jueves, 27 de noviembre de 2008

Auge y caída de la política menuda. Por Gonzalo Neidal

Néstor Kirchner, quien definitivamente gobierna sin pudores, ha sido ponderado incluso por sus rivales políticos por su gran habilidad política. Sabe, dicen de uno y otro lado, cómo se utiliza el poder, cómo funciona, dónde apuntar, cuándo apretar, cuándo aflojar, a quien disuadir con la caja, a quien conquistar con cargos u honores.

Ser experto en esa política menuda, tener pleno conocimiento de los pasadizos secretos por los cuales fluye el poder, moverse como un pez en el toma y daca de la conquista de las voluntades políticas adversas, parecen resultar condimentos imprescindibles y decisivos a la hora de “construir poder”, nombre pudoroso con el que los politólogos denominan –a la vez que justifican- el conjunto de transas carentes del mínimo pudor que circundan el poder.
Parte de esa habilidad consiste en dar golpes de efecto en el momento justo. Convocar a la prensa y hacer grandes anuncios descomprime a la vez que ocupa a los críticos en la evaluación de las medidas propuestas y, además, esperanza a los más crédulos. Y permite ganar tiempo a través de un pase mágico para desviar la presión hasta el próximo descontento.
Así tuvimos, por ejemplo, la gran inversión salvadora que iba a realizar China hace un par de años, la aparición de los casetes perdidos de la causa de la AMIA, el pago al contado al Club de París, la propuesta de tres bancos para solucionar el problema de los holdouts, el regreso de los fondos de Santa Cruz y varias más.
El anuncio no es una propuesta.
El anuncio es la solución. No hace falta nada más que el anuncio.
La prensa se ocupa de los 70.000 millones de pesos que se invertirán en obra pública y del gran impacto económico que esa inversión tendrá en la economía. Jamás habrá un listado concreto, montos, seguimiento verificable, información mensual sobre las obras emprendidas, etcétera. Jamás se sabrá cuánto de esa obra pública estaba ya en el presupuesto y cuánto se agregará. Ni cómo se financiará.
Pero hay una distancia entre un hombre que tiene esa aptitud para maniobrar, gambetear, escabullir, escamotear y lo que se suele designar como un estadista.
En una simplificación grosera podría decirse que el arte para construir y conservar el poder sería “de corto plazo” y que un estadista tiene la vista puesta en períodos de tiempo que se miden en décadas. Pero la diferencia es mucho mayor: las políticas de estado suponen un estilo de gobierno completamente diferente, fundado en alianzas políticas estables e incluso coincidencias básicas con la oposición en búsqueda de objetivos estratégicos comunes.
Si quisiéramos utilizar el lenguaje y las jerarquías creadas por Perón, podríamos decir que para el estadista primero está la patria. Para el maniobrero, él y su estrecho círculo.
El maniobreo político, la desesperación por no bajar en las encuestas, la política chica de las lealtades apoyadas en el apriete o la prebenda está en franca colisión con la búsqueda de un proyecto nacional abarcador.
Al menos en la concepción de quienes hoy gobiernan.
Dos casos como ejemplo: el saboteo permanente al Jefe de Gobierno de la Capital y la revancha contra el campo, al cual se le prohibe exportar y, en algunos rubros, se lo pone al borde de la extinción.
Pero más tarde o más temprano el maniobreo político sucumbe. No alcanza. Resulta insuficiente e ineficaz.
Antes o después las cosas caen por su peso.

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