miércoles, 15 de septiembre de 2010

¿La Argentina seguirá siendo una democracia? Por Robert Cox

(Publicado en Clarín. Miércoles 15/09/2010)
Durante la dictadura, un diario publicó casi todos los días una mordaz denuncia contra los presumidos oficiales militares que condujeron a Argentina a una larga noche de horror . Ese diario era Clarín . Era una denuncia sin palabras porque el periodista que daba testimonio de los males e imbecilidades del proceso era el dibujante del diario, Hermenegildo “Menchi” Sábat.
La palabra inglesa cartoonist no hace justicia al trabajo de Sábat. Se lo describiría mejor como un Daumier de nuestros días, el crítico social e ilustrador francés, o como el Goya de este país, a pesar de que su trabajo no está imbuido de la ferocidad que caracteriza a los dibujos del artista español. Día tras día, al igual que los artistas/dibujantes que lo precedieron, Sábat pone al descubierto a la gente que está en el poder.


Era especialmente peligroso trabajar en las décadas en que Argentina estaba envuelta en las garras del terrorismo . El general Carlos Suárez Mason, adecuadamente conocido como “El carnicero”, envió a Sábat una grabación con una amenaza de muerte con su propia voz porque no le gustaba la forma como lo dibujaba.
Con todo, en un espléndido giro irónico, el más malvado de todos los miembros de la Junta Militar, el almirante Emilio Massera, fue tan presumido como para no ver que Sábat lo había mostrado en un devastador dibujo que captaba la maldad del almirante así como su narcisismo. Massera hizo llegar el mensaje a Clarín de que quería ese original.
Quedé fascinado con el retrato que hizo Sábat del comandante en jefe de la Marina. Lo mostraba sonriéndole a su propia imagen en un espejo de mano. Cuando vi el dibujo en Clarín esa mañana, recuerdo haber pensado y temido que Menchi hubiera llegado esa vez demasiado lejos en la sátira de un hombre tan loco por el poder.
Gracias a Dios, el amor tan arrogante de Massera por sí mismo impidió que se diera cuenta de que Sábat lo había pinchado en la página al igual que un naturalista pincharía un insecto venenoso para ser visto como un espécimen.
Sábat fue muy valiente al someter al ridículo a presuntuosos gobernantes militares que tenían el poder de la vida y la muerte sobre todos los ciudadanos.
Esta es una de las formas como es posible mantener la decencia humana en tiempos de tiranía.
Durante una exposición de sus dibujos en una importante galería del centro de la ciudad, cuando los militares se encontraban en la cima de su poder, Sábat incluyó dos enormes lienzos titulados “Retrato oficial” y “Héroe del ejército”. Son pinturas de un gorila con una sonrisa burlona vestido con un espléndido uniforme militar y de un extraño animal que podría ser una cruza entre un pavo y un orangután, ataviado también con un uniforme del ejército.
Cuando vi las pinturas en la exposición contuve el aliento y recé para que “El carnicero” no visitara la galería y para que ninguno de los otros visitantes, la mayoría de los cuales disfrutaron seguramente de una risita silenciosa a expensas del represor régimen, informara a las autoridades sobre esta defensa de la democracia maravillosamente subversiva.
Clarín tuvo otro momento de resistencia épica cuando María Elena Walsh, que hablaba valientemente en contra de la censura que, según sus propias palabras, había convertido a la Argentina en un jardín de infantes, desafió a la dictadura.
Su grito de dolor por la destrucción de la cultura argentina fue publicado en el suplemento cultural y fue como si una luz brillante hubiera horadado la penumbra.
Nosotros, los demócratas, ansiosos por aprovechar cualquier señal de resistencia para lo que sabíamos por entonces que era nazismo, o debiéramos haber sabido, bendecimos su corazón.
Menciono estos dos momentos de gloria en la historia de Clarín por razones personales.
Menchi Sábat es y fue un muy buen amigo durante cerca de medio siglo. La adorable María Elena es la estrecha amiga que nunca conocí, cuyas canciones, cuentos y arte como intérprete cautivaron a mi esposa, nuestros hijos, nuestros nietos y a mí personalmente durante más de 50 años.
Menchi y María Elena simbolizan para mí el aporte a la Argentina que una cantidad incontable de periodistas hicieron y hacen al escribir para Clarín , el más importante diario del país en términos de circulación.
El trabajo de Sábat y el gran gesto en defensa de la libertad hecho por María Elena Walsh hace cerca de 33 años adquieren hoy un nuevo significado en momentos en que Clarín es atacado.
Creo que es mi deber defender a Clarín tal como lo hicieron otros periodistas, en especial, Jorge Fontevecchia, editor de Perfil, una editorial rival. Lo hago por la misma razón por la que creí era necesario salir en defensa de Jacobo Timerman cuando fue calumniado y difamado, algo que muchas veces pensé debe haberle dolido más que las torturas que soportó en una de las cárceles clandestinas de los militares.
Timerman no era impecable. Él mismo admitió para su propia vergüenza haber complotado con los militares para derrocar al menos a uno, o dos o más gobiernos civiles.
La Opinión , el gran diario que fundó en su momento, fue financiado por David Graiver, un oscuro financista que contaba entre sus clientes a Montoneros, la organización guerrillera que también llevó a cabo algunas acciones terroristas contra la población civil.
Hay que decir en su favor que Timerman era un hombre sumamente generoso. Como empresario fue un genio que ayudó a llevar al periodismo argentino hasta el corazón de los medios modernos. Se enemistó con los militares, probablemente más por ser judío que por cualquier otro motivo, y fue tratado vergonzosamente. Fue injustamente encarcelado, privado de su ciudadanía y enviado al exilio. Tuvo suerte de escapar con vida porque los militares querían silenciarlo.
El Gobierno se hizo cargo de La Opinión.
La pregunta hoy es si Clarín y La Nación enfrentan la misma amenaza. La acusación contra Clarín es que, en sociedad con La Nación , aprovechó la situación de 1976, cuando Graiver murió en un accidente aéreo en México, para adquirir Papel Prensa, el fabricante de papel del país más importante, el único virtualmente.
La adquisición de la mayoría de acciones de Papel Prensa por parte de Clarín , La Nación y La Razón (cuyas acciones fueron luego compradas por Clarín ) junto con el Gobierno nacional fue algo en mi opinión muy deshonesto -entonces y ahora-. En mi opinión, la deshonestidad fue especialmente marcada en el caso de La Nación , que siempre se enorgulleció de su independencia.
Durante más años de los que recuerdo, la sociedad de ambos diarios en asociación con el Estado fue ferozmente criticada por la mayoría de los miembros de la Sociedad Interamericana de Prensa como totalmente sin escrúpulos y como una competencia injusta para los otros diarios argentinos. Recuerdo haber destacado durante una reunión de la SIP que en el caso de La Nación era como si el Vaticano decidiera abrir una clínica para abortos.
Se podrá pensar que una disputa de 33 años de antigüedad por una empresa de papel no es noticia hoy.
Muchas veces me pregunté, mientras se libraba este Guerra de Medios sobre el tema, qué piensa el hombre y la mujer de la calle sobre todo esto .
Lo que creo es que todo esto tiene que ver con si Argentina seguirá siendo una democracia . Si el Gobierno se hace cargo de Clarín , que parece correr el mayor peligro, como ocurrió con La Opinión , ello indicará que el actual gobierno no respeta la libertad de expresión , que resulta vital para una democracia saludable .
