jueves, 13 de marzo de 2014

La maldición de la abundancia. Por Gonzalo Neidal

Todos coinciden: la situación de Argentina es inexplicable. ¿Cómo puede ser que, después de tanto tiempo no hayamos podido quebrar la barrera de la pobreza e incorporarnos definitivamente al mundo desarrollado? Parece una maldición. Y en cierto modo, lo es.

Hace varios años, un Premio Nobel de Economía dijo que los países, conforme a su grado de desarrollo, se clasifican en cuatro grupos: Desarrollados, subdesarrollados, Japón y la Argentina. La ironía apunta a resaltar la singularidad de Japón, que no posee recursos naturales y alcanzó un elevado nivel de desarrollo económico y, por supuesto, la Argentina que tiene todo y no puede evadirse de su mediocridad.
Los argumentos para explicar lo inexplicable están, básicamente, partidos en dos vertientes. Los unos afirman que todo esto es consecuencia de una suerte de conspiración internacional de grandes poderes que sabotean sistemáticamente nuestro desarrollo. La expresión local de estos siniestros intereses es el “neoliberalismo” una suerte de fantasma que sobrevuela la economía y se nos aparece en los momentos menos pensados destruyendo todo lo que construyeron, pacientemente, los gobiernos que defienden el “interés nacional” y protegen al pueblo de la avaricia de los ricos y poderosos.
La otra línea argumental es, justamente, la liberal, para llamarla de un modo sintético, sin aditamentos que confundan. Para ella, los desmanes son producidos por los populistas, que despilfarran todas y cada una de las oportunidades que se nos presentan.
Como fuere, algo es claro: el nivel de pobreza que tiene la sociedad argentina no se condice con su dotación de recursos naturales ni con el grado de desarrollo de su cultura productiva. Porque no es que tengamos tierras fértiles y no sepamos cómo explotarlas. Al contrario: las hacemos producir con niveles de rendimiento y tecnología que nos ubican en la cúspide de la productividad mundial. Somos eficientes en la producción de alimentos. Por eso, el misterio es aún más insondable. Pero no somos el único país que lo padece. Para los países como para muchas personas, a veces la abundancia es una suerte de maldición. ¿Por qué? Porque al parecer genera en todos nosotros una suerte de cultura de la renta. A lo largo de los años vamos construyendo en nuestras cabezas la convicción de que, en realidad, nuestros problemas se solucionan con un par de buenas cosechas y que, hagamos lo que hagamos nunca nos pasará nada grave pues ahí estará siempre el campo para salvarnos de toda catástrofe con una cosecha oportuna.
Otras abundancias
Venezuela, aunque no solo ella, es un caso parecido al nuestro. Ellos tienen abundancia de un recurso renovable, como el petróleo. Y, al igual que Argentina, no les ha servido demasiado para lograr altos niveles de desarrollo.
Pero hay algo más: ambos países han tenido, en la última década, precios excepcionales para sus productos de exportación. El petróleo multiplicó su precio por diez y los productos del agro triplicaron su valor. Un extraordinario torrente de dinero fluyó hacia ambos países. Y se aplicaron a una política distribucionista irracional, impregnada de dádivas y subsidios que, por supuesto, sirvieron para aplacar parcialmente carencias seculares de gruesas capas de la población pero que de ningún modo se utilizaron para la construcción de una economía sólida, con objetivos de largo plazo, que pudiera incorporar en forma definitiva a una porción de los más pobres al circuito productivo, única solución final para la pobreza.
El problema es que, en tiempos de abundancia, los propicios para construir para el largo plazo, la tentación populista reverdece con gran fuerza. La abundancia de dinero y recursos seduce a los gobernantes y los impulsa al distribucionismo chapucero que, si bien logra paliar necesidades elementales, está muy lejos de contribuir a una solución definitiva a los problemas del desarrollo y la pobreza. En tiempos de abundancia de recursos, en realidad, resulta muy fácil crecer durante algunos años, cualquiera sea la política adoptada. El derrame de dinero sobre la economía, incluso sin ton ni son, produce inevitablemente ese efecto. Además, la manchancha populista tiene una ventaja irrefutable: genera apoyo popular. Retribuye en votos tanta distribución que, a la larga, resulta ineficaz para el objetivo planteado. Pero eso carece de importancia: los que deberán padecer las consecuencias de tanta ineficacia son los que vendrán. Incluso, con un poco de suerte, el gobierno populista-distribucionista puede ser recordado como una época de oro en materia de sensibilidad hacia los pobres.
Nos equivocamos cuando pensamos que el despilfarro y la cultura rentística era una característica de las clases altas argentinas. Lo es de toda la sociedad. La imagen de los “nenes bien” que viajaban a París y tiraban manteca al techo, se ha difundido a toda la sociedad, en todas las clases sociales..
El énfasis está puesto en la distribución como si la producción fuera un dato de la realidad.
Como si a la riqueza no hubiera que crearla sino que nos viene dada.
Como si Dios fuese argentino.
El ciclo argentino consiste en que siempre nos va bien pero después, siempre nos va mal. Y no entendemos bien por qué ocurre esto.
Es la maldición de la abundancia.

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