miércoles, 12 de octubre de 2011

La sombra del partido único. Por Luis Gregorich

Últimamente se han mencionado, en distintos medios, algunas simetrías que parecerían acercar el actual sistema político argentino, hegemonizado por el peronismo, a los 70 años (1929-2000) de indiscutido predominio en México del PRI (Partido Revolucionario Institucional) y sus precursores.
En Vecinos distantes , de Alan Riding, una de las mejores crónicas históricas y sociales acerca de México y los mexicanos, publicada en 1984, el autor afirma que "durante su sexenio el presidente no sólo domina al Estado, sino también la vida pública de la nación; controla al Congreso, a los funcionarios judiciales y a los gobernadores estatales, así como al partido gobernante y a la enorme burocracia; determina la política económica y las relaciones exteriores?". Además, "va a todas partes rodeado de una corte de acólitos y un ejército de guardaespaldas, se lo bombardea constantemente con alabanzas, y sus caprichos personales llegan a no distinguirse de la política pública".



Riding observa que "la corrupción permite que el sistema funcione, proporcionando el «lubricante», que permite que los engranajes de la maquinaria política giren, y el «engrudo», que sella las alianzas políticas. Sin la seguridad que ofrece una burocracia permanente, los funcionarios se ven prácticamente obligados a enriquecerse, con objeto de disfrutar de cierta protección cuando han salido del poder".



Cada lector argentino podrá encontrar ecos familiares en esta descripción. Hay, por supuesto, diferencias que brindan la cultura y la historia. Riding indica que, a lo largo del reinado del PRI, la omnipotencia presidencial sólo podía ejercerse durante los seis años de su mandato, puesto que en México está abolida la reelección. De tal forma, fue el partido, el propio PRI, el que se convirtió en la columna vertebral del Estado y la sociedad mexicanos, otorgando imperativa continuidad a su proyecto de desarrollo. ¿Esto aceleró o retrasó el progreso y la entrada de México en la democracia y la modernidad? Sólo los mexicanos pueden contestar, mientras el PRI -progresista, centrista o conservador, o todo ello a la vez- prepara su vuelta al poder, en las elecciones de 2012.




Aunque el policlasismo y la flexibilidad ideológica caracterizan tanto al PRI como al peronismo, sus respectivos nacimientos han tenido diferentes progenitores, a excepción de la pertenencia inicial, común a ambos, de sectores importantes de las clases trabajadoras. Mientras el PRI se declaró, de entrada, heredero directo y proveedor del cauce institucional de la Revolución Mexicana, el peronismo surgió de un golpe militar con componentes profascistas, que después se fueron disolviendo gracias a la acción pragmática de su fundador.



El PRI guerreó contra las clases conservadoras y la aún más conservadora Iglesia Católica; el peronismo recibió el apoyo de la Iglesia, y un análisis de sus votantes primerizos revela el paraguas protector del electorado conservador. En un libro ya clásico de la sociología electoral argentina, El voto peronista (1980), compilado por Manuel Mora y Araujo e Ignacio Llorente, se explica agudamente este fenómeno.



Mora y Araujo, en la introducción del libro y en el apartado dedicado a "los migrantes internos y las dos Argentinas", sostiene que las conclusiones de los estudios realizados entonces "permiten no solamente vincular el peronismo del interior al estilo político más tradicional, menos basado en la expresión y articulación de intereses sectoriales o clasistas y más en la consolidación de lealtades y la adhesión a símbolos particularistas, sino también vincularlo a la tradición política conservadora, que hizo amplio uso de tal estilo". Ahora haría falta actualizar el análisis del voto peronista, pero lo cierto es que su núcleo duro, imbatible, sigue residiendo en el Gran Buenos Aires y en las provincias del Nordeste y Noroeste, donde las poblaciones de bajos recursos y premodernas han establecido lazos fuertes de sentimientos e intereses con las estructuras peronistas. En tal sentido, el esquema de las dos Argentinas continúa vigente, y los entornos feudales conviven con la industrialización y las computadoras para todos.




Es necesario señalar el anacronismo que, para nuestra preocupación, une y a la vez separa las dos experiencias. En casi toda la segunda mitad del siglo XX, el PRI obró virtualmente como partido único en México. No fue a la manera de los países totalitarios ni tampoco respondiendo a una estricta definición sociológica. En realidad utilizó para relegitimarse a pequeños partidos de derecha o ultraizquierda, que no implicaban ningún riesgo electoral. En los hechos, pese a esta supuesta competencia democrática, podía hablarse de partido único, porque el poder, en todas las acepciones de la palabra, seguía en manos del PRI. Lo destacable es que en el presente, y habiendo aprendido de la derrota, el PRI está contribuyendo a generar un nuevo sistema político en México, en el que ocupa el centro, con el PAN (Partido de Acción Nacional), actualmente gobernante, a su derecha, y con el PRD (Partido Revolucionario Democrático), a su izquierda.



En la Argentina ocurre al revés. Por espacio de varias décadas, en medio de entradas y salidas de una democracia imperfecta y proscriptiva, azotados por periódicos golpes militares, habíamos alimentado la esperanza de consolidar un sistema bipartidista, y llegamos en 1983 al final de la última dictadura castrense con un horizonte que empezaba a despejarse: peronistas y radicales iban a ser los constructores principales de ese nuevo orden democrático, turnándose pacíficamente en el poder y dejando, en los bordes del sistema, a otros partidos más pequeños, menos movimientistas y más ideologizados.



El deseable formato no pudo cristalizar. El radicalismo empezó su disgregación con la prematura salida del gobierno del presidente Alfonsín, que había conseguido notables logros con el establecimiento pleno de las libertades y el juicio a las juntas militares, pero que se debilitó con las leyes de obediencia debida y punto final, y, sobre todo, con su tentación de trasplantar a su gestión los modos de acumulación política del peronismo. La crisis radical se hizo más patente tras el desquicio institucional y económico de 2001-2002, y reforzó el proceso de fragmentación política que hoy, desgraciadamente, sigue manifestándose sin cesar.




Ahora, poco antes de las elecciones presidenciales, el escenario está diseñado con nitidez. Una presidenta va en busca de su reelección tras haber ganado las primarias abiertas con el 50% de los votos, porcentaje incluso acrecentado en las recientes encuestas, y con una actual imagen positiva en torno al 65%. Frente a ella, ninguna amenaza, ninguna nube que oscurezca el panorama. Y la clara posibilidad de que su partido -o, mejor dicho, la coalición kirchnerista liderada por el peronismo que la sustenta- se convierta en partido único a la manera del PRI de los buenos tiempos, sólo acompañado por minúsculas agrupaciones testimoniales, moderadamente vociferantes, y por partidos tradicionales reducidos a la esfera municipal. Y es fácil adivinar lo que el poder absoluto determina.



Ya la discusión ha estallado. Cuando se confirme, dentro de uno o dos años, que sólo la Presidenta puede mantener unida a su variopinta coalición, sobrevendrán, inexorablemente, si se alcanza la mayoría parlamentaria, la reforma constitucional y la reelección indefinida, por más empeño que hoy se ponga en negarlo. Se sabe: lo pedirán las bases, los militantes, las fuerzas vivas. El más serio ideólogo del kirchnerismo, Ernesto Laclau, ha declarado hace poco que "una democracia real en América latina se basa en la reelección indefinida".



Mientras tanto, los partidos de la oposición vegetan sumergidos en un letargo disfrazado de hiperactividad. Ninguno de ellos, habiendo obtenido el 12%, el 8% o el 3% en las primarias, ha sido capaz de asumir con valentía, no la derrota, sino su dimensión. La falta de autocrítica hizo más imperiosa la necesidad de reclamarla. La confusión intelectual y la dócil marcha hacia el abismo se han visto refirmadas con el lanzamiento de una campaña televisiva que, con muy pocas excepciones, oscila entre el voluntarismo, la nula credibilidad y el ridículo. Ya a estas alturas tiene escaso relieve que uno de los candidatos haya ascendido a los 15 puntos, por más que su esfuerzo merezca ser destacado, y que otro se haya desplomado a 7 u 8. El estado de catalepsia se ha generalizado. En lugar de emitir por lo menos gestos de diálogo interpartidario y de respeto mutuo, que podrían convertirse más adelante en acuerdos permanentes, los diferentes candidatos opositores se han dedicado a mortificarse los unos a los otros, olvidando que el verdadero adversario por enfrentar es la concentración de poder kirchnerista.




El sistema de partido único, esta vez a la argentina, y la feudalización de la vida política quedarán implantados si no hay una fuerte reacción para impedirlo. Conviene que un debate político y social libre de dictámenes previos pueda multiplicarse. El clima de bonanza económica y el torrente de subsidios y exenciones impositivas no durarán siempre. El viento de cola amenaza con cambiar de dirección. Si estos virajes ocurren, el Congreso puede ser el salvavidas apropiado, el lugar de encuentro y discusión sincera, tanto para oficialistas y opositores como para estos últimos entre sí. La Presidenta, que será reelegida en buena ley, dispondrá de una gran oportunidad, durante cuatro años y sin pensar en más reelecciones, para consolidar la democracia pluralista, aventando temores sobre abusos de poder y convocando a las principales fuerzas políticas y sociales. Y los partidos opositores se verán obligados a reflexionar acerca del difícil camino de la reconstrucción y la unidad, a largo plazo, sin perder su función de control y crítica.

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