Como Clarín forma parte de un grupo mediático dueño de importantes canales de TV y otras empresas de comunicación, la amenaza no está confinada al diario . Una regulación del Gobierno ya ordenó a una empresa de Clarín , Fibertel, acusada de operar sin licencia luego de una fusión con Cablevisión, cerrar dentro de 90 días.
El Grupo Clarín enfrenta un futuro incierto si el Gobierno sigue amenazando con hacerse cargo , lo que afectaría al principal canal de TV del país, el 13, y a TN, el principal canal de noticias, así como a muchos diarios y emisoras de radio y televisión que pertenecen al Grupo en forma total o parcial.
Son temas serios los que están en juego aquí, que van más allá del debate sobre la recientemente promulgada Ley de Medios, que impone límites a la propiedad de los medios, y de la polémica sobre el papel y la propiedad de Papel Prensa.
En el momento en que el gobierno militar dio su aprobación para la compra de Papel Prensa pensé que era un soborno para que los tres diarios garantizaran su cooperación en el encubrimiento del plan de los militares de exterminar a todo aquel considerado “subversivo” haciéndolo “desaparecer”.
En otras palabras, todo aquel contrario a los militares corría el riesgo de ser secuestrado, torturado de forma rutinaria y asesinado luego. Los cuerpos debían ser hechos desaparecer por distintos medios. El objetivo era no dejar huellas de los restos humanos.
La adquisición de Papel Prensa es obviamente una cuestión que debieran decidir los tribunales . Lamentablemente, en su discurso al país sobre el tema de Papel Prensa, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner sugirió que, de algún modo, Clarín y La Nación eran responsables del secuestro y tortura de Lidia Papaleo, la viuda de Graiver, que fue secuestrada por los militares y retenida en una cárcel clandestina después de firmar los papeles que transferían sus acciones en Papel Prensa a los diarios.
Lidia Papaleo contó cómo fue torturada y violada y contó también su sufrimiento, en detalle, por primera vez en más de 30 años. Dice que hasta ahora no se había sentido segura de hacerlo. El secuestro de Lidia Papaleo, la familia Graiver y sus socios fue algo conocido por mí en líneas generales en su momento.
Pero fue recién cuando regresé a Argentina dos meses atrás, cuando me enteré de las barbaridades infligidas a Lidia Papaleo a través de una declaración que ella hizo durante una reunión del directorio de Papel Prensa, que no fue debidamente informada por La Nación y, por lo que sé, tampoco reproducida por Clarín . Ella difundió luego una carta detallada contando todo lo que tuvo que vivir.
Me sentí indignado, al igual que cualquier persona decente, por la crueldad que sufrió a manos de los militares y por la duración de su encarcelamiento. De todos modos, no creo que el CEO de Clarín, Héctor Magnetto, ni el editor de La Nación, Bartolomé Mitre, puedan ser vistos como responsables, en forma alguna, por las depravadas acciones de los torturadores de Lidia Papaleo .
Sí, debiéramos estar indignados por lo que sabemos sobre su sufrimiento. Pero debiéramos sentirnos casi igualmente indignados si la ley es pisoteada para apropiarse de Clarín o para intimidar a La Nación , como ocurrió cuando los militares se hicieron cargo de La Opinión .
Si fueran silenciados como lo fueron casi todos los medios durante la dictadura militar, estaríamos siendo testigos de una grave pérdida de libertad .
George Orwell debiera estar vivo y viviendo en Argentina en este momento para que pudiera advertir, una vez más, sobre el peligro que plantea para la democracia un autoritarismo de izquierda.
Esta nota, cuya reproducción fue autorizada, fue publicada en el Buenos Aires Herald, el domingo 12 de septiembre.
Leer más...

