domingo, 5 de diciembre de 2010

Dos peronismos en pugna. Por Julio Bárbaro


Una sociedad dividida y un gobierno derrotado en las últimas elecciones legislativas encontraron en la muerte de Néstor Kirchner un elemento catalizador que revirtió o, al menos, cuestionó el presente y el futuro cercano.
Si la dureza caracterizaba al enfrentamiento, el dolor de sus deudos y seguidores caracteriza el presente.
El gobierno consolida su frente interno e ignora si necesita de aliados o le alcanza con los que tiene; la oposición, con sus señales impuestas por lo irreconciliable, se queda sin sentido al perder a su enemigo, y allí donde se concebía que imperaban más del cincuenta por ciento de los votos en contra, son tantos los candidatos posibles como compleja la trama para construir una alternativa.



Si en vida, la envergadura de Kirchner fue relevante, tras su muerte parece imponerse una política distinta a partir de su mera ausencia. Luego vienen las interpretaciones desmedidas, propias y ajenas, que elevan o denuestan como simple manera de imponer humores.
La sociedad tiene una primera minoría que apoya al gobierno y una considerable dispersión mayoritaria que imagina cambiarlo. Lo complejo es la agresividad con la que se relacionan estos dos sectores, la implacabilidad de un enfrentamiento que tiene en su violencia verbal la profundidad de la que carece en su fractura ideológica, virulencia que quizá debamos rastrear en aquella compulsa donde los jóvenes de los setenta enfrentaron a Perón.
Una mezcla compleja: algunos reivindican la violencia mientras cuestionan las conductas del líder; otros opinan como si el peronismo fuera un pasado común, y son muchos los que eligen el silencio del pragmatismo. Pero al poner en tela de juicio a Perón, sólo se toma distancia de aquel que vino a abrazarse con Balbín y se vio obligado a expulsar a los “imberbes” que persistían en el camino de la violencia.
Sé que es complejo iniciar este debate. Pareciera que se está poniendo en duda el sentido de la entrega de tantas vidas, y la ideología en su revisión se enfrenta con el dolor en su explicación. Pero si bien es cierto que no hubo dos demonios, tampoco lo es que el respetable heroísmo de los desaparecidos se asentara sobre una lúcida explicación de sus objetivos.
En este enmarañado modelo de reivindicación del accionar de los guerrilleros y devaluación del rol de Perón y su pueblo, se inicia el camino hacia un presente belicoso con más aire de reivindicación resentida de un conjunto de desaciertos que de recuperación de la historia peronista.
Es indudable que hay batallas dignas de ser dadas, aunque no expresen otra cosa que urgencias momentáneas. Vivimos hoy una realidad política donde la verdad se encuentra despedazada y sus restos pueden encontrarse en cada uno de los sectores en juego. Cuesta aceptar que cada decisión gubernamental de enfrentar a un enemigo coincida con las necesidades coyunturales de mejorar el bienestar colectivo, pues siempre queda la sensación de que las confrontaciones obedecen más a la impotencia de dialogar que a la imposibilidad real de llegar a un punto de coincidencias.
Pero todo remite no tanto a la historia del peronismo, sino a la de los grupos juveniles que acompañaron a Perón en su retorno y lo enfrentaron al poco tiempo, a aquellos a quienes el líder entregó una parte importante de la responsabilidad política - gobernadores, diputados, ministros- , mientras las organizaciones armadas seguían convencidas de que el poder surgía de la boca del fusil.
En tanto no exista una profunda autocrítica de aquella convicción y se continúe endilgando a Perón responsabilidades que les corresponde asumir a los sobrevivientes de esos grupos, va a ser muy difícil que se conviertan en auténticos convocantes a la unidad nacional. Al actuar como si fueran los únicos representantes de sectores revolucionarios, los demás seguimos arrastrando la culpa del temeroso reformismo. Nada más equivocado. Nosotros, siguiendo a Perón en su propuesta pacificadora, elegimos el camino de la democracia. No es que Perón necesite de nuestra defensa; basta ver que se lo combate en un tema en el que la atroz historia posterior demostró que la razón estaba de su lado.
