martes, 16 de octubre de 2012

Cuando la realidad obliga a mentir. Por Gonzalo Neidal

Oscar Wilde solía decir que los hombres de cierta edad otoñal se vuelven más intensamente románticos, como si intentaran compensar con palabras la mengua de su vigor amatorio.

Hemos recordado esto al leer un viejo texto que el azar ha puesto en nuestras manos. Se trata de un folleto de 1983, difundido por el Partido Comunista Argentino en el que se transcriben discursos y resoluciones correspondientes a una reunión plenaria del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) realizado a mediados de ese año.
Ubiquémosnos en el contexto: faltaban apenas un par de años para que Mijail Gorvachov comenzara a aplicar las importantes reformas a la estructura política, social y económica de la URSS, conocidas como Perestroika y que desembocarían en pocos años más, hacia 1991, en la implosión del régimen comunista en el país en que el sistema había nacido. Hay un leitmotiv que sobrevuela a los discursos de Yuri Andropov y de Konstantin Chernenko, además de la propia resolución del Pleno del PCUS.
Pues bien, cuando el régimen ya estaba carcomido hasta los tuétanos por sus propias contradicciones y limitaciones, y –aunque el mundo lo desconocía en su extensión- se encontraba en las vísperas de su eclosión definitiva, la preocupación de los políticos rusos estaba centrada, asombrosamente, en… ¡el aspecto ideológico, en el fortalecimiento del discurso!
Dice Andrópov: “¿Cuáles son, en las condiciones actuales, las principales tareas del Partido en el trabajo ideológico?” Y responde: “Hay que elevar decididamente toda nuestra labor ideológica, educativa y propagandística…”. Esa era la preocupación central de la cúspide de la dirigencia soviética en los meses previos al hundimiento. Vivían ajenos a los datos que la realidad les arrojaba a la cara. O bien, habían llegado a la conclusión de que la fatalidad que se anunciaba en su economía podría ser contrarrestada si se consolidaba un discurso que la sostuviera en un esfuerzo ciclópeo y heroico.
Salvando todas las diferencias del caso, en la Argentina estamos asistiendo a un proceso similar, en algunos aspectos. El principal de ellos es el énfasis puesto por el gobierno en la consolidación de un determinado relato de los hechos que van ocurriendo en el país. Para ello, el gobierno apela a todos sus medios: la reiteración de la Cadena Nacional, actos políticos con presencia y discurso presidencial casi a diario, la multiplicidad de medios de prensa adictos y el intento severo de acallar como sea a los que expresan otros puntos de vista.
Pero cada vez con mayor intensidad, el discurso que se intenta imponer está recibiendo los embates de una realidad tozuda y rebelde, cuyo volumen y robustez hacen imposible que pueda ser absorbida con facilidad por el discurso vigente.
¿Cómo reacciona el gobierno ante este hecho tan incómodo? Muy sencillo: miente con descaro.
Un caso fue el del dólar alto, llamado eufemísticamente “competitivo”. El paso del tiempo y la inflación, lo horadaron al punto de destruirlo completamente al menos en su jerarquía de “pilar del modelo”, que era la que se le había conferido. Por ser tan obvio el desmejoramiento cambiario, ya nadie habla del tema. Pero la presidenta se atreve a decir, en sus discursos públicos, que no existe atraso cambiario, algo que ningún economista está dispuesto a refrendar.
Otro caso patético es el de la inflación. El INDEC es motivo de mofa pública. Sinónimo de mentira institucional. La presidenta, en su desdichado paso por Harvard, aceptó, de un modo indirecto, que su gobierno mentía en este tema: sugirió que también en EEUU los índices de precios son falsos. Da vergüenza ajena ver a algunos pocos funcionarios esforzándose ¡todavía hoy! por sostener que el verdadero índice de precios es el del INDEC y que los publicados por consultoras y economistas no es técnicamente correcto.
Finalmente, ahora la presidenta ha añadido un nuevo tema en el cual también existe un abismo entre la realidad y los dichos oficiales: el del cepo cambiario.
Resulta entre triste y grotesco ver a la presidenta de los argentinos explicando con esforzada argumentación que el cepo cambiario (o sea, la imposibilidad de comprar y vender dólares libremente) no existe. Y más risible es aún la explicación que se atreve a brindarnos: que en lo que va del año, han salido del país unos 80.000 millones de dólares en diversas aplicaciones de las cuales, obviamente, la principal de todas son las importaciones y otros rubros del comercio exterior argentino. Queda sin explicar, ante cifra tan voluminosa, cómo es que el abuelo tacaño que quiere regalar 10 dólares a cada uno de sus nietos, no puede comprarlos.
Esta distancia entre la realidad verificable por la población y el discurso oficial aplaudido, tiene un efecto natural sobre una porción importante de la gente que sigue la información periodística: los enfurece.
Entre las explicaciones a que uno puede echar mano para explicar este fenómeno de mentira oficial, descartamos desde ya el hecho que la presidenta, mujer también muy informada, crea verdaderamente en lo que dice. Esto nos resulta impensable aún en el supuesto de los microclimas que siempre rodean las cúspides del poder (“diario de Yrigoyen”).
Nos inclinamos más a creer que, aunque se trate de tapar el sol con un harnero, el sistema de propalación de falacias sigue aún siendo eficaz para los integrantes de la tropa propia, siempre dispuesta a pensar lo que se le indica, con una disciplina propia de los soldados.
Al menos hasta que, en su avance irresistible, la realidad termine sepultándolos.

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