lunes, 6 de septiembre de 2010

Anatomía de la nueva gesta del Kirchnerismo. Por Beatriz Sarlo


(Publicado en La Nación, viernes 3 de setiembre de 2010)

Decidido a ganar en la primera vuelta electoral de 2011, ya que la derrota sería casi inexorable si tiene que disputar un ballottage, el Gobierno ha resuelto ir bocado por bocado, para consolidar en las capas medias un núcleo de votantes que no tenía hace un tiempo. Para ello maneja a la bartola categorías como "corporaciones" y "poder corporativo", corrompiendo el lenguaje público, como si su discurso, nimbado de advocaciones solemnes, fuera intocable.


De las corporaciones, el Gobierno tiene una visión instrumental y una caracterización difusa: negoció amistosamente con el Grupo Clarín hasta el conflicto con el campo, otorgándole la prolongación de sus licencias e introduciendo a su representante en la confianza de Olivos; luego lo encerró en un juego de pinzas con algunas de las cuestiones más sagradas que este mismo gobierno había tenido la decisión de poner en la primera página del orden del día: la identidad de chicos apropiados por la dictadura.El 24 de marzo de este año, la Presidenta le prometió a Estela de Carlotto que, si la Justicia no se pronunciaba sobre la identidad de los hijos de Ernestina Herrera de Noble, ella misma (suponemos que abandonando provisionalmente el cargo, ya que no podría hacerlo como jefa del Ejecutivo) la acompañaría con un recurso ante los tribunales internacionales para borrar "tantos años de impunidad y poder mediático". Hoy, la identidad de esas dos personas todavía no ha sido esclarecida, pero por razones que no son evidentes la cuestión ya no es agitada con la misma insistencia por el Gobierno. Fue reemplazada por otras: la cancelación de la licencia a Fibertel y la campaña sobre Papel Prensa.Tampoco en este último caso a la Presidenta parece haberle importado chapotear entre medias verdades, contradicciones y retruécanos, peleas entre hermanos y reapariciones en estilo lumpen de un ex miembro del círculo de López Rega. Las víctimas de la dictadura son puestas sin miramientos en una escena mediática y se las muestra más allá de lo que debe ser juzgado en público: gente que sufrió el terrorismo de Estado, hombres y mujeres con intereses, deslealtades, peleas, mentiras y ocultamientos. Nadie merece, mucho menos una víctima de torturas, ser llevado y traído en una investigación "trucha" (redactada por el inverosímil Guillermo Moreno). También los Montoneros tuvieron bajo presión a los familiares de David Graiver, después de que murió debiéndoles los 17 millones de dólares provenientes del secuestro de los hermanos Born. La Presidenta abrió este episodio del pasado argentino como una caja de Pandora y lo convirtió en una escandalosa y confusa lección de historia, en lugar de llevarlo inmediatamente a juicio, que es lo que debió hacer en primer lugar, si tenía sospechas fundadas.Todo en el episodio es siniestro: el secuestro de los Born, la administración de una parte del rescate por el joven financista Graiver, el reclamo de los montoneros a su viuda para que devolviera el dinero, en tonos diversos y con la amenaza de que podían pasar a los actos; la venta de apuro de los bienes para pagar a la guerrilla y a otros acreedores. Cercados por los montoneros y la dictadura, fueron también víctimas de la falta de principios con que se recaudaban fondos y quienes los administraban. Ser víctima no es un estado que mejore a nadie, sino que exige justicia -no importa el momento-, la pida o no la víctima misma.Todo es oscuro desde el golpe de Estado de 1976 y, como lo demostraron algunos periodistas como Robert Cox del Buenos Aires Herald , Manfred Schönfeld de La Prensa (hombre de derecha el último y liberal el primero) o Herman Schiller de Nueva Presencia , era posible hacer más de lo que hizo el gran periodismo. También era posible no hacer nada. En eso, los Kirchner tienen un currículum notable. No hicieron nada durante la dictadura, ni tanteando los límites como unos pocos políticos radicales y justicialistas, ni en el movimiento