viernes, 1 de junio de 2012

Peronismo, nacionalismo y liberalismo. Por Daniel V. González

Una conocida frase de John Maynard Keynes, incluida en su Teoría General, asegura que “los hombres prácticos que se creen libres de toda influencia intelectual, generalmente son tributarios de algún economista difunto”.
La jactanciosa afirmación podría ser invertida: los economistas no elaboran sus teorías a partir de la nada sino por su observación de la realidad económica y social de su época, cuyos protagonistas activos y opinantes son, a menudo, los hombres prácticos que desdeñaba Lord Keynes.

Adam Smith fue un crítico despiadado del mundo económico británico de la segunda mitad del siglo XVIII, construido sobre la base de principios mercantilistas, que –en su momento- respondieron a las necesidades estratégicas nacionales de Gran Bretaña. En su monumental Investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones Smith no hace más que reconocer el valor indudable que esa política económica fundada en las ideas de Thomas Mun y otros pensadores británicos afines, para una etapa anterior de la economía del país pero, transcurrido el tiempo y al transformarse Inglaterra en el país más poderoso del mundo, esa concepción proteccionista ya había dado cumplido su rol y correspondía, en consecuencia, desmantelar el intrincado sistema ya devenido inapropiado. Correspondía abrazar el libre comercio, pues era éste el sistema más adecuado al nuevo status industrial de Gran Bretaña.

El debate económico posterior es bien conocido pero conviene repasarlo brevemente. El economista alemán Federico List publica en 1841 su Sistema nacional de economía política donde advierte que los postulados de libertad comercial propuestos por Smith, si bien apropiados para Inglaterra, no lo eran para Alemania cuyo atraso industrial relativo demandaba protección al menos hasta que este país hubiera alcanzado un nivel industrial similar al de su rival. Entonces sí, decía List, Alemania podría abrirse a la competencia libre tal como proponía el economista escocés.

Similares ideas tenían pensadores y políticos estadounidenses tales como Alexander Hamilton y Henry Carey para quienes la protección a la industria era el camino inevitable hacia la industrialización de los Estados Unidos. En cierto modo, la Guerra de Secesión fue también una batalla conceptual entre esos dos puntos de vista respecto de la política económica que, en ese momento crucial, debía llevar a cabo los Estados Unidos.

Fue hacia 1897, cuando Ulises Grant, presidente de los EE UU y general triunfante en la Guerra de Secesión, invitado a una exposición en Manchester y ante los reclamos de los industriales británicos, expresó en forma sintética y concentrada, el punto de vista de su país:

“Señores, durante siglos, Inglaterra ha usado el proteccionismo, lo ha llevado hasta sus extremos y le ha dado resultado satisfactorios. No hay duda de que a ese sistema debe su actual poderío. Después de esos dos siglos Inglaterra ha creído conveniente adoptar el libre cambio, por considerar que ya la protección no le puede dar nada.
Pues bien, señores, mi conocimiento de mi patria me hace creer que dentro de doscientos años, cuando Norteamérica haya obtenido del régimen protector todo cuanto éste pueda darle, adoptará definitivamente el libre cambio”.

Proteccionismo y liberalismo han sido las estaciones alternativas de un péndulo histórico que, con graduaciones y matices, pretende encerrar todo el debate económico y toda discusión sobre el rol del Estado en la economía. En tren de exagerar podría decirse que, efectivamente, la ciencia económica no ha hecho más que discutir sobre este tema a lo largo de toda su historia.

Pero ninguno de los pensadores más destacados de una u otra expresión ha tenido la pretensión de que sus pensamientos, teorías y propuestas pudieran tener una vigencia para cualquier tiempo y lugar. Al revés: todos y cada uno de ellos han advertido sobre el carácter circunstancial de sus puntos de vista, aunque se hayan reservado un lapso asaz prolongado para recoger sus frutos y efectos.

Más allá de la ambición de validez urbi et orbi que toda teoría pudiera encerrar, es la realidad, siempre cambiante, la que determina su pertinencia y validez para un momento específico de la historia de un país.

