domingo, 14 de noviembre de 2010

Ser joven. Por Tomás Abraham


Yo también fui joven. Me echaron de la Facultad a los diecinueve años con bastones largos. En esos años, militaba en una agrupación de izquierda y gritaba “Illia-Perette, viejos amarretes”. En París participé del Mayo Francés con adoquín en mano. En el ’73, voté por la lista de Abelardo Ramos. Con el tiempo dejé de ser joven. Ser joven no es lo mismo que tener razón. En estos días, muchos se gratifican con las recientes escenas de jóvenes en la Plaza de Mayo. En realidad, la juventud es un invento de los viejos. Ningún joven se siente joven, sólo los que ya no lo son se sienten jóvenes. El día del velatorio de Néstor Kirchner, la televisión mostró rostros jóvenes. De veinticinco, treinta, no sé. Sorpresa y media para todos los que creían que la juventud se había alejado de la política, según el refrán acostumbrado. De todos modos, ir a una despedida no es lo mismo que presenciar un acto político.


No fue noticia –hasta el otro día al menos– que fueran jóvenes los que asistían a las manifestaciones públicas del ex presidente en sus giras por el país.
Me preguntaba qué época es la que vivió quien vino al mundo en 1990. La primaria con Menem. La secundaria con los Kirchner. A los once años, fue testigo de 2001. No participó del acontecimiento pero por lo que sucedía en las calles, escuchó a sus padres y los vio angustiados, preocupados o indignados. Durante su adolescencia se convierte en un sujeto comunicacional. Portador de celular, se acompaña con Facebook y Twitter. La PlaySation y el mp3 completan la serie. El contexto político le habla del juicio a genocidas, de las madres y de las abuelas. Sabe lo que son los derechos humanos. Es posible que tenga noticia de la asignación por hijo. No hablo de un militante, sino de un joven cualquiera.
El otro día, di una clase frente a un centenar de jóvenes de veinte años en el CBC. Lo hago habitualmente, pero cada curso y charla son distintos unos de otros. El profesor de la comisión de filosofía intentaba que entendieran un texto de Nietzsche. En su mayoría eran alumnos de Arquitectura y Diseño. Después de un rato, pedí al encargado del curso hablar con los “chicos”. Les dije que el filósofo alemán también había tenido veinte años y que no nació filósofo. Su época lo instigó a optar por una carrera universitaria desde la que podía pensar su tiempo. Cuando vio que la disciplina elegida no le servía, cambió de rumbo. Desesperaba por la mediocridad de la cultura alemana, por su hipocresía, la falta de estímulos. Luego se la agarró con el cristianismo, el platonismo y Dios y María santísima. Entendía que les resultara difícil comprender a Nietzsche si nada sabían de su forma de vida, de los lenguajes de su época y qué lo motivaba para llevar a cabo un acto tan poco espontáneo como dedicarse a la filosofía. Pero también, suponía que no nos entendían a nosotros, docentes argentinos, y que nosotros tampoco mucho a ellos. Agregué que nos era algo difícil darles clase porque nos faltaba un mundo en común. Eso sucede normalmente en el ambiente educativo. Al menos, si el objetivo del docente es despertar la curiosidad por el mundo y provocar el deseo de estudiar, el espacio cultural compartido si no es necesario al menos es de una valiosa ayuda.
Les conté que yo también había sido joven. Pero que mi juventud y la de mi generación habían sido distintas a la de ellos. Nosotros nacíamos en un casillero. Un padre no sólo nos daba consejos sino que nos obligaba a cumplir con una tarea. Un maestro nos retaba y amonestaba. Un pastor nos culpaba. Un militar nos gobernaba. La policía nos sospechaba. Se nos castigaba. Hablo de la vida normal de un joven de clase media. Nuestro deseo era rajar. Irnos. Salir de casa, ser libres, tener sexo, poder estar en otro lugar, inventar lo nuestro. Golpeábamos las paredes del muro que nos fueron asignadas y soñábamos con un boquete. No estábamos presos, pero casi. Luchábamos contra la autoridad. La militancia, la contracultura fueron nuestra expresión liberadora. Ustedes, les dije, no parecen haber nacido en el interior de un casillero. Más bien los veo a la intemperie. Así como mi generación se movía en un espacio estriado, el que ahora veo es liso. Es muy difícil construirse por voluntad propia un casillero contra el cual golpear la cabeza para endurecerla y templar la voluntad. Desear. Transgredir.
Por otra parte, un joven hace el amor en casa. La madre divorciada le hace un lugar para que se sienta cómodo y no se vaya. Compu, celu y cama. La vieja no quiere quedarse sola. Si está casada, los cónyuges tampoco se desesperan por quedarse solos y mirarse la cara en la cena. La tele no alcanza. Además para los jóvenes vivir solos implica alquiler, garantía, depósito, y un trabajo por encima de los mil quinientos o dos mil pesos para compartir un lugar. Comprar vivienda es de otra época. Laburo no sobra. Hay datos duros. La deserción escolar es muy grande. La desocupación juvenil también. Los trabajos son temporarios casi por definición. En nuestro país no hay seguros para el “paro” y billetes de avión de veinte euros para irse a cualquier lado. La aventura no se mide por viajes. El paco. El sida. El aborto. La violencia familiar aliada a la miseria que hace que muchos pibes también sueñen con rajar y no saben adónde, o padres que los quieren echar sin saber tampoco cómo ni adónde. Todo eso no es de viejos. No digo que ser joven es feo sino que no es fácil.
Los que gobiernan un país, los que dirigen instituciones, los que están al frente de empresas no son jóvenes. De treinta y cinco para arriba, a veces bien arriba. La gente se conmueve por todo lo que hacen los jóvenes porque son el futuro. Nosotros, los grandes, nos acostumbramos a ver en ellos, los chicos, a posibles asesinos o pobrecitos abandonados por la sociedad, o profetas inclementes con dedos acusadores. Y cuando nos dan la espalda y hablan de temas que no entendemos, cuando se ríen entre ellos y nos dejan afuera, nos cae mal, pésimo. Y cuando nos integran a su mundo, cuando nos escuchan con atención, si opinan como nosotros, sentimos que el destino nos regaló un gramo de inmortalidad.
El otro día la Presidenta, en su primera alocución luego de la muerte de su esposo, dijo que los jóvenes de hoy tienen suerte porque se los cuida, se los protege y se les da un país prometedor. No deben pasar por lo que padeció su marido, el ex presidente; se refería a la persecución y la represión de otras épocas, y que veía en ellos la cara de Néstor Kirchner. Brindo para que sea cierto. Pero no sólo en la Argentina sino en el mundo; en Francia, Grecia, entre otros países, parece ocurrir algo distinto. Viejos costosos y jóvenes desocupados son protagonistas de un conflicto de difícil resolución. En la medida en que el desarrollo de las fuerzas productivas se acelera, el proceso de exclusión laboral y déficit fiscal se agudiza. El nudo no se desata sino que se aprieta aún más. Pero la queja debilita. La juventud debe prepararse. No se “es” joven. Se transita por la juventud, y por poco tiempo. No basta la militancia, hay que agregarle el conocimiento, la pasión por el estudio, no sólo académico, sino la preocupación por la excelencia en el oficio. Es una apuesta, no tiene resultado garantizado, vale por su vitalidad y optimismo.

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