de derechos humanos, ni presentando siquiera un hábeas corpus. Nunca es tarde para convertirse a una causa justa, pero la conversión tardía no da tantos derechos morales. Los Kirchner se han dedicado a revolver la historia de los setenta. No se dan cuenta de que ellos no quedan exentos de ser acusados de indiferencia durante los años que duró la dictadura. Si dejaran de manipular esa historia sería más probable que nadie tuviera la tentación de recordar la de ellos.Pero necesitan esa historia para darle una dimensión ideológica a su epopeya. Las corporaciones y los monopolios se han convertido en la etiqueta con que se caracteriza a todos aquellos que pasan a formar parte del campo enemigo. De allí el carácter desacompasado de las políticas que la Presidenta ha propuesto en los últimos meses. Porque se ha peleado con el Grupo Clarín, comienza a caracterizarlo como el peor obstáculo a la libertad de información. Antes, cuando su marido era amigo del grupo, tal calificación no había formado parte del polvorín kirchnerista. No es aceptable decir "más vale tarde que nunca" o, en su versión más refinada: "ha llegado la etapa en la que es posible enfrentar ese monopolio".Todas son medidas tácticas. Perciben a los grandes diarios como enemigos, y quieren disminuir, como sea, su potencial influencia antes de las elecciones del 2011. En este marco, no se puede discutir en serio lo que debería haberse discutido: por ejemplo, un modelo a la norteamericana que prohíba que los diarios tengan medios audiovisuales en su zona de influencia; por ejemplo, si es una amenaza a la libertad de prensa que dos diarios sean fabricantes de papel (Jorge Fontevecchia, que no puede ser acusado de parcialidad a favor de las grandes empresas gráficas, no piensa que sea una amenaza), cómo debe el Estado supervisar esa integración vertical; por ejemplo, quiénes deben formar los organismos de control de medios audiovisuales. Con los Kirchner y su tacticismo, cualquiera de esas discusiones queda clavada en la coyuntura inmediata.Algunos dirán que el viejo topo de la historia, como lo llamaba Marx, cava sus surcos en profundidad convirtiendo estas medidas tacticistas en el camino que conduce a una Argentina libre de monopolios. Es difícil participar de ese optimismo sobre las andanzas del viejo topo. A los Kirchner no sólo no les importa la libertad de información, sino que la han redefinido: sería libre solamente aquella información producida y difundida por órganos que no sean dominantes en el mercado. Embellecen esta definición haciendo la alabanza de aquello que no les importó mucho cuando Kirchner fue gobernador de Santa Cruz: los pequeños emprendimientos periodísticos y los canales de información comunitarios. Ser un gran medio de comunicación ha pasado a representar una categoría estigmatizada. La excepción es la plataforma gráfica y mediática que el Gobierno está armando con el dinero público y emprendedores amigos.El Gobierno ha construido a su opositor. La famosa metáfora de que nadie resiste cinco tapas de tal diario se ha demostrado falsa, ya que son muchas más de cinco las tapas que el Gobierno, con razón, considera adversas. Al mismo tiempo, la Presidenta invita a una gesta que consolide a su alrededor el voto de izquierda, presionando sobre sectores filokirchneristas, como los que representa Martín Sabbatella.Mientras tanto, Kirchner se arrincona con miembros de otras corporaciones de peso histórico: Moyano ha llegado al Partido Justicialista de la provincia de Buenos Aires para iniciar un ciclo de recuperación sindical de posiciones perdidas en el aparato político. Esta "corporación" no ha hecho sino acrecentar su poder en los últimos años; los negocios limpios no son su fuerte, como lo demostró la renuncia de una ministra, Graciela Ocaña, desalojada por la fuerza de las farmacias y droguerías sindicadas y familiares, después de crear el neologismo "Moyanolandia".¿Qué van a hacer ahora? El tacticismo es una forma de la improvisación, incluso exitoso; es inmediatista. No es un proyecto político, sino un kit de supervivencia.

© LA NACION
Leer más...

domingo, 29 de agosto de 2010

Jorge Lanata y Papel Prensa


Los que siguen son los enlaces de dos videos con la opinión de Jorge Lanata sobre Papel Prensa y el gobierno de los Kirchner.

Uno, de su propio programa de TV en Canal 26.

El siguiente, es una parte de la entrevista que le hizo Ernesto Tenembaum en su programa de TN, Palabras más, palabras menos.



Esto saldra en la pagina al pulsar leer mas
Leer más...

El peligro del progresismo. Por Abel Posse


(Publicado en Diario Perfil. Sábado 28/08/2010)

El filósofo Alain Finkielkraut, en diálogo con su colega Peter Sloterdijk, considera el concepto o la teoría del katechon (o katejón) como una de las figuras más extrañas del pensamiento. Esta palabra griega, usada ya por San Pablo, se refería a la fuerza que retarda el fin de los tiempos. Es un espíritu más bien débil, de reacción contra lo que nos precipita hacia el fin. Podría ser entendido, según Finkielkraut, hasta como una ética de preservación, lo que empieza a estar desplazado por un entusiasta, y a veces ciego, progresismo.


Esta teoría o movimiento callado del espíritu recorre la Historia con altibajos. Curiosamente, San Pablo, que llegaría al martirio por Cristo, le escribe a su grey de Tesalonia: “Hermanos, estad firmes! Que no se engañe nadie, Cristo no vendrá sin que impere antes la apostasía, la inquietud manifestada a través del hombre de la perdición!” Algunos dicen que estos breves párrafos de Pablo equivalen a otro Apocalipsis. San Pablo no duda de que la idiotez de lo inicuo ganará el primer round de la batalla. (¿Por qué el Reino de Salvación necesitará esa derrota o esa previa supuración?).
Marx algo supo de la reacción aparentemente inútil cuando reconoció que rescatar lo bueno del pasado era también revolucionario. Esto incluiría como tarea principal del político diferir el precipitado fin de las cosas y aceptar prudentemente un progreso que bien podría ser destructivo. La palabra progreso tiene todos los prestigios: progreso nuclear, progreso social, tecnológico, dominio de la naturaleza, liberación de la mujer. En la sombra quedan otras palabras: Hiroshima, cambio climático, destrucción del equilibrio ecológico, estupidización subcultural masiva, envejecimiento poblacional. El lenguaje político empieza a imponer “lo correcto” para sentirse cómodo, como una simpática dictadura que nos amordazase con vendas de seda. La nueva dictadura se prefiere permisiva.
Pero en toda la cultura de Occidente se descubre una nostalgia del pasado (no lejano, a veces, de los cercanos pero idos años de la infancia). Hay casi una nostalgia transclasista para no despedirse hacia un futuro que se teme, sobre todo espiritualmente. Pregunta el filósofo francés a Sloterdijk: “¿Qué hacer ahora ante el crecimiento sin fin de nuestro poder de hacer?” ¿Cómo frenarnos, cómo reencontrar la naturaleza, la austeridad? Tendríamos que haber salido del laberinto con el hilo de Ariadna, pero no.
Esta nostalgia que flota por el arte, el cine, el culto de Elvis Presley o de los autos de los 50, no es tontería; conlleva el inexpresado katejón de rescatar lo ya vivido y bueno (esencia de la palabra tradición) y exponerlo en medio del tsunami progresista indiscriminado, donde lo viejo que se repudia, se confunde con valores no sustituidos.
Para algunos, nuestros hijos entran en un mundo que tememos, donde los caminos están envueltos en la niebla. Muchos cantan y aceptan el progresismo como aquél amigo un poco fascista al que Borges comunica la noticia de la caída de París en 1940, y que hace un gesto de triunfo que no puede anular la expresión del íntimo miedo.
El progresismo se presenta como lo juvenil. Tiene buena prensa y buena paga. Peter Sloterdijk expresa que llegamos a un punto oculto en la política de hoy, en el que la lucha de clases fue sustituida por la guerra de los adultos y los jóvenes. Sostiene que el progresismo juvenil, modal, medíático, debe ser remplazado por el progresismo adulto (que no quiere decir viejo o anciano).
El movimiento verde internacional que los jóvenes apoyan podría ser el instrumento de conciliación, el nuevo katejón que pueda fundar los pasos hacia un equilibrio existencial y de la existencia humana con la Tierra y el cosmos. Hay que repensar nuestra vida en el mundo, aunque tal vez ya estemos muy cerca de la catástrofe.
El genial San Augustín dedujo que después de los crímenes masivos y del saqueo de Roma, el katejón, la resistencia a la iniquidad y la no-vida, estaba en el Imperio romano, ya cristianizado desde Constantino. Hoy el Imperio es la iniquidad mercantilizada de lo que fue un extraordinario orden, hoy en aparente derrota.
Leer más...