Volviendo al comienzo: la esclavitud más frecuente que los políticos y economistas de estos días muestran respecto de los pareceres de los economistas difuntos, no proviene de su distraída ambición de pensar con cabeza propia sino de su docilidad respecto de la letra, también muerta, de los economistas del pasado y su renuncia creciente a pensar por sus propios medios.

En otras y obvias palabras: el debate económico no puede prescindir de la observación de la realidad, que es donde cualquier teoría por sólida que fuere, encuentra sus necesarios correctivos y adaptaciones. El pensamiento activo y crítico sobre las circunstancias es lo decisivo. Hipólito Yrigoyen no necesitó leer a Keynes para implementar, desatada la crisis mundial de 1929, medidas de estímulo del mercado interno, núcleo decisivo del pensamiento del brillante economista británico.

El diálogo entre política económica y realidad social es obvio pero lo destacamos porque crecientemente el debate económico es presentado como una confrontación universal entre dos modos de mirar el mundo, entre puros conceptos abstractos despegados completamente de toda base material. Así, las medidas económicas adoptadas por los países derivarían de una adscripción de sus gobiernos a una u otra concepción, más allá de cualquier otra consideración. Conforme a esta visión, las ideas económicas han sido recluidas en un cofre sagrado, cerrado con siete llaves, y los seguidores de uno y otro bando responden a un mandato de lucha irreductible que proviene del fondo de la Historia, con capítulos que se nos presentan cada día. Así, el “neoliberalismo” sería una suerte de fantasma que recorre el mundo destruyendo las economías y condenando a la indigencia a los pueblos enteros. Del otro lado, y ya implosionado el socialismo, del que sólo quedan resabios evanescentes, ha aparecido el populismo, una versión degradada, laxa y con contornos más o menos difusos y arbitrarios, que se ofrece como una propuesta para que la economía sea organizada alrededor de un estado que, sabiamente, corrige los males e intenta demostrar que las leyes económicas pueden derogarse sin consecuencias desde el poder político. Que la economía es susceptible de una manipulación sin límites en el tiempo.

Peronismo y nacionalismo económico
El peronismo ha quedado asociado, en el imaginario del grueso de la militancia actual, al nacionalismo económico, a punto tal que toda propuesta o implementación de una política distinta es rechazada como ajena a su historia y como palpable traición a sus postulados fundacionales.

En esta persistencia del recuerdo de los años dorados -sin duda los más aptos para una construcción épica- ha jugado un rol importante el derrocamiento violento de Perón y la ulterior proscripción del peronismo a manos de las Fuerzas Armadas, con la complicidad de los restantes partidos políticos (radicalismo, socialismo, comunismo). En sus años de proscripción y persecución, el peronismo elaboró su pasado sin mezquinar idealizaciones ni énfasis en su perfil nacionalista, defensor de los intereses de los pobres, impulsor de la industria nacional y enemigo de la oligarquía y el imperialismo norteamericano.

Con este esquema del peronismo, que correspondió principalmente al primer lustro de gobierno, se educó la generación política de los años setenta, la que hoy gobierna. En aquellos años, la colisión con el líder fue inmediata e inevitable pues, además (y no por casualidad) los reclamos de una continuidad cuarentista por parte del peronismo montonero, estaban entrelazados con la convicción de la eficacia de las acciones armadas para el acceso y la permanencia en el poder.

Por eso, al chocar contra la voluntad de Perón, la continuidad histórica de la lucha setentista se desvía hacia Héctor Cámpora, a quien le atribuyen un potencial revolucionario al que era totalmente ajeno pues carecía de vuelo propio y su lugar en la historia provino exclusivamente del dedo de Perón.

La supervivencia del discurso “cuarentista” no proviene de un  capricho ni una manipulación sin fundamentos: la política económica del peronismo de los primeros años tuvo un fuerte contenido proteccionista, con gran participación del Estado en todas las decisiones. Esta característica proviene del momento histórico y político en que el peronismo nació y gobernó y de las precisas características y singularidades del movimiento.

