miércoles, 15 de diciembre de 2010

Ni mano dura ni garantismo. Por Luis Gregorich

Hace unos días, justo en el momento en que se producían cruentos disturbios por la ocupación de tierras en Villa Soldati, la presidenta de la Nación, Cristina Kirchner, pronunciaba en la Casa de Gobierno un discurso en el que anunció la creación del Ministerio de Seguridad (y la designación de Nilda Garré como su titular), además de referirse a la decisión como línea política, reiterada a lo largo de estos últimos años, de "no reprimir" la protesta social y, en realidad, de no reprimir nada, desde los cortes de calles hasta los bloqueos de puentes internacionales. Como ejemplo de lo que le pedían sus opositores y los enemigos de estas medidas libertarias, la Presidenta mencionó, incluso, "la pena de muerte".

El ejercicio de este último abuso retórico, que desgraciadamente usan la mayoría de nuestros dirigentes, sólo merece un breve comentario. No ha habido un solo militante destacado de la oposición ni algún columnista trasnochado que haya incurrido en la barbaridad, contraria a todas las leyes y los pactos internacionales, de solicitar la pena de muerte. Atribuir a los demás los peores (e incomprobables) pecados no mejora la calidad de nuestra confrontación con ellos; sólo introduce la confusión y la inexactitud en el debate.
En cambio, inclinarse ante la opinión pública y admitir, con todas las letras, que la seguridad (o la inseguridad, que hablamos de lo mismo) es hoy quizá la preocupación fundamental de la población es un gesto acertado y que merece aplaudirse.
Los hechos de Villa Soldati, es cierto, obedecen a múltiples causas y motivan situaciones de ardua solución, tal como se ha repetido hasta el cansancio. Está la deplorable relación entre el gobierno nacional y el gobierno de la ciudad. Está la negada convivencia entre la Policía Federal y la todavía naciente Policía Metropolitana. Está la presencia interesada del punterismo político y la creciente influencia de grupos de narcotraficantes. Está, por supuesto, la dificultad estructural de una metrópoli para sostener plausiblemente las migraciones internas y externas. Está la subejecución del presupuesto para vivienda del gobierno de la ciudad, que tampoco ha encontrado el lenguaje adecuado para explicar su posición. Está todo eso, pero en medio se yergue el problema de la seguridad como eje central.
Para facilitar la discusión (más bien para diluirla), se acostumbra clasificar las políticas de seguridad en dos casilleros: el de "la mano dura" y el del "garantismo", adosándole siempre al adversario los peores hábitos y exageraciones de cada uno.
A los de la mano dura, sencilla y directa, que son más de los que uno quisiera en todas las clases sociales, se los califica de "represores", "racistas" y, de modo más refinado y pintoresco (aunque no desacertado), "lombrosianos", por referencia al médico y criminólogo italiano Cesare Lombroso (1835-1909), cuya repercusión científica se ha apagado por completo, pero que todavía ejerce una involuntaria influencia en los muchos que son lombrosianos sin saberlo ni reconocerlo.
Para Lombroso, mal discípulo del evolucionismo darwiniano, la tendencia a delinquir era innata en el hombre (obedecía a factores genéticos); a los delincuentes, habitualmente pertenecientes a las clases bajas, había que encerrarlos de por vida o eliminarlos físicamente, para que no siguieran haciendo el daño que no podían evitar; así llegó a definir como "locos" y "enajenados" a un grupo de anarquistas que investigó en la cárcel. Mediante complicadas mediciones del cráneo de los reos o, por ejemplo, de las desviaciones de sus mandíbulas, llegó a conclusiones "fisonómicas" acerca de la predisposición para cometer delitos. Así, la portación de cara ya determinaba al delincuente. Cotéjese esta taxonomía cuasi zoológica con los prejuicios existentes, al borde de la xenofobia, respecto de algunas comunidades extranjeras residentes en nuestro país.
En el otro extremo está el garantismo, del que me declaro partidario, y que está vinculado con la creciente difusión de la gran causa de los derechos humanos, a partir de fines de la Segunda Guerra Mundial. Ya se sabe: ha venido a combatir las aberraciones de los Estados totalitarios, que disponían de la vida, los bienes y las conciencias de sus habitantes.
Pero debe convenirse que el garantismo también tiene vicios e irregularidades que terminan consiguiendo, a menudo, lo contrario de lo que se proponen. Si está atado a un sistema judicial y penal arcaico, facilita los movimientos de los delincuentes, cuando no su libertad permanente. Con razón refuta el positivismo y el determinismo fisonómico y social de los lombrosianos, pero incurre en un traspié parecido al justificar cualquier conducta por una previa motivación social. Suele debilitar la función policial, con lo que introduce en esta institución los mismos rasgos corruptos que debería combatir. Ante el espanto causado por el vocablo "represión", con el que nos han atemorizado y perseguido nuestros regímenes dictatoriales, olvida que los Estados democráticos disponen del monopolio legítimo de la violencia, cuando ésta se usa en defensa de los ciudadanos. El garantismo, que debiera ser nuestro escudo frente a la violación de la ley, a veces se queda impávido, y gracias a su inacción la ley es violada. El garantismo perezoso a veces genera la impunidad.
Un típico ejemplo de este malentendido lo expresó días pasados el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, al decir que sería castigado cualquier policía que "lastimara" a un manifestante o a otro ciudadano. No es que el principal cometido de la policía sea lastimar a nadie, pero ¿qué pasaría si un policía se viese frente a un criminal que amenaza con matar a uno o a varios rehenes, y con el que ya quedaron agotadas las negociaciones? ¿Cómo debería proceder un policía frente a un hombre que lo ataca con un cuchillo? Aun dejando de lado los casos de defensa propia, ¿no tiene acaso el policía experto la suficiente responsabilidad para saber cuándo debe usar (o no) su arma? Privándolo de usarla, ¿no se lo deja indefenso?
No sabemos cuál será la solución final de la ocupación del parque Indoamericano de Villa Soldati (ni de las que se precipitaron luego). Debería ser la que se atiene a la ley, por más que sea una ley dolorosa para algunos de los contendientes. Pero lo que interesa ahora es la correcta decisión presidencial de ocuparse en profundidad de las políticas de seguridad.
Un tratamiento de la seguridad diferente al que se ha implementado hasta ahora es posible. Suponer que sólo hay dos posibilidades extremas es agredir nuestra inteligencia, como en muchos otros temas. El gobierno kirchnerista, a lo largo de sus siete años largos de vida, ha procurado envolvernos en esta dialéctica de amigo-enemigo, de derecha-izquierda, que ha debilitado las instituciones y ha fragmentado el cuerpo social en mayor medida de como lo había encontrado.
Por lo menos en materia de seguridad, tiene ahora una buena oportunidad de no aceptar una falsa disyuntiva entre la mano dura del racismo y la sospecha, por un lado, y la impunidad de los victimarios frente a las víctimas, por el otro. Una política de seguridad firme, honesta y desprovista de prejuicios políticos e ideológicos. Se lo deseamos sinceramente a la nueva ministra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario