sábado, 30 de marzo de 2013

Borocotó hizo escuela. Por Gonzalo Neidal

“¿No le gustan mis principios? No importa: tengo otros”, bromeaba Groucho Marx. Probablemente sea este Marx y no el otro, el más obvio, el que ha inspirado a la cúpula del kirchnerismo que siempre hace gala de sus posicionamientos de izquierda y su filiación marxista.

Lo ocurrido recientemente con el Papa parece una comedia de enredos de dudoso gusto, si no fuera porque se trata de un episodio patético en el que están involucrados la máxima jerarquía de la Iglesia Católica y la presidenta de su país de nacimiento, donde él desempeñaba su actividad pastoral.
El peronismo siempre se ha jactado de seguir la Doctrina Social de la Iglesia, de tener gran afinidad con sus postulados y de ser, en la Argentina, en los hechos, su brazo ejecutor. El peronismo comparte con la Iglesia su preocupación por los pobres y ha tenido varios acercamientos ideológicos con ella. De los buenos y de los malos.
Pero, como fuere, la Iglesia Católica es un núcleo de poder e influencia no sólo espiritual. Cualquier gobernante, sea creyente, agnóstico o ateo, debe tenerla en cuenta al momento de diseñar sus políticas. Saber qué piensa, al menos. Incluso el casi momificado Fidel Castro, con el paso de los años ha cambiado sus puntos de vista al respecto y ha recibido, con ceremonia y respeto, la visita de Juan Pablo II, echando por la borda una antigua concepción del marxismo acerca del “opio de los pueblos”.
Pero el gobierno de Néstor y luego el de Cristina, tomaron fuerte distancia de la Iglesia Católica. No les gustaban sus críticas. En realidad, a ningún gobernante le gusta que la Iglesia les señale sus falencias y menos aún en el terreno de las políticas sociales o de la justicia. Ya Alfonsín, transformó una misa en una asamblea universitaria cuando subió al púlpito a responderle a un cura que había osado criticarlo.
Néstor y Cristina huían de Bergoglio cada vez que podían. Y podían casi siempre. Lo desairaban en sus Te Deum. Preferían ir a Tucumán, a Salta o a Luján al momento de las misas conmemorativas de las fechas patrias. Le hicieron el vacío. Lo ningunearon. No respondían a sus pedidos de audiencia. Jamás intentaron un acercamiento. Y lo atacaron de mil maneras a través de la prensa oficialista.
Cuando Bergoglio fue elegido Papa, importantes referentes y gente vinculada al poder, se apresuraron a opinar de la peor manera del nuevo Sumo Pontífice. Luis D’Elía, Hebe de Bonafini, Estela de Carlotto y varios periodistas que viven de la pauta oficial. Incluida la novia del vicepresidente de la Nación. Todos dispararon sus dardos contra el Papa, jugando una carrera de chupamedias para ver quien era más duro y quien se anticipaba más a los dichos presidenciales que vendrían y que ellos suponían, serían críticos.
Pero Cristina no come vidrio. Habrá sido una irresponsable en su relación con la Iglesia durante diez años, se habrá relacionado con ella con criterios livianos de agrupación universitaria pero el Papa es argentino. Y eso no es joda.
Si ella hubiera continuado en su actitud belicosa, hubiera hecho el ridículo internacional: el mundo aclamaría al nuevo Papa y ella aparecería objetándolo. No, eso era imposible.
Pero el nombramiento de Bergoglio era una pesadilla para el gobierno. Por eso trató de evitarlo por todos los medios. Intentaron una operación política, acusándolo de mil cosas siniestras. Al estilo como lo hacía Néstor en la política local: denuncias que luego se esfumaban, que caían en el olvido. Pero esta vez no lograron resultados: Bergoglio fue elegido Papa.
El costo que hay que pagar es el del ridículo. El de la borocotización súbita. El del cambio inopinado de posición. El de la mudanza sin explicaciones. Los enemigos de Bergoglio se transformaron rápidamente en sus grandes defensores. Y una presidenta nerviosa hace sus valijas y viaja a Roma a llevarle un mate a un hombre nacido en Flores.
Si uno lee los pronunciamientos de algunos de los genuflexos vecinos al poder, antes y después de la visita presidencial al Papa, no puede más que ver dibujada en su rostro una sonrisa piadosa. Es tan grotesco ese gesto acomodaticio que causa vergüenza. Es tan carente de pudor, que convoca al desprecio.
Lo de la presidenta es comprensible: una jefa de estado tiene que estar dispuesta a tragarse algunos sapos por razones que hacen a su función y al protocolo. Todo bien. Pero el coro de aplaudidores que vive del presupuesto nacional, resulta patético e impresentable.
Pero cada gobierno cuenta con los comunicadores, políticos e intelectuales que se merece. Así están las cosas.


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