En efecto, la república agraria había eclosionado en 1930, con la crisis mundial. Terminó ahí un largo ciclo de cincuenta años que había comenzado con la asunción de Roca y el sometimiento definitivo de Buenos Aires a la voluntad de la Nación. Los treinta fueron años de caída en las exportaciones y protección aduanera defensiva, que generaron un incipiente proceso de industrialización. La guerra terminó de quebrar el sistema económico mundial y el Ejército tomó en sus manos, con convicciones estratégicas y concepto militar, la tarea de la industrialización del país. El Estado jugó allí un rol decisivo, como no podía ser de otro modo ante la ausencia de un empresariado nacional apto para ese desafío histórico. Protección aduanera, estímulo del mercado interno, facilidades crediticias y cambiarias para la industria y la construcción de un Estado empresario que absorbió los servicios públicos abandonados a su suerte por Inglaterra. El Estado, conducido por Perón y su Ejército puso manos a la obra para la producción de los insumos estratégicos de ese tiempo, tales como el petróleo y el acero. Además, desarrolló la construcción de aviones de alta tecnología e intentó asomarse al mundo atómico.

El resultado de esta política fue un formidable surgimiento de industrias livianas, la creación de una poderosa clase obrera sindicalizada, una fuerte redistribución del ingreso nacional y un avance sobre tecnologías sensibles de la época. La transferencia de recursos desde el agro hacia la incipiente industria y los saldos de guerra fueron el amalgama imprescindible que permitió que este proceso coronara con éxito, al menos durante algunos años.

El círculo virtuoso se nutría de protección de la producción nacional, altos salarios (que generaban apoyo electoral masivo), demanda interna, alimentos baratos, acumulación de capital.  Argentina parecía autosuficiente, invulnerable y encaminada hacia una prosperidad sin límites. Nace ahí el paradigma ideológico de la posguerra que se reivindica a sí mismo como una visión inédita de la economía y la sociedad, distante del capitalismo liberal como del socialismo estatizante.

Sin embargo, hacia el final de los años cuarenta, comenzaron a visualizarse algunos problemas que fueron identificados por Perón, quien se propuso enfrentarlos en un segundo período presidencial.

El segundo Plan Quinquenal

El crecimiento industrial planteaba nuevos problemas y desafíos y, además, una prolongada sequía mostró dramáticamente la importancia del sector agropecuario como importante pilar del proyecto económico. Ya sin abundancia de recursos y con las demandas que imponía el nuevo diseño de la economía, se verificó que la realidad económica requería correcciones y cambios de rumbo que evidentemente contradecían el discurso peronista originario, basado en el nacionalismo, la autosuficiencia nacional, el rol protagónico del Estado como empresario y el rechazo al capital extranjero.

Reelegido en 1951, Perón pone manos a la obra para rectificar algunos de sus puntos de vista centrales sobre la economía. Las circunstancias habían cambiado y Perón no tuvo problemas en corregir el rumbo y reemplazar políticas que ya no se adecuaban a la nueva situación que vivía el país. Aunque en lo esencial se mantenía el discurso de los años dorados y de loas a la economía del tiempo de abundancia, Perón, con sus acciones, comenzó a hablar otro lenguaje.

Las nuevas circunstancias obligaron a redefinir la relación con el capital extranjero, a establecer un nuevo vínculo con Estados Unidos, a establecer una relación entre salarios y productividad, y a tomar diversas medidas que habitaban fuera del arsenal habitual del nacionalismo económico y que más bien tenían una filiación ideológica y filosófica de corte liberal.

