miércoles, 17 de octubre de 2012

Todos los peronismos: el peronismo. Daniel V. González

¿Quién es más peronista?

¿El que reivindica las empresas públicas o el que ve con buenos ojos las privatizaciones de los años noventa?
¿Quién es el “verdadero peronista”?
¿El que exalta la trayectoria de los Montoneros o el que los cataloga como vulgares asesinos y terroristas urbanos?
¿Quién respeta más “el espíritu del ’45”?
¿El que se identifica con famoso y conminatorio discurso de Perón, crítico de los “estúpidos e imberbes” o el que conserva sus simpatías por los expulsados de aquel 1° de Mayo?
Podríamos plantearnos una larga, interminable lista de preguntas similares hasta desembocar en la más actual de todas: el “auténtico peronismo”… ¿es el que despliega el gobierno actual o el que esgrimen sus críticos que también se denominan peronistas? ¿Menem fue un traidor y los Kirchner son los restauradores de los valores del peronismo originario o fue al revés?
El 17 de Octubre de 1945 fue la irrupción de un nuevo país, que había permanecido soterrado hasta ese momento: el que pugnaba por ser industrial. La crisis del ’30 había hecho que los ganaderos tradicionales, toda su vida librecambistas, tornaran hacia el proteccionismo. La ausencia de divisas, la brusca caída del comercio internacional, los obligó a restringir las importaciones como nunca lo hubieran pensado. Argentina comenzó a fabricar muchos de los productos que antes importaba. Surgieron pequeños talleres, miles de empresas familiares que se añadieron a las ya existentes vinculadas a nuestro status agro exportador (frigoríficos, puertos, etc.). De las entrañas mismas del país agrario surgía, tortuosamente, una industria propia, escasa, débil, producto de la crisis y de su prolongación en la Guerra Mundial. Ese mundo es el que se expresa a través de Perón.
Primero desde la secretaría de Trabajo y Previsión y luego desde la presidencia, Perón entendió el momento histórico que vivía el país y, en un contexto de gran prosperidad fundado en la producción agraria, reorientó los fondos del agro hacia un intento de industrialización que resultó, en gran medida, efectivo.
Hacia comienzos de los cincuenta, el mecanismo ya estaba agotado. Las nacionalizaciones, la apropiación parcial de la renta agraria para ser volcada a la industria en forma de subsidios, los aumentos salariales, habían fortalecido la economía doméstica pero el esquema ya mostraba sus primeras dificultades. Y Perón toma conciencia de ese hecho.
Con su segunda presidencia viene una etapa menos conocida del peronismo: el de las rectificaciones que hoy podrían muy bien denominarse “ortodoxas” o “liberales”. Perón llama a los trabajadores a trabajar más y a parar menos, abandona el IAPI (monopolio del comercio exterior), convoca al capital extranjero para la extracción de petróleo y la producción de automotores pues llega a la conclusión de que el estado, por sus exclusivos medios, no bastaba para el desarrollo del país que él ambicionaba.
Es en el curso de esas claras rectificaciones que Perón es derrocado en 1955 y en las casi dos décadas posteriores de exilio su discurso y el de sus partidarios recobra los matices y argumentos del primer tramo de su gobierno (estatizaciones, altos salarios, subsidios, expansión del gasto público, etc) y posterga el último tramo de su paso por el poder, el de la reformulación de una política agotada.
En su breve paso por el poder a partir de su regreso al país, Perón apenas menciona aquellos años dorados. Los días le alcanzan para enfrentar a los Montoneros, que asesinan a dirigentes sindicales, militares y empresarios, toman cuarteles y lo desafían incluso ya restablecida la democracia y recuperado el poder. Perón los enfrenta y dice que “hay que aniquilarlos uno por uno para bien de la Patria”.
El peronismo recupera el poder recién en los años noventa, con Carlos Menem. La situación era completamente distinta. Hereda de Alfonsín una inflación galopante, apenas 120 millones de reservas en el Banco Central, un estado paquidérmico e ineficiente, empresas públicas derruidas, desocupación altísima. El contexto mundial también había cambiado: el comunismo se derrumbaba en todo el mundo y se abría paso una época de reformas que, además, Argentina reclamaba a gritos tras décadas de anquilosamiento del estado.
La década de los noventa, hecho que se oculta puntillosamente, fue de gran crecimiento económico. El PBI aumentó un 50% en su conjunto y la inflación fue controlada con el rígido sistema de la caja de conversión (convertibilidad). Las empresas públicas eran insostenibles para un estado pobre, por lo cual se imponía su privatización. Durante los años de Menem las exportaciones se triplicaron, se expandió la capacidad energética del país, la producción de combustibles y las reservas de hidrocarburos. Se reformuló el estado, que actuaba virtualmente como un seguro de desempleo. La eliminación de la inflación produjo un shock económico de consumo, al recuperar el crédito, viejo ausente de la economía argentina durante décadas. Cuando se fue del gobierno, Menem dejó 25.000 millones de dólares de reservas.
Esta política fue respaldada por el pueblo argentino en sucesivas elecciones que, incluso, le valieron a Menem la reelección. Muchos peronistas (además de economistas keynesianos y socialistas) celebraron con gran entusiasmo que, dos años después de que el riojano abandonara el poder, la convertibilidad eclosionara. Ello demuestra, piensan, que las reformas de los noventa llevan al caos y que, además, eso sucedió porque se había osado traicionar el esquema estatista y populista del peronismo originario.
El gobierno en curso ha regresado al esquema del ’45, al menos en lo formal. Subsidios, ensanchamiento del gasto público, estatización de empresas, desafío a las leyes económicas más elementales, restricciones al acceso a la moneda extranjera, rechazo al capital extranjero (¡”vivir con lo nuestro”!) y otros vicios de un populismo ya completamente fuera de época y en decadencia terminal.
Un dato curioso, paradójico e incluso risueño es éste: el bravío populismo de Cristina Kirchner sobrevive gracias a la potenciación de una producción agraria que el país pudo desarrollar en gran parte al margen del estado, incorporando tecnología y conocimientos del mundo global y con gran protagonismo del sector privado (¡la oligarquía!). Además, los precios internacionales que han permitido sostener estos años de gran despilfarro populista, se han originado en la fuerte industrialización de China, país en el que la difusión de la propiedad privada y el modo capitalista de producción, han sacado de la miseria a millones de personas, incorporado al consumo y, con ello, cambiado la economía mundial.
El secreto del éxito populista actual, entonces, proviene de la fuerza impulsora de quienes, como los chinos, se abrieron a la producción capitalista más clásica.


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