El genocidio de la dictadura no absuelve de responsabilidades a una conducción que jamás asumió el valor de la vida de sus militantes: la contraofensiva, por ejemplo, nos exime de toda explicación sobre el asunto.
Y es entonces cuando uno entiende que si el gobierno, con sus aciertos y errores, encara un debate objetivo, favorecerá la salida de esta encrucijada de altibajos donde cada sector alberga el temor del triunfo de su antagonista.
La democracia no se condice con los miedos: ni toda la verdad está en el gobierno ni todo el mal, en el cuestionamiento que propugna la oposición. Hay partes de razón dispersas por el arco político, y cada elemento es un ladrillo ausente en la construcción colectiva que, como todos sabemos, aún nos falta forjar.
El gobierno está en condiciones de ampliar su espacio de consenso y mejorar el nivel de sus propuestas. Miremos si no el caso de Brasil, Chile y Uruguay, donde la democracia despide a sus presidentes con más del ochenta por ciento de apoyo. En nuestra realidad, la obstinada voluntad de continuar ejerciendo el poder lleva a una lenta erosión de sus fuerzas y a la generación de mayoritarias energías opositoras.
Esa fue la respuesta de la última elección, la que Kirchner con su voluntad primero y con su muerte después, convirtió en pasado lejano. Esa es la memoria que se necesita para ampliar consensos y buscar aliados, aportar adhesiones y disminuir rencores. Si las encuestas muestran un seguro triunfo, sería tiempo de consolidar el modelo, expresándolo como comprensible para el conjunto y convocando a la colaboración de todos.
Lamentablemente, y vuelvo ahora a la cuestión de los enfrentamientos estériles, se intenta heredar del peronismo las confrontaciones de sus inicios a la vez que se niega su contribución a la pacificación en su último gobierno. Cuestionar a Perón es posible- ¿quién podría negarlo?- , siempre y cuando se haga desde el poder que aporten los propios votos y no en medio de un proceso que pretende parasitar su memoria. Al esgrimir los nombres de Evita y de Campora, se intenta tomar distancia del de Perón, olvidando que esos nombres simbolizan a quienes crecieron en la lealtad a las ideas y, por ende, no soportan la deformación de los advenedizos.
Soy consciente de que este debate no involucra a todo el gobierno, pero siento que subyace y nos obliga a aclarar posiciones. Cómo no citar a Tzvetan Todorov quien, en su reciente visita a Buenos Aires, expresó: “Estoy sorprendido por el hecho que los monumentos a la memoria que existen aquí no incluyen a las víctimas del terrorismo.”Es que la teoría de los dos demonios, al encontrar un verdugo, no resuelve los errores de la víctima ni legitima sus propuestas.
La dictadura y sus cultores deben ser descartados para siempre; la guerrilla y sus seguidores merecen un lugar en la propuesta de unidad nacional, por su dignidad y su sacrificio, no por sus aciertos o su lucidez, inexistentes ambos.
Nuestra sociedad necesita que esos grupos asuman sus responsabilidades de otros tiempos; de lo contrario, este conflicto y sus consecuencias parecen no encontrar un posible final. El peronismo y el presente les ofrecen la integración en sus filas, pero hoy como ayer, esto se tornará inviable mientras intenten ser la conducción o la vanguardia sin hacerse cargo de dolorosos desaciertos propios. Pensemos que en países hermanos, militantes con cárceles y persecuciones a cuestas son capaces de convertir su experiencia en sabiduría y convocar a la unidad nacional.
No estamos ante una discusión coyuntural: no se cuentan votos ni se distribuyen cargos. Lo que está en juego es, en definitiva, el futuro institucional que deberá acompañar la vida de nuestros hijos, porque no tenemos derecho a equivocarnos de nuevo.
Para cerrar el ciclo de desencuentros, debemos aceptar las responsabilidades del pasado y abandonar la soberbia, como único camino hacia una política trascendente.

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