El Segundo Plan Quinquenal reformulaba muchas de las medidas que tuvieron vigencia durante la primera presidencia. Proponía, entre otras cosas:

a)              Aumento de la producción, austeridad en el consumo y fomento del ahorro. Explicaba la austeridad: eliminar el derroche, reducir los gastos innecesarios, renunciar a lo superfluo y postergar lo que no sea imprescindible.
b)              Crear un Estado de conciencia popular de austeridad en los consumos, para aumentar los saldos exportables.
c)               Elevar la tasa de interés y aumentar los límites hasta los cuales los depósitos reditúan interés.
d)              Suprimir o reducir gradualmente los subsidios al consumo y, en general, fijar precios sobre bases económicas.
e)              Restringir los aumentos salariales.
f)                 Restringir la inmigración a la que, sin lugar a dudas, se radique en las explotaciones agropecuarias o en los casos de técnicos especializados. Adoptar medidas tendientes a evitar su radicación en los grandes centros urbanos.
g)              Reducir al mínimo indispensable las expropiaciones por causa de utilidad pública. Recomendar suma prudencia en las presentaciones de proyectos que tiendan a cercenar o limitar arbitrariamente la propiedad. Evitar el establecimiento de controles y restricciones que afecten las inversiones de largo aliento.

Estas medidas provienen del discurso pronunciado por Perón al presentar el Segundo Plan Quinquenal, en febrero de 1952. Hacia el final de sus palabras, Perón afirmaba que “es necesario que cada uno de los componentes de una familia produzca por lo menos lo que consume. Para ello es menester quebrar la modalidad existente en muchos hogares de que el único que trabaja y aporta para los gastos, es el jefe de la familia. Todo el que está en condiciones de trabajar debe producir. Sólo así puede aumentarse el bienestar nacional, popular, familiar e individual”.

Los tiempos desde la primera presidencia habían cambiado y los ajustes y adecuaciones dictados por la realidad, se abrieron paso irremediablemente. La larga lista de ajustes, estamos seguros, causarían horror a muchos peronistas de hoy, que piensan que la única política económica implementada por Perón consistió en la de los primeros tiempos, marcada por las condiciones de holgura de los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Con la misma percepción de la estrechez e insuficiencia del mercado local es que Perón intenta la construcción de un bloque económico con Brasil y Chile, el ABC. Este proyecto, luego de varios fracasos, recién tuvo visos de concreción seria en 1991, con el Acta de Asunción y la creación del MERCOSUR.

El capital extranjero
Una de las rectificaciones más importantes de la política económica peronista fue la relativa al nuevo status que se establecía para el capital extranjero, es decir para las inversiones provenientes de los países a los que se había rotulado como imperiales y opresores. La hostilidad ( que algunos consideran ínsita en el discurso peronista) cedió ante la necesidad de inversión y la incorporación de tecnología. Perón, lejos de abrazarse a un concepto que se había transformado en un corsé para el crecimiento, un vehículo del status quo, dio un giro que se contradecía conceptualmente con los postulados de la primera presidencia, la de los años de mayor prosperidad.

Los enfoques que se abandonaban habían alcanzado tan fuerte arraigo en el pensamiento peronista que habían sido incluidos en el famoso Art. 40 de la Constitución Nacional aprobada en 1949.

La decisión de contratar a una empresa norteamericana para que reemplazara o bien se añadiera a la estatal YPF en la extracción de petróleo entraba en franca colisión con el discurso oficial de los años previos, según el cual los recursos propios, las empresas estatales y la voluntad patriótica del gobierno, eran suficientes para enfrentar los problemas que planteaba la economía y el crecimiento.

El contrato con la Standard Oil de California, de capitales norteamericanos, le significó a Perón ser catalogado como “entreguista” por toda la oposición, e incluso por una parte de su propio movimiento, abrazados a sus “principios” de mantener la propiedad y explotación estatal, aunque ello ocasionara problemas insalvables a la economía.

Esta revisión sobre el rol del capital extranjero dio nacimiento a la Ley 14.222, sancionada en agosto de 1953. En ella, se permite que, “a partir de los dos años de la fecha en que la inversión extranjera haya sido inscripta (…) el inversor tendrá derecho a transferir al país de origen utilidades líquidas y realizadas provenientes de la misma inversión hasta el 8% sobre el capital registrado que permanezca en el país, en cada ejercicio posterior anual”.

