martes, 12 de junio de 2012

Lanata, ¿jefe de la oposición? Por Daniel V. González

No es frecuente que un programa televisivo cuya temática principal es la política, alcance una medición como la que, desde su lanzamiento, está logrando Jorge Lanata con Periodismo para todos (y todas) en la pantalla de Canal 13, que en Córdoba reproduce Canal 12.

Recuerdo que hace 30 años, en las postrimerías del Proceso, vedada aún la actividad política partidaria, con un grupo de amigos nos reuníamos cada domingo con el módico divertimento de cenar y mirar Tato Bores, que tiraba algunos dardos ligeros al gobierno militar. En ese momento no había oposición pues la política estaba interdicta y las ironías del cómico sabían a gloria.
El de Lanata no es estrictamente un programa de humor; es un programa periodístico. Hay investigación, viajes, cámaras, observaciones, entrevistas, archivo, edición. Pero a todo ellos suma la ironía, el humor filoso, a veces el sarcasmo y la crítica directa. El efecto logrado es formidable: una medición de audiencia extraordinaria para un horario incómodo. Quienes desplegamos alguna actividad en Twitter sabemos que el programa de Lanata añade como espectadores a un público que habitualmente no sigue los programas políticos pero que cada domingo espera con ansia la hora 23.
La calidad de las investigaciones, el humor, el ingenio y las alusiones irónicas, explican el éxito desde un punto de vista técnico y televisivo.
Hay, sin embargo, una dimensión política en el éxito del programa. Mucha gente visualiza a Lanata como el único que enfrenta al gobierno con denuncias, argumentos, filmaciones y humor. Aunque las acciones de Lanata carezcan de perspectiva política y electoral, es claro que los televidentes que convoca tienen un claro perfil anti-kirchnerista. Es como si Lanata estuviera llenando, sin proponérselo, un espacio político vacante, desierto: el que le corresponde a los partidos de la oposición.
La coincidencia en el tiempo entre este éxito televisivo y la aparición de los cacerolazos, han hecho pensar a algunos miembros del gobierno que se existe una vinculación de causa-efecto entre estos dos fenómenos. En realidad, el único vínculo que parece unirlos es que ambos son la expresión de un hecho incontrastable: la virtual inexistencia de una oposición que exhiba voluntad de poder, firmeza crítica y discurso convocante.
Al no existir un polo político que pueda ser identificado como una opción de poder (aunque sea en construcción), el espacio de rechazo hacia el gobierno es cubierto por fenómenos ajenos a toda elaboración política planificada. La oposición está atomizada en una docena de pequeños grupos entre los que sobresalen socialistas y radicales. Éstos, sin embargo, se muestran complacientes ante la mayoría de las iniciativas importantes del gobierno nacional, que presenta temas de debate que a la oposición les resultan propuestas difíciles de rehusar. Toda la gama de políticas populistas cuentan con el apoyo del grueso de la oposición: socialistas, radicales y peronistas disidentes. Y casi lo mismo ocurre con las propuestas “progresistas”. El severo diputado radical Gil Lavedra acaba de presentar un proyecto conjunto con la diputada oficialista Diana Conti y la pinosolanista Victoria Donda para la despenalización del consumo de drogas, por ejemplo.
Radicales y socialistas han apoyado todas las propuestas más destacadas del oficialismo, tales como la estatización de los fondos de jubilaciones y pensiones, la estatización de Aerolíneas Argentinas e YPF, entre otras.
Esto no es una mera coincidencia legislativa. No: todo el arco político argentino está impregnado de “populismo” y “progresismo”. La oposición, incluido un sector del peronismo disidente, está atrapada en el discurso oficial, que –en líneas generales- comparte. Objeta los estilos, los modales y alguna que otra cosita suelta. Pero los grandes trazos le resultan inobjetables. Por ello, el espacio opositor se muestra desierto.
Pero la política abomina del vacío. Entonces aparecen Lanata y los tímidos e incipientes cacerolazos. Se trata de una queja espontánea y, en cierto modo, políticamente estéril.
Pero ya es algo.



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