lunes, 8 de noviembre de 2010

Esa palabra. Por Tomás Abraham

Se usa demasiado la palabra “odio” en la Argentina. Muchos se quejan del odio de los otros. Afirman sin descanso que en la oposición hay seres deleznables, hipócritas, degradados, amorales y de derecha, que odian al Gobierno. El odio antiK no ha sido menor en la magnitud de su rencor. Existe una fuerte pasión por denunciar el odio de los otros. El escritor César Aira inventó, en uno de sus relatos, el concepto de “narapoia”. Define con este nuevo vocablo clínico a la compulsión por perseguir al otro. Abundan los narapoicos en nuestro país. Conocemos esa psicopatía que prende en esos seres que corren coléricos detrás del prójimo gritándole al oído que el odio debe acabar. Hay quienes demuelen todo en nombre del amor, de la justicia, de la verdad y de Dios. El daño más grave que le hace al país el kirchnerismo con y sin jefe es su fanatismo y sectarismo.

La retórica revolucionaria ya no se usa para crear un hombre nuevo, generoso y solidario, sino para señalar opositores al “modelo”. Esa es la función del cuidado decorado en el velorio, con la foto del Che sobre el féretro. No se estimula a la juventud a tomar las armas pero se emplea la misma mística que justificó la violencia “maravillosa” de los baños de sangre históricos. En 2004, en el acto de la ESMA, se humilló la figura de Raúl Alfonsín sin tener en cuenta que juzgó a los criminales de Estado con un fusil en la cabeza y no frente a un cuadro en un colegio militar. Se endiosó a la juventud de los años setenta en lugar de guardar silencio en su homenaje y reflexionar sobre la dimensión ética y política del Nunca Más. Años después, se redobló la afrenta cuando el ministro Aníbal Fernández insultó con bajeza al fiscal Strassera. El campo era la fuente de desarrollo tecnológico de nuestro país y la vanguardia en su integración en el mercado mundial que le daba los dólares al Banco Central y llenaba la caja de los Kirchner. Cuando con la 125 la población salió a la calle, todos, tanto los que eran parte de la protesta como los críticos al accionar irresponsable del Gobierno y los que pedían bajar los decibeles, fueron tratados de procesistas, destituyentes y oligarcas. El monopolio, que fue socio del Gobierno y construyó durante años su imagen positiva, se convirtió por decreto de necesidad y conveniencia en el holding manipulador de nuestras conciencias a la vez que enemigo público de la libertad de prensa.
Hacer del fallecimiento de Néstor Kirchner un martirologio, ungirlo en una pira sacrificial en el que un hombre muere para redimir a su pueblo, esta nueva escena de la crucifixión sin duda tiene un rendimiento rápido y fácil. Profundiza el modelo del fanatismo, la intolerancia y la culpabilización hacia quienes se atreven a pensar de otro modo. ¡Pero no hay muertos!, nos dicen –lo que ya no es cierto después de Mariano Ferreyra–. “¡Todavía estás vivo a pesar de lo que pienses!”, nos recuerdan para subrayar nuestra ingratitud. En lugar de abrir la discusión, encontrar un terreno común para reflexionar sobre los problemas no resueltos de la pobreza, el trabajo en negro, la crisis educativa, la desocupación juvenil, la desnutrición infantil, el aborto clandestino, una estrategia de desarrollo integral a mediano plazo, etc., la energía está puesta en una supuesta guerra contra interminables demonios.
Luego de la muerte del ex presidente, si un opositor al Gobierno manifestaba su respeto por el mandatario desaparecido, era un hipócrita. Si señalaba después de su muerte sus deficiencias, era un fabricante de odio. Si guardaba silencio, seguramente se reía como un monstruo en su casa. Los narapoicos insistieron con entusiasmo en denunciar a los que se alegraron con la muerte de Néstor Kirchner. Esta es la cultura política a la que nos acostumbró el kirchnerismo, la que dice poner en la agenda de los argentinos el tema de los derechos humanos, la distribución de la riqueza, la libertad de prensa y la solidaridad con los pueblos latinoamericanos. Así se fabrica el espíritu revolucionario en nuestro país.
Diré algo personal. Viví varias veces al margen de las grandes manifestaciones populares. No me integré a la recepción a Ezeiza en el ’72. No fui a recibir a Perón. A pesar de ser un futbolero nato, no estuve en la calle en la demostraciones de millones personas por el logro de la Copa en el Mundial del ’78. Me quedé en mi casa. En la euforia generalizada por la invasión y la Guerra de Malvinas, tampoco participé de aquel acontecimiento patriótico. No estuve junto a otros millones en el golpe de Estado popular en 2001, ante un gobierno “ineficiente”, luego de diez años de algarabía por la eficiencia del anterior. Por eso no es ésta ni la primera ni la última vez que me encuentro fuera del foco aglutinante.
El kirchnerismo no ha sido víctima de nada. Por el contrario, ha sido agraciado con la bendición de los dioses. Gobernó años junto a un Congreso con quórum propio. Poderes especiales. Presupuestos aprobados ya antes de la votación. Demanda mundial de nuestros productos. Un Consejo de la Magistratura con mayoría y poder de veto. Una prensa “monopólica” adicta. Una sociedad aliviada por la recuperación económica, luego de la debacle de 2001. La integración transversal de partidos como el Frente Grande, el Partido Radical, el ARI. Un peronismo unido con Scioli y Solá en el gobierno, y Duhalde retirado en el Mercosur. La CGT con una dirigencia sobada y protegida. Organizaciones sociales controladas con subsidios y vigilancia política. Gobernadores subordinados por necesidades de caja. Una vida feliz hasta marzo de 2008. Luego, el kirchnerismo decidió que todo era una mentira y que el país está rodeado de confabuladores.
Hay un fascismo sentimental. Lo hemos vivido con el uso del dolor en beneficio del poder y de todo tipo de víctimas propiciatorias para legitimar la dominación de un grupo político. Los pobres, la bandera mancillada, los desaparecidos, los muertos idolatrados, la voluntad de hacer callar al otro persiste.
La democracia es un invento para proteger a las minorías y a los débiles, un dique jurídico y político contra el poder de las armas y el dinero. No es el gobierno de las mayorías. El despotismo más bárbaro puede tener su consenso mayoritario. La democracia se decide por las garantías y los derechos de las minorías, desde la ley antimonopólica en defensa de la pequeña empresa hasta la libertad de las minorías religiosas. De lo contrario, el sistema no es más que una caza de brujas.
No se trata de liberalismo sino de democracia. Y de violencia. No hay que ser un profeta para ver que si en algún momento falla la paz social obtenida con prebendas y sobrantes de recursos, la festejada y frágil paz social se termina. La palabra “militancia” se pretende idealista. Pero no se trata sólo de jugarse por una causa. El compromiso político exige no sólo convicciones sino lucidez y no excluye la honestidad. Más aún en la gente que dice ser parte del mundo de la cultura y de los aparatos educacionales. La “militancia” integrada a una visión del mundo apocalíptica, basada en guerras santas o de clases, arrasa con los cuerpos y degrada las almas. Esa militancia, ahí sí, es una fábrica de odio.
Por eso el cambio de tono y la necesidad de diálogo es vital. Hasta que la cultura política argentina no entienda esto que es básico para una convivencia nacional, las calles podrán estar llenas de gente que la libertad seguirá sola y el coqueteo con la muerte, que tanto atrae, mostrará una vez más su verdadero rostro.

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