Alfredo Gómez Morales, ministro de economía en esos años de reformulaciones y rectificaciones, afirmaba que la idea era conseguir inversiones extranjeras para acelerar el desarrollo de la extracción de petróleo, la producción de acero y el desenvolvimiento de la química pesada. Y agregaba: “En lo que se refiere a la fabricación de elementos para transporte, las perspectivas se están materializando con la instalación en el país de fábricas; hemos iniciado la fabricación de llantas y ejes y estamos ahora estudiando la construcción en el país de motores diesel (…) Para nosotros el problema es de aceleramiento… (…) con la participación del capital extranjero, podremos adelantar su ejecución”.

Hacia 1954 el propio Perón afirmaba: “No teniendo capitales, llegaría un momento en que el ritmo del desenvolvimiento industrial argentino iba a ser tal que, con todos los capitales del Estado, no se hubiera podido financiar la explotación petrolífera necesaria para abastecer las necesidades de la industria”.

El país tenía capitales y capacidad de acumulación pero ellos resultaban insuficientes. “Vivir con lo nuestro” hubiera significado un retraso notorio pues, por ejemplo, YPF no estaba en condiciones de producir el petróleo necesario para un país que, se pensaba, continuaría creciendo.

En su segundo presidencia y en el marco del Segundo Plan Quinquenal, Perón cambió también su política respecto de la industria automotriz.

En este punto, la decisión consistió en complementar la acción estatal ejercida por IAME (Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado) con la producción de automotores a manos de la inversión extranjera. Así se negoció con IKA (actual Renault), Mercedes Benz y Fiat para la instalación de fábricas de camiones y automóviles.

Aquí el capital y el know how extranjero concurrieron en auxilio de un sector donde el Estado, a través de la diversificación productiva de la Fábrica de Aviones, había logrado crear un polo industrial en Córdoba. Ahí se producía el Rastrojero Diesel, un emblemático utilitario liviano y la moto Puma. Sin embargo, la inversión externa le dio una nueva dinámica al sector, transformándolo y creando un nuevo escenario de desenvolvimiento que se continúa aún en nuestros días.

Las empresas públicas

El núcleo duro del paradigma económico de la posguerra son las empresas públicas, el rol del Estado como empresario, productor y prestador de servicios públicos en forma directa. Su presencia, se pretende, es la medida exacta del patriotismo que embebe la política económica.

La privatización es considerada una verdadera traición a la Patria y entrega a los designios de los países imperiales. El debate atravesó los años y se nos presenta incluso hoy, al momento de discernir causas y culpas en el accidente ferroviario de la estación de Once, en el que murieron más de 50 personas o bien en la circunstancia de valorar la conveniencia de la estatización de Aerolíneas Argentinas, con un déficit abrumador.

Aquí también se pretende abstraer un instrumento de política económica de las circunstancias que le dieron nacimiento y sentido concreto. Se intenta instalar a las empresas estatales como depositarias de virtudes atemporales y con dimensión de precepto religioso.

Las empresas públicas, sin embargo describieron una parábola que comenzó en el peronismo de los cuarenta y culminó en los noventa, cuando su presencia en poder del Estado se hizo insostenible y Menem debió pasarlas al ámbito privado, hecho realizado con la aprobación de la amplia mayoría de su partido y el respaldo del pueblo argentino, expresado en comicios libres. Las empresas públicas surgieron de una necesidad histórica: el Estado debió tomar en sus manos tareas para las cuales carecíamos de una burguesía industrial que se hiciera cargo, o bien el prestatario extranjero abandonó a su suerte por falta de interés, como en el caso de los ferrocarriles y otros servicios públicos.

Con el paso de los años, el deterioro de todas ellas se hizo evidente. Se transformaron en un importante foco de corrupción estatal y  en una suerte de seguro de desempleo que absorbía mano de obra innecesaria para su desenvolvimiento. La ineficiencia, el deterioro y el desorden hicieron de ellas una carga imposible para el Estado. El gobierno de Alfonsín intentó algunas variantes pero contó con la férrea oposición del peronismo.  Los patrióticos discursos de Eduardo Menem en el Senado mostraban la voluntad del peronismo de esos años ochenta. Ni el Plan Houston para el petróleo ni la alianza con SAS para Aerolíneas pudieron avanzar. Los intentos reformistas de Rodolfo Terragno terminaron en un fracaso completo.

