lunes, 26 de noviembre de 2012

Apuntes para una sociología del PJ actual. Por Gonzalo Neidal

En una formidable síntesis sociológica, Mirta Legrand afirmó que “Cristina volvería a ganar (las elecciones), porque hay más pobres que ricos”. Esto significa que, en el concepto de la mujer de los almuerzos, los pobres votan a la actual presidenta y los ricos, en contra.

Se trata de un diagnóstico similar al del propio gobierno quien ha señalado siempre que, quienes manifiestan en su contra, como los productores agropecuarios y los caceroleros, son gente con sus necesidades básicas satisfechas, gente que no padece hambre y que vive una vida holgada e incluso plena de abundancia.
En cambio los pobres están con el gobierno. Es este gobierno el que los representa y los defiende. Y es por eso que ellos, los pobres, lo votan cada vez que hay elecciones.
Así, el peronismo que gobierna pareciera haber encontrado la fórmula perfecta para ejercer, consolidar y mantener el poder: un grupo de intelectuales gramscianos, conscientes del valor de las ideas y la propaganda, logran saltar por encima de las estructuras del Partido Justicialista, del entramado de punteros barriales y líderes sindicales. Establecen un vínculo directo con “las masas”, con “el pueblo”, en todo caso suavemente mediatizado por los dirigentes sociales, incierta categoría de líderes que gestionan fondos públicos, construyen algunas viviendas y, con el resto, mantienen grupos políticos informales, de desocupados barriales, desclasados, gente con empleo informal, pobres de las márgenes de la sociedad, que engrosan los actos públicos oficiales.
Lo demás: nacionalismo cuarentista, fundado en un discurso de defensa del patrimonio nacional y de lo bueno que son las empresas públicas aunque ya sabemos de antemano dónde termina todo esto. Los déficits y las ineficiencias se acumularán a lo largo del tiempo y volverá la gestión privada, como una necesidad para abolir las pérdidas, añadir un poco de racionalidad y mejorar los servicios.
El formidable chorro de ingresos producido por el impacto de la locomotora china en la economía mundial, fue aplicado a proyectos de baja eficiencia que tuvieron como objetivo central la permanencia en el poder. Subsidios insostenibles, dos millones de nuevas jubilaciones sin aportes, asignación básica por hijo y miles de millones distribuidos a través de entidades informales, como las Madres de Plaza de Mayo y Milagro Sala, vehiculizaron un armado político paralelo al del PJ tradicional, fundado en municipios del Gran Buenos Aires, grandes sindicatos y partidos provinciales.
El actual gobierno también ha calado, es cierto, en un sector que tradicionalmente ha sido hostil al peronismo: una parte de la clase media semi ilustrada. Es, en cierto modo, la reedición de un fenómeno de los setenta, cuando millares de jóvenes de todo el país adhirieron al peronismo a través de las agrupaciones afines de los grupos armados. Veían al peronismo como una promesa de socialismo. Rápidamente se enfrentaron con los líderes sindicales y con el propio Perón, al que acusaban entre dientes de haber abdicado de sus convicciones revolucionarias de los años fundacionales.
En sus tiempos iniciales, el peronismo representaba una nueva sociedad en ciernes: la Argentina industrial que, silenciosamente se había configurado durante los años treinta, a la sombra de la protección a que nos obligó la crisis mundial. Los obreros industriales ocupaban un papel estelar. Los talleres y fábricas se multiplicaban, la industria metal mecánica avanzaba cada día. La Argentina se asomaba al mundo industrial, paradigma de la sociedad avanzada de la época.
El “frente nacional” de la época estaba formado por los trabajadores en tren de sindicalización acelerada (“la columna vertebral”), los industriales más pequeños, los peones rurales, el pobrerío del interior, en plena efervescencia y movilidad social. Y el Ejército, cuya intuición e inteligencia estratégica, a tono con los años, le indicaba que eran la industria y la tecnología las claves de un futuro pleno de incertidumbres, plagado de confrontaciones que llevarían a una más o menos inminente Tercera Guerra Mundial.
Hoy, todo ha cambiado. Los obreros son una minoría. El mundo de la producción formal ocupa la mitad de la mano de obra. Y los trabajadores agremiados, verdaderos privilegiados que gozan de respetables salarios, obra social, vacaciones y otros beneficios, no son sino una minoría menguante. Y se están desprendiendo del gobierno, que ahora ha pasado a representar a un mundo más indiscernible, informal, vulnerable y, por lo tanto, más sensible a las políticas clientelistas implementadas desde el poder. Todo aquello que permitiría a los pobres dejar de serlo, va en franca decadencia. La escuela pública es una caricatura de lo que fuera, el crecimiento del empleo depende del aporte estatal, la precarización laboral es una realidad abrumadora.
Pero, además, no es ésta una configuración social que esté evolucionando hacia formas de inclusión permanente y sustentable sino que tiende a cristalizarse y depender de los subsidios, la dádiva y otras formas también elementales del vínculo político.
No son los sectores más dinámicos de la sociedad los que respaldan al gobierno, sino al revés. El 20 de noviembre ha quedado claro que también una parte del sindicalismo, institucionalizado y fosilizado, tiene reclamos para hacerle a un gobierno que cree que puede prescindir del apoyo de las fuerzas sociales sobre las que tradicionalmente se sustentó el peronismo.


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