lunes, 13 de diciembre de 2010

La nueva clase agropecuaria. Por María Sáenz Quesada

La historiadora María Saénz Quesada acaba de presentar la “edición definitiva” de Los estancieros (Sudamericana), una obra clave para entender la realidad de un actor tan importante para el país como lo es “el campo”. Aquí se reproduce parte del capítulo que actualiza el trabajo, el que relata el enfrentamiento entre el gobierno de Cristina Kirchner y las organizaciones agropecuarias en torno de la Resolución 125.
En 2008 el precio de los alimentos se disparó a escala mundial, empujado por la demanda de las economías asiáticas y por los biocombustibles. Esto, que afectaba a los países dependientes de las importaciones de trigo, arroz y maíz, generó la preocupación de las Naciones Unidas. En cambio, los países productores, como en el caso del Mercosur, resultaron altamente beneficiados.

A raíz de esta nueva realidad, en la Argentina se renovó el conflicto en torno a la distribución dentro de la sociedad del excedente producido por las exportaciones. En esas circunstancias, el gobierno de la presidente Cristina Fernández de Kirchner, por la Resolución 125 del Ministerio de Economía, elevó las retenciones agrícolas en forma móvil. Dichas retenciones, reimplantadas por el presidente Eduardo Duhalde en 2002 para compensar la devaluación que favorecía las exportaciones y ayudar a paliar la crisis, eran de por sí elevadas. Los productores rurales estaban resignados a pagarlas pero el aumento inconsulto, en un momento de altas expectativas y buenos precios, sumado a las reiteradas distorsiones en la comercialización de la carne y de la leche, dieron lugar a un conflicto que tomó dimensiones inesperadas.
Entre marzo y julio de 2008, las entidades ruralistas reunidas en la Mesa de Enlace (SRA, CRA, FAA y Coninagro) se movilizaron en contra de la Resolución 125 mediante un paro agropecuario de carácter nacional. Se cortaron las rutas para impedir el paso de camiones y los productores “autoconvocados” utilizaron la táctica del piquete. Dicho recurso, adoptado hacia 2001 por los que menos tienen, pasó a ser utilizado por los que tienen y desean progresar, pero sienten que su voz no es escuchada por los poderes públicos cuando se trata de tomar decisiones que los afectan directamente. A esto se agregaron cacerolazos, marchas y protestas en centros urbanos del interior y dos convocatorias multitudinarias, en Rosario y en Buenos Aires.
El Gobierno nacional se mantuvo en su posición y en su discurso utilizó la antinomia “pueblo peronista” contra “oligarquía nativa” y denunció el lock-out patronal y las intenciones “destituyentes” o golpistas de los estancieros.
También se retomaba el discurso de Jauretche: “Desde 1914 estamos en eso: en la lucha del país nuevo y real con el país viejo y perimido, que para vivir él impide el surgimiento de nuestras fuerzas”. Para sintetizar este punto de vista resulta de utilidad un texto del historiador Norberto Galasso, que califica a los estancieros de “clase parasitaria y ausentista que se apoderó de la renta agraria diferencial, que no se constituyó en una verdadera burguesía porque no sentía vocación por la reproducción ampliada, que se entronizó como clase dominante después de Pavón (1861), entrelazada con los intereses de los británicos, y se inscribió en la división internacional del trabajo sin impulsar un capitalismo autónomo”.
El concepto de que el campo no genera valor agregado es un mito, respondía Héctor Huergo. El experto en asuntos rurales ponía como ejemplo desde el lomo envasado que se exporta a Alemania a las nuevas semillas, fertilizantes y herbicidas que mueven al sector químico y petroquímico, la industria de la maquinaria agrícola y metalmecánica y en general a la actividad económica que está transformando la vida de los centros rurales. En materia de logros dio cifras: en 1996 se cosechaban 15 millones de toneladas de soja: en 2009, 45 millones. Lo contradictorio era que en 2008 el país nuevo que pugnaba por crecer era el del campo modernizado. Esto podía advertirse en la presencia de los chacareros en las movilizaciones del sur santafesino y entrerriano y el oeste cordobés y en la participación de la Federación Agraria (pequeños propietarios) –cuyos dirigentes se expresaban en lenguaje sencillo y comprensible– y de Coninagro (cooperativistas) junto a las asociaciones de estancieros tradicionales.
No obstante la colaboración, subsistían y subsisten serias discrepancias en torno del problema de los arrendamientos entre la FA, que originariamente agrupó a los colonos, y la SRA y CARBAP. Pero la emergencia nacional los mantuvo unidos. La firmeza del reclamo de los ruralistas tuvo asimismo la rara virtud de ser escuchada en el Congreso y en particular en el Senado, que debe representar los intereses de las provincias. Como son las economías provinciales las que producen granos y oleaginosas, las opiniones empezaron a dividirse. Se plantearon además temas como el de la siempre postergada ley de coparticipación y de la licitud del cobro de un impuesto aduanero que grandes y pequeños productores deben pagar por igual y que no es coparticipable. Cuando el Gobierno decidió llevar el tema al Congreso y propuso que la Resolución 125 se convirtiera en ley, en una votación parlamentaria, el vicepresidente de la Nación, Julio César Cobos, a quien le tocó desempatar, se pronunció por el reclamo del campo. Esto causó una verdadera conmoción en el juego de la política