Como
ocurre de tanto en tanto en la Argentina, nuevamente el dólar ha ocupado el
centro de la escena económica. Se habla de que la divisa norteamericana está
barata y que, en consecuencia, todos quieren comprar, ante la posibilidad
creciente de que en algún momento próximo ajuste su valor de un modo más o
menos abrupto.
lunes, 4 de junio de 2012
Dólar y Vivarachol. Por Daniel V. González
Este
gobierno tuvo la fortuna, en sus comienzos, de contar con un tipo de cambio
recién devaluado. El estallido de la convertibilidad llevó el dólar a tres
pesos y esta situación permitió, tras algunos meses de reacomodamiento,
solucionar dos problemas al mismo tiempo: el externo y el fiscal. Eran los
tiempos gloriosos de los superávits gemelos. Además, la secular tendencia del
deterioro de los términos del intercambio, se invirtió y, desde 2002, todos
nuestros productos agrarios se valorizaron por encima del precio de los bienes
que importamos. La situación no podía ser más propicia para el crecimiento
económico del país.
Más
aún: nuestros productores agrarios respondieron a la mayor demanda y al
estímulo de los mejores precios, con lo cual también crecieron las cantidades
exportadas, lo cual potenció aún más nuestro vigor económico.
Tras
la crisis con el campo (comienzos de 2008), las cosas comenzaron a cambiar. En
ese momento, el dólar llegó a 3,05, cifra alrededor de la cual se mantenía, con
breves oscilaciones, desde los tiempos de Eduardo Duhalde.
La
necesidad de revertir la relación de fuerzas y de recuperar los votos perdidos
tras el conflicto con el agro fue llevando al gobierno a expandir el gasto
público a través de subsidios y programas sociales de efecto innegable sobre su
caudal electoral. En un sentido, esta política ha sido sumamente exitosa: la
presidenta fue reelecta con el 54% de los votos en octubre pasado.
Pero
nada es gratis en economía. La expansión del gasto más la aceptación de
incrementos salariales generosos, hicieron reverdecer la inflación a niveles
desacostumbrados desde la instalación de la convertibilidad, excepto la crisis
en tiempos de De la Rúa. El índice de precios alcanzó la franja del 20/30%
anual. Este nivel de inflación no preocupó al gobierno, donde abundan los que
piensan que “un poco de inflación es bueno” o bien, como dijo el ministro Amado
Boudou, “la inflación perjudica a la clase media alta”.
Pero
la inflación, moderada primero y severa después, ha ido horadando día a día el
tipo de cambio que era alto al comienzo de la gestión kirchnerista. En ese
tiempo los economistas y periodistas afines al gobierno lo consideraban como
“uno de los pilares más importantes del modelo”. Poco antes de partir hacia su
destino diplomático en París, el economista Aldo Ferrer reclamaba hasta la
afonía un “tipo de cambio competitivo” el cual puede ser logrado, principalmente,
con una devaluación.
De
tal modo, la situación actual del dólar, su precio relativo, no es la
consecuencia de una conspiración empresaria ni financiera sino el resultado
inevitable de la política económica vigente. Y, en ese terreno, no tanto de la
abundancia de dólares (enfermedad holandesa) sino de la inflación, que ha
impactado sobre el valor de la divisa.
El
gobierno tiene un difícil problema por resolver. Una devaluación confirmatoria
de las expectativas provocaría un nuevo impulso inflacionario que, a su vez
alimentaría nuevas necesidades devaluatorias, en un espiral que ya hemos vivido
hasta comienzos de los noventa.
En
tan delicado momento, uno no tiene la sensación que la economía esté en manos
sabias y prudentes. Las intervenciones del senador Aníbal Fernández son una
muestra de la fragilidad conceptual con la que se está manejando el tema. El legislador
dijo, primero, que él ahorraba en dólares porque se le daba la gana. Fue
amonestado cariñosamente por la presidenta quien le adjudicó haber ingerido una
dosis de un compuesto farmacológico poco difundido. Pero inmediatamente, el
senador hizo algo insólito: pronosticó que el dólar libre, paralelo, blue
abriría ayer a 5,10 pesos, pues –reveló- Guillermo Moreno había cerrado una
negociación con las casas de cambio.
Que
un senador del que se desconocen antecedentes en economía opine tan
livianamente sobre el tipo de cambio, es algo que carece completamente de la
seriedad y sobriedad que son imprescindibles en toda mención de variables
económicas importantes y sensibles. Revela también, un grado de improvisación
preocupante. Pero lo más importante de todo quizá sea la evidencia de un
desconocimiento asaz robusto acerca de cómo se mueve la economía, cómo operan
algunas de sus variables más sensibles y hasta qué punto los mercados obedecen
a los funcionarios.
Estamos
en un momento crucial para el “modelo”. Tensiones acumuladas durante largos
meses y años están pasando su factura en este momento. Toda realidad que se
ignora, en algún momento reclama ser tenida en cuenta.
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