestra civilización es fundacional–, parece que carezco de las credenciales necesarias que puedan acreditar mi condición de judío lastimada por el antisemitismo vernáculo.
Me enteré del informe del Instituto Gino Germani pedido por la DAIA, hace ya un par de semanas, en una entrevista que le hizo Chiche Gelblung al investigador Néstor Cohen, y me pareció banal, chato, una serie de lugares comunes, obviedades, falto de fantasía, no necesariamente de parte de quienes lo elaboraron –que saben que el cliente siempre tiene razón– sino de los encuestados y su circunstancia. Dice el trabajo, entre otras cuestiones relativas a la vida comunitaria en una sociedad diversa, que cuarenta y cinco por ciento de los argentinos preferiría no tener un vecino judío, y los entiendo. Si los judíos, de acuerdo a encuestas que se han mandado hacer los últimos dos mil años hasta la reciente que nos convoca, son tildados de avaros, no es seguro, entonces, que paguen las expensas, además andan con gorritos por el palier, tienen una nariz tan grande que no entran dos en el ascensor, sus antepasados, como todos saben, mataron a Cristo, comen cosas raras, dicen que son crueles con los palestinos, son dueños de los bancos, miran a las cristianas con ganas y sin prepucio, finalmente, tantas cosas inquietantes perturban al gentil y una sarta de idioteces de tal magnitud lo ocupan frente a los consultores que, más allá de reasegurar una vez más en su condición de víctimas a quienes viven del racismo ajeno, nunca propio, permiten que en estos tiempos de campaña pre-electoral que todo el mundo califica de dormida e inexistente, se pueda llenar con alguna sustancia la tapa de los diarios.



El escritor húngaro Imre Kèrtesz, detenido y encerrado en el campo de exterminio de Auschwitz a los catorce años –historia que cuenta en su extraordinario libro Sin destino–, dijo una frase que con sólo pronunciarla hubiera merecido el Premio Nobel de literatura que le otorgaron tiempo después: “Ya no hay antisemitas, sólo quedaron los estúpidos”.



Después de masacrar a seis millones de judíos y concretar, mediante un plan organizado de acuerdo a los avances más sofisticados de la producción industrial, una limpieza étnica como pocas veces se vio en la historia –que llevó a la muerte a la rama paterna de mi familia y a mi bisabuela materna–, una encuesta como la que se acaba de hacer no vale el más mínimo comentario que tenga alguna seriedad. Creer que su difusión puede hacer tomar conciencia del peligro que nos rodea y darle más fondos al Inadi tampoco merece ninguna reflexión. Que algunos vuelquen su dosis sobrante de resentimiento ante un encuestador que además les podría haber preguntado si desea tener vecinos bolivianos, paraguayos, peruanos, o sencillamente pobres, o travestis, lesbianas o, para tirar toda la estantería abajo, un chaqueño aborigen convertido al judaísmo y transexual, no debería alarmarnos tanto.



¡Es el antisemitismo, estúpidos!, nos dicen, yo creo que es al revés: ¡es la imbecilidad, antisemitas! lo que efectivamente vale y acontece.



Si hay algo que me hace un devoto irrestricto de la democracia republicana, y subrayo la palabra “republicana”, es que garantiza la supervivencia y la libertad de hecho y derecho de las minorías. Al menos si miembros de la sociedad civil, aún mayorías silenciosas o ruidosas, ostentan su voluntad de odio, la ley y las instituciones, si funcionan de acuerdo a la Constitución, les ponen un freno legal. Agradezco al liberalismo fruto del espíritu de disidencia esta idea que hace la vida más vivible y al fascista, que no es ningún enano, la vida más difícil.



Lo que sí es mucho más serio que este informe y su diagnóstico, por cierto un dato esta vez nada risible, es que la conexión interna que posibilitó y protegió la masacre de la AMIA no haya sido descubierta, mejor dicho, que siga encubierta. Porque este hecho sangriento no proviene del antisemitismo necio y normal de don Ramón y doña Rosa, sino de la mafias, de estos Estados dentro del Estado que se pasean libremente por nuestro país y matan impunemente.



Hace unos años, en un libro sobre ciertas amistades entre grandes de la literatura y la filosofía, comenté el encuentro casual con un antisemita que nos describe la escritora Mary McCarthy en su relato Artists in uniform. Educada en los colegios católicos de un ascetismo comprobado, se “porta mal” y se convierte en una librepensadora de una lucidez de temer. En la escena que cuenta, lejos de escandalizarse, Mary, a pesar de su indignación, se dio cuenta de que el hombre, un coronel, con su antisemitismo, no sólo padecía un sentimiento pasivo como el odio o el asco, sino que se elevaba a ciertos niveles de espiritualidad que ofrece toda concepción del mundo, de la vida y de la sociedad. El antisemita, con su fárrago de razones sobre el poder de los judíos y sus malvadas intenciones, legitimaba sus aversiones con un relato. Subía un peldaño en la escala cultural y dividía el mundo de acuerdo a una explicación que reforzaba su pretensión de exhibir un talento intelectual.



No hay nada por lo que extrañarnos. Está tan bueno tener un relato... una composición en la que todas las piezas encajen, y que una vez armado el dispositivo podamos ubicar el accesorio sobrante –ese elemento que deja el vacío que resignifica al conjunto, si queremos emplear vocabulario de Ernesto Laclau–, una pieza disfuncional del rasti personal o del “lego” ideológico, que una vez aislado puede ser salivado, insultado, difamado, por judío, bolita, gorila, cabecita, sudaca, etcétera, etcétera, etcétera, y todos los etcéteras que tiene la historia de la humanidad, entonces sí, podremos decir: ¡volvió la política!, matemos al unitario, peguémosle al gorila, acabemos con el judío, expulsemos al amarillo.



No hay como hacer “pogo” sobre el cuerpo de un “diferente”.

Por eso mi protesta. Siendo por nombre propio y pertenencia religiosa originario de los desiertos de Ur, padre de Isaac e Ismael, antepasado vía David de Miriam y Iosef, padres de Yoshua de Nazareth, no se entiende que los editores de la sección dedicada a preguntarles a judíos notables de nuestra argentinidad en qué momento y cómo fueron vejados por su condición judía, me hayan dejado de lado cuando, yo también, ¿por qué no?, tengo mis anécdotas en las que fui discriminado en un club de tenis, en un colegio privado y hasta en un recital en París de Barbará, en el que un típico espíritu agrio de la Ciudad Luz, molesto por el ruido –que no fue tal– por susurrarle unas palabras a mi compañera de asiento durante la función, me espetó: “¡Italiano, por qué no se calla y se vuelve a su país!”.

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