jueves, 20 de octubre de 2011

La parábola de la gloria y el ocaso. Por Gonzalo Neidal

Recuerdo haber leído que un joven Khadafy, de veintipico de años, visitaba un casino en Inglaterra, país donde estaba recibiendo instrucción militar, y que ahí vio algo que no le gustó. Pero al contrario del observador santafesino que popularizó esa frase, decidió actuar.
Lo que había visto el joven militar y que había herido su sensibilidad de muchacho idealista era a funcionarios del gobierno de su país despilfarrando dinero a manos llenas en el paño de la ruleta. La historia dice que fue ese el hecho que determinó que él y un grupo de compañeros de armas tomaran el poder hacia 1969, hace 42 años.


La revolución de los jóvenes oficiales se dio en un contexto particular y fue vista con buenos ojos desde América Latina y la Argentina. La región estaba salpicada de gobiernos nacionalistas donde los militares jugaban un papel decisivo.

Con los años, el gobierno “nacional y popular” con rasgos “anti imperialista”, tal como se lo definía, fue cambiando sus alineamientos políticos según los humores y las conveniencias inmediatas del régimen. Fue alternativamente terrorista y pacifista, pro soviético y simpatizante de occidente, panarábigo o mentor de la unidad de toda África.

Pero sobre todo, fue un enamorado del poder y un represor enérgico de cualquier intento de sucesión o de reemplazo.

Nuestros jóvenes setentistas idolatraron su nacionalismo anti norteamericano y hoy, ya adultos, denuncian su derrota como una mera maniobra de la OTAN y de la rapiña occidental que sólo piensa en ocupar territorios de petróleo abundante.

La parábola de Khadafy lo es en un doble sentido: como un episodio digno de dejar enseñanzas morales para quien quiera verlas y como la figura geométrica que describe una trayectoria de ascenso y caída. En tiempos en que se discute en Argentina, prematuramente, la posibilidad de la permanencia sine die en el poder, conviene mirar el ejemplo del país norafricano y aprender acerca de cómo las plazas llenas de adherentes, en poco tiempo tornan adversas.

Tal como dice la conocida sentencia, el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Y así, el joven militar sensible e idealista devino en un feroz dictador cuyo propósito central seguramente no era la defensa del interés de su país sino búsqueda de un objetivo más pedestre y elemental: la permanencia en el poder a toda costa.

Con las particularidades del caso, la trayectoria de Khadafy es más o menos la de todos los populismos: un ascenso formidable a partir del nacionalismo, concentración de poder en forma absoluta, violencia contra la oposición, endurecimiento, corrupción, pérdida de los objetivos primigenios, resquebrajamiento, caída.

Probablemente la nuestra sea una visión occidental pero son hechos como los de Libia los que nos hacen pensar que, como decía Churchill, “la democracia republicana es el peor de los sistemas… excepto todos los demás”.

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