sábado, 14 de agosto de 2010

Una economía fantasiosa. Por Juan LLach


(Publicado en La Nación. Miércoles 11 de agosto de 2010)

Parecería que nada más debería pedirle la política a la economía. El PBI crecerá 7,5%, el clima llevó la cosecha de granos cerca del máximo histórico, muchas industrias producen como nunca, el consumo vuela, proliferan los nuevos propietarios de autos, electrodomésticos y computadoras, y la recaudación bate récords y baja el riesgo país.


Inciden en este buen desempeño decisiones del Gobierno como el canje de la deuda y la asignación por hijo, la mejor política social en mucho tiempo, inexplicablemente lejos de ser universal. Otros datos son menos rutilantes. El desempleo baja, pero el empleo aumenta todavía lentamente. Las exportaciones crecen sólo la mitad que las importaciones, y el superávit fiscal se ha transformado en déficit. Aunque las autoridades lo soslayen, esta bonanza debe mucho al retorno del mismo viento de cola que empujó la economía desde 2002 hasta la crisis de 2008, con una fuerza no vista desde la década del 20, en el siglo pasado, por el vigoroso crecimiento de los países emergentes, que atravesaron airosamente la crisis y aumentan su demanda de alimentos y otros bienes básicos producidos por todas las provincias argentinas.
La más sonora nota discordante la da la inflación, que llegará este año a 25%, la segunda entre las más altas del mundo luego de Venezuela. El Gobierno sigue desechando la opción más lógica de hacer un programa de estabilización porque se niega a admitir las falsedades del Indec, aunque tal vez intentará en 2011 algún programa cosmético de cara a las elecciones. Otra alternativa era seguir como hasta ahora, usando al tipo de cambio como ancla, cumpliendo el programa monetario y desacelerando un poco el gasto fiscal. Ambas permitirían reducir gradualmente la inflación, consiguiendo idénticos resultados en los ingresos y gastos reales con menores aumentos nominales. En cambio, con las decisiones recientes de aumentar las jubilaciones, la asignación por hijo y el salario mínimo sin programa estabilizador se insinúa una peligrosa indexación de la economía. Es indudable la justicia y la legalidad de estos aumentos. Pero uno de los dramas de la inflación es, precisamente, la necesidad de aumentarla para hacer una justicia que ella misma se encargará de hacer efímera, como ocurre ahora mismo con las jubilaciones.
La inflación se nota y aparece día tras día. Hay muchos otros problemas, en cambio, que permanecen ocultos, pero que también amenazan seriamente la sostenibilidad del crecimiento argentino. Ellos son la contracara fantasiosa, la opuesta a las maravillas de esta economía fantástica. Comenzando por la producción, la demanda mundial, pero también las políticas agropecuarias están llevando a una sojización que degrada los suelos. Nos consumimos diez millones de cabezas de ganado en pocos años, y su naciente reposición será lenta y muy costosa. En esta década, se han reducido sustancialmente las reservas de petróleo de 488 a 380 millones de metros cúbicos, y las de gas de 777 a 350 millones. Pese a indudables logros, también la industria manufacturera, nave insignia del modelo, muestra escasísimas nuevas plantas grandes, aunque sí mucho mantenimiento y ampliaciones, junto al bienvenido crecimiento de muchas pymes. Ha habido algunas inversiones de porte en la industria automotriz, clave del crecimiento manufacturero de esta década, pero ello no ha impedido seguir aumentando su déficit comercial, que superará este año los 5000 millones de dólares. Las exportaciones en volumen físico han crecido desde 2001 un 4,5% anual, menos que el 7,5% de la década anterior y, aunque sorprenda, las exportaciones de manufacturas industriales crecieron 8,9% anual, también menos que el 9,5% de la anterior.
Todos estos son sólo algunos de los indicios que muestran que, pese a los discursos, poco se ha progresado en esta década para lograr una estructura productiva diversificada y centrada en el valor agregado y el conocimiento. No es sorprendente, porque el país carece todavía de una genuina estrategia de desarrollo -carencia que viene de muy lejos- pese a las erráticas cataratas de anuncios ceremoniales muchas veces incumplidos.
Parejas carencias estratégicas se observan en materia de infraestructura. Se cifraron con el siglo demasiadas esperanzas en el tipo de cambio alto, elemento importante pero insuficiente, casi sin atender la construcción de competitividad basada en instituciones y en inversiones de calidad. Se ha abandonado el discurso del tipo de cambio alto, el superávit externo está en retroceso y el primer trimestre de este año la cuenta corriente externa ha mostrado déficit por primera vez desde 2001. El sistema financiero y el mercado de capitales ya eran pequeños, pero se han achicado aún más y no hay instrumentos para ahorrar o tomar créditos a mediano o largo plazo. La inversión de los particulares argentinos en el exterior, llamada fuga de capitales, aumentó en esta década de 81.900 a 134.200 millones de dólares y la proyección inversora de las empresas argentinas ha sido exigua, aumentando sólo de 13.300 a 20.600 millones. Los números de la inversión extranjera en el país no son mejores y Perú está a punto de desplazarnos al sexto lugar en América latina. La inversión total recuperará este año lo perdido en 2009, pero su nivel es claramente insuficiente para sostener el actual ritmo de crecimiento, basado como está, en buena medida, en el consumo de capital, en la alta inflación y en distorsiones de precios como los de la energía y el tipo de cambio.
En materia fiscal, encontramos una virtual destrucción de la carrera de la función pública que había empezado a construirse; la reaparición del déficit y muchas ineficiencias en la prestación estatal de servicios públicos; una clara caída de la moral tributaria media a partir de la suspensión de las penas a quienes se acogieron a la moratoria. Diversas reformas previsionales han cargado con gravosas deudas a las generaciones futuras y la estatización de las AFJP se presentó engañosamente como una opción entre sector público y privado, cuando el verdadero dilema era entre un sistema de reparto, por el que se optó, o un más previsor sistema de capitalización, que bien podría haber sido estatal. El nivel del gasto público como proporción del PIB se encuentra en un valor récord cercano al 44%, y para financiarlo se recurre al impuesto inflacionario y al desplazamiento del crédito al sector privado. Hay, sí, un dato claramente positivo y es la reducción del peso de la deuda pública, que hacia fin de año se ubicará alrededor de un 43% del PIB y en valores aun menores si no se considera a los acreedores del propio sector público.
Ocurre pues que, como tantas otras veces en el pasado, el crecimiento del país no es sostenible y se basa en hipotecar parte importante del bienestar de las generaciones futuras. No obstante, la Argentina cumplirá en 2010 nueve años sin un derrumbe macroeconómico, acercándose al récord de 1963 a 1974, y esto es muy bueno para el país, para la democracia y para los más pobres, siempre los que más sufren esas catástrofes. El marco mundial favorable centrado en los países emergentