domingo, 14 de noviembre de 2010

El país no necesita una persona providencial. Rodolfo Terragno


En su Tratado Político, Baruch Spinoza recomendó: “No reír, no llorar, no odiar. Comprender”. El holandés lo tenía claro: las “razones del corazón” -a las que aludía su contemporáneo Blaise Pascal- oscurecen el análisis político. No dejan ver por qué una sociedad avanza o retrocede. El “corazón” hace sentir que el progreso depende de la voluntad o capacidad de una persona. No hay, en realidad, líder capaz de empujar un tren.Un conductor político es apenas un emergente de fenómenos sociales o condiciones económicas que lo preceden.Si las circunstancias son propicias, el conductor podrá contribuir a aprovechar (o a desperdiciar) la oportunidad. Si son desfavorables, podrá contribuir a atenuar (o a agravar) sus efectos. Sólo contribuir. Quienes creen que un individuo es portador de dicha, ríen cuando lo tienen y lloran cuando lo pierden.


Quienes creen que un individuo acarrea infortunios colectivos aprenden a odiarlo.Para unos es un redentor. Para otros, una suerte de Caribdis, el monstruo que todo lo devoraba. Ambas imágenes son, por supuesto, inadecuadas.Analicemos -no reparando en las personalidades de los gobernantes sino en factores subyacentes- lo que ocurrió en Latinoamérica las últimas décadas.Deuda, híper y estancamiento. El precio del petróleo (a valores constantes) se había mantenido fijo durante un siglo. Tras la guerra de Yom Kippur, el derrotado mundo árabe se vengó de Estados Unidos, aliado de Israel, dejando de venderle crudo. Con esa gigantesca demanda insatisfecha, el precio se disparó, sumiendo a las naciones industriales en la recesión y achicando la demanda global de materias primas. Todo eso golpeó a las balanzas de pagos en Latinoamérica, poniendo a la región en un dilema: endeudarse o estallar. A la vez, con el precio del crudo multiplicado “n” veces, los árabes -pese a exportar menos barriles- se empacharon de dólares. No sabiendo qué hacer con tanto dinero, lo pusieron a plazo fijo en bancos internacionales que -para pagar los intereses de semejantes depósitos- corrieron a buscar países necesitados. Latinoamérica, con tal de resolver sus problemas de corto plazo, tomó préstamos y se obligó a pagar colosales tasas más adelante.Los “petrodólares” dieron lugar a una dramática inflación: en los Estados Unidos, la prime rate, que hoy está a 3.25, llegó a 23; y el servicio de la deuda latinoamericana se tornó de cumplimiento imposible.La región se encontró hipotecada, presa de la híper y con exportaciones devaluadas. No había hombre providencial que contrarrestara semejantes factores. Dieron prueba de ello Raúl Alfonsín, Alan García o Carlos Andrés Pérez (a quien no le bastó siquiera el abundante petróleo de su país).Divisas, estabilidad y crecimiento. Desde que Deng Xiaoping impulsó el “comunismo de mercado”, China comenzó a crecer a razón de 10% anual y el mundo cambió por completo. Ese país tiene mano de obra barata, pero necesita alimentar más de 1.300 millones de bocas. Hoy China azota a las industrias occidentales y traga materias primas que llegan del tercer mundo. En esta situación, no hay país latinoamericano que no progrese: aun Haití, el más pobre del hemisferio, creció 2,9 por ciento el año pasado (antes del terremoto). Las arcas latinoamericanas se han llenado, los déficits se han desvanecido y el desempleo ha bajado varios peldaños. Los gobernantes parecen émulos criollos de Midas. Ha sido la fortuna de Luiz Inácio Lula da Silva, Néstor Kirchner o Alan García (el mismo que hace diez años era símbolo de ineptitud).Sin duda, unos gobernantes pueden conducir las crisis mejor que otros; y en tiempos de holgura, no todos sacan el mismo provecho. Los más aptos reducirán el costo marginal (o incrementarán el beneficio marginal), pero nada más que eso. Los tiempos que vienen serán bien distintos de los pasados. Habrá vientos cambiantes, que -cuando vengan de frente- obligarán a navegar en zigzag, con las velas perpendiculares y la quilla baja. De momento, hay viento de popa. China seguirá comprando soja. La Argentina, por otra parte, tiene una prudente relación deuda/PIB y un apreciable nivel de reservas.No obstante, una guerra mundial de divisas o una nueva ola proteccionista golpearían a la economía nacional.Beijing no parece dispuesto a rendirse ante Occidente, que querría un yuan más fuerte para que China exportara menos, importase más y creciera más lentamente. A falta de un yuan fuerte, Estados Unidos devaluará el dólar: la Reserva Federal ha de “inventar” 600.000 millones que debilitarán al dólar, frenando la importación y alentando la exportación. Lo mismo podría ocurrir en otros países que acompasan al dólar, como la Argentina. Sin embargo, el resto del mundo no se quedará de brazos cruzados. El Banco de Japón ya está comprando dólares, para limitar la cantidad de yen circulante y disminuir el valor de su moneda. La Unión Europea no dejará que la robustez del euro impida la recuperación de su economía. En medio de esta guerra, los capitales financieros buscarán los mercados que ofrezcan mejor rendimiento, provocando un exceso de liquidez y, por lo tanto, inflación. Es una amenaza para la Argentina, que ya tendría -según una estimación de consultores privados- la tercera inflación más alta del mundo. El país no necesita una persona providencial. Necesita un gobierno que vigile los cambios de una economía mundial voluble y tome, con inteligencia y presteza, las medidas para valerse de las ventajas o sortear los peligros.

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