lunes, 10 de octubre de 2011

El espíritu rentístico. Por Daniel V. González

Los estudiosos aseguran que la expresión “tirar manteca al techo” proviene de una costumbre de argentinos acomodados, que en los restaurantes de París se empeñaban en pegar al techo del local trocitos de manteca impulsados por el cuchillo o el tenedor. Corrían los locos años veinte y los jóvenes, hijos de estancieros, mostraban su despreocupación económica con este juego disipado y despilfarrador.
En la Argentina, la holgura siempre vino de la mano del agro. Son nuestras tierras ubérrimas las que hacen la diferencia. Así ha sido en los últimos 200 años y así es todavía hoy.


El despilfarro, la opulencia, la holgura nacieron del humus pampeano y de nuestras excepcionales condiciones para la producción agraria. El latifundio y el mercado mundial en ascenso, hicieron el resto. Eran los tiempos en los que en Europa se decía “tiene más plata que un argentino”.

A diferencia de la acumulación capitalista tradicional en la que, una parte de los beneficios deben invertirse para la innovación tecnológica, la expansión de la producción o la mejora de la calidad, el ciclo agrario se reproducía a sí mismo y sólo demandaba que el toro estuviese suficientemente motivado para que, al año siguiente, naciera un nuevo ternero.

En ese tiempo, los grandes latifundistas tenían una actitud rentística, muy lejana del empresario capitalista innovador que entusiasmara a Joseph Schumpeter: el que arriesgaba, invertía, sudaba, quebraba y se levantaba nuevamente. No: nuestros grandes terratenientes, principalmente ganaderos, proveían sus hombres a la elite gobernante y moldeaban un país que mostraba todo su esplendor alrededor del puerto de Buenos Aires, en unas pocas manzanas.

Dios era, sin duda, argentino. Cualquier problema, por grave que fuere, se solucionaba con dos cosechas, como osó decir un político radical, ya entrada la década del ’50.

La holgura, la facilidad de generar riqueza, en el caso argentino se transformó en despilfarro. ¿Era inevitable que fuera así? No lo sabemos. ¿Para qué preocuparse demasiado si, el año que viene, con otra cosecha, embolsamos lo que hoy gastamos? ¿Para qué acumular si el flujo del dinero viene hacia nosotros y, además, seguirá llegando por los siglos de los siglos?

Aquella conducta displicente de los hacendados millonarios del tiempo del Centenario, no nos ha abandonado. Al contrario: con los años se ha ido diseminando hacia todos los sectores de la sociedad, incluso los vinculados a la industria, sean empresarios o trabajadores.

Las conductas de despilfarro nos abarcan a todos. En el reino de la abundancia y de la riqueza perenne… ¿para qué cuidar los recursos si siempre habrá más y más?

En estos tiempos de precios excepcionales para nuestros productos tradicionales, nuevamente nos visita la sensación de abundancia para siempre. Los recursos parecen no tener fin. Nos estamos consumiendo todo el gas natural, con un horizonte de escasez para seis o siete años. Estimulamos el consumo de energía, bien escaso y caro en todo el mundo, del cual ya somos importadores netos. En cierto modo, como nuestros antepasados de los años veinte, estamos tirando manteca al techo.

Estamos consumiendo de una manera poco inteligente los recursos extraordinarios ocasionados por los precios excepcionales del mercado mundial de alimentos cuya duración en el tiempo ignoramos.

El negocio es redondo: con el despilfarro, el gobierno propaga la idea de que la bonanza proviene de su acertado programa económico. Eso le genera apoyo electoral por parte de votantes que no hacen ningún otro cálculo que verificar la mejora que se refleja en sus bolsillos.

Claro que los índices de producción aumentan en todos los niveles pero todo, absolutamente todo, se sostiene en una viga maestra: la mejora de los términos del intercambio gracias a un aumento de la demanda mundial.

Por eso, aunque la producción se dispare hacia las nubes, aún nos gobierna un concepto rentístico de la economía. Como a aquellos “niños bien” que hace cien años se esforzaban por dejar adheridos trocitos de manteca en los restaurantes de París.


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