Tiempo de definiciones

El peronismo en ejercicio del gobierno y con la conducción del propio Perón desarrolló dos políticas económicas distintas. En el segundo período de gobierno rectificó el rumbo en muchos aspectos: fue convocado el capital extranjero, se redujeron los salarios en términos reales y los aumentos se espaciaron y se vincularon con el desempeño de la productividad. También se buscó disciplinar a los gremios,  eliminaron subsidios, se procuró establecer las tarifas públicas sobre bases económicas, se aumentó la tasa de interés, estimuló al sector agropecuario, etcétera. Todas estas medidas estaban en contradicción con las que se tomaron en el primer período de gobierno.

El cambio de orientación fue evidente. Sin embargo, en la convicción de extensas franjas de argentinos, el peronismo ha quedado asociado a la política económica de los tiempos de bonanza, con eje en un Estado poderoso y protagonista de la economía nacional. Es razonable: la conformación de un relato épico abomina de los tiempos de ajustes y dificultades. La imagen de la economía del peronismo es la de un país holgado y próspero.

Pero han pasado casi 70 años. Y en este tiempo algunas cosas importantes han cambiado en el mundo y en el país. Los proyectos económicos fundados en un rol decisivo del Estado, que a la vez ignore la iniciativa privada y el mercado, han implosionado de forma estrepitosa. De ningún otro modo puede ser leído el derrumbe de la Unión Soviética y de todos los países de Europa del Este. Las rectificaciones instrumentadas en China a partir de 1979, representan también una enseñanza difícil de obviar.

Perón supo cambiar de Miranda a Gómez Morales y no tuvo prejuicios ideológicos al momento de torcer el rumbo cuando ello se verificó imprescindible. Entendía que, con una u otra política, defendía el interés nacional y propulsaba el crecimiento económico.
Pretender que la política económica “auténticamente peronista” es una y que la otra es traición a la patria, es no haber entendido las lecciones de la historia. Y significa también eludir la responsabilidad de analizar los datos de la economía y la política del tiempo que nos toca vivir y de la realidad sobre la que tenemos que actuar.

Desde 2002 Argentina y muchos países emergentes gozan de condiciones mundiales extraordinarias y favorables para quebrar el status quo económico y social que nos abruma desde hace décadas. La formidable alza en el precio de los alimentos ha significado un ingreso de divisas inédito que hemos podido aprovechar en razón de que nuestros productores agropecuarios pudieron responder con una mayor producción, producto de la incorporación de tecnología, de inversión y una aptitud empresarial que pone a nuestro agro en la cúspide de la eficiencia mundial.

Los tiempos de abundancia han permitido al gobierno consolidar un discurso que asigna al presunto mérito de un inexistente “modelo” lo que corresponde a factores motores que, en lo esencial, han sido ajenos a su propia voluntad. Su imprevisión, producto en parte de una obsesión ideológica carente de sustento material, ha resquebrajado la viabilidad de una fantasía económica sustentada, en forma decisiva, en la abundancia. En economía, como en política, el voluntarismo de los gobernantes lleva a frustraciones colectivas inevitables.

Se imponen, como en otros tiempos, rectificaciones que contradicen el discurso oficial y que tendrán que apelar a odiosas medidas que abrevan en una vertiente ideológica abominable para quienes  hoy gobiernan. Si este camino se hace indigerible, quedará como alternativa la profundización de la ruta emprendida, que nos llevará a un callejón sin salida como sobradamente lo prueba la experiencia histórica propia y ajena de las últimas décadas.

El sendero se bifurca y es preciso elegir el que resulta adecuado para las precisas coordenadas históricas del tiempo que transcurre.


Bibliografía General

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M. Rapoport. Las políticas económicas de la Argentina. Una breve historia. Buenos Aires, 2010. Booket.



1 comentario:

José Antonio del Pozo dijo...

exhaustivo repaso, sí señor, del alma bifronte del peronismo, y de los errores del volutarismo y de la necesidad de rectificar errores.
saludos blogueros

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