y lo lanzó a un inesperado liderazgo. También crecieron el descontento, el escepticismo, los negocios se paralizaron, hubo desabastecimiento y a esto se agregó una grave sequía. En ese clima, en las elecciones parlamentarias de junio de 2009, el electorado rural apoyó a la oposición –que se había preocupado por incluir a referentes de los ruralistas entre sus candidatos a diputados–. Se observó entonces que el Gobierno nacional había ganado los comicios de 2007 gracias al voto del campo (centros urbanos vinculados directamente a la actividad rural), mientras que el electorado de las grandes ciudades le había vuelto la espalda. Ahora, con el voto del campo en la oposición, el voto kirchnerista se había achicado sensiblemente. Pero el asunto volvió a foja cero, las retenciones se mantuvieron igual y los productores siguieron dándole preferencia a la soja (descalificada como “yuyito” en el discurso presidencial, pero ineludible al momento de exportar). Su elevado precio en el mercado externo y el hecho de que no esté ligada al consumo interno de alimentos justifica dicho interés, que se acentúa a costo del cultivo de trigo y maíz, de la lechería y del pastoreo. Entre tanto, las dificultades que padecía el agro ratificaron un fenómeno que ya estaba ocurriendo: el traslado de un número significativo de productores argentinos al Uruguay, adonde llevaban adelante una revolución silenciosa en la agricultura y daban impulso a las exportaciones ganaderas. Al comparar la producción agraria del primer Centenario (9.319.000 toneladas de granos) con la del segundo Centenario (87.172.000 toneladas), a pesar de que la superficie cultivada no llegó a triplicarse, observó el economista Orlando Ferreres: “El agro es el ejemplo de modernización continua y de respuesta a las necesidades de todo el mundo desde la Argentina, es lo único que tenemos demandado a nivel mundial”. En cambio, la ganadería vacuna y porcina sólo se duplicó mientras los ovinos descendieron vertiginosamente. Llegó finalmente en 2010 el festejo del Bicentenario de la Revolución de Mayo. Un gentío se volcó a las calles de Buenos Aires y de las ciudades argentinas para reencontrarse, celebrar y disfrutar de la fiesta en paz. No obstante el clima de unidad que se reflejaba en la actitud popular, el relato histórico que se propuso desde el Gobierno nacional negó la existencia del aporte del campo a la construcción del país o lo redujo a sus aspectos folclóricos. Industria sí, campo no, pareció la consigna, aunque la Argentina sea conocida en el mundo, entre otras cosas, por sus grandes cosechas, por el sistema de la siembra directa y por la buena genética de sus reproductores ganaderos. ¿Borrar de la memoria oficial la contribución del campo a la construcción de la Argentina implica desconocer sus posibilidades de crecimiento futuro?
La primera versión de “Los estancieros”. Mi primer acercamiento a la historia de los estancieros lo hice a fines de los setenta, para una colección de temas argentinos que dirigía Félix Luna en uno de sus proyectos editoriales que permitieron a los entonces jóvenes investigadores darse a conocer, en este caso, en la Editorial de la Universidad de Belgrano (dirigida por Luis Tedesco). Me tomó años escribirlo, buscar la documentación, tratar de comprender los cambios ocurridos entre los tiempos de la “incierta riqueza de la pampa”, en que el ganado cimarrón se cazaba en vaquerías, a los de las vacas gordas del primer Centenario. En dicha oportunidad, el campo y sus riquezas ocuparon el lugar central del festejo de una nación joven que figuraba entre los principales exportadores de carnes y granos del mundo, lo que permitía crear una infraestructura material y recibir un porcentaje de cien mil a doscientos mil inmigrantes por año. Para relatar esta historia, busqué en los documentos la voz de los estancieros y realicé entrevistas personales a representantes del sector que estuvieran vinculados a la historia del campo, desde sus orígenes hasta la actualidad. Recuerdo que al principio consulté a mis primos, Horacio Sáenz y Dalmiro Sáenz, que me ayudaron a hacer una lista de posibles entrevistados. Horacio relató su experiencia en el campo familiar que empezó a trabajar directamente luego de un largo período en que había estado arrendado; recordó sus comienzos en un ranchito junto al Canal 1 (General Guido), donde se bañaba con agua helada en pleno invierno y cómo para comprar provisiones o entretenerse en Maipú, a falta de otro vehículo, recorría 60 kilómetros a caballo. Todavía pasaba por esa ruta de tierra “la Galera”, que conservaba su histórico nombre aunque funcionara a motor, llevando recados y paquetes para los vecinos. Con el tiempo, la situación de Horacio mejoró: “Cuando está todo en orden, el molino anda y los animales en sus potreros, no hay nada que hacer. Si vendo el campo, tengo el equipo del [teatro] Maipo a mi disposición. Pero no lo hago por lirismo. Todo criador se caracteriza por el lirismo”.
Por su parte, Dalmiro (Boy), que había poblado un campo fiscal en la Patagonia a comienzos de los años cincuenta –ocupación que pronto abandonó por el oficio de escritor– describió al ganadero argentino como un filósofo de la economía y a los estancieros patagónicos como gente blanda, producto del buen trato, de la ayuda económica y crediticia. En cambio, observó, el empresario tiene una vida agitada por los vencimientos, los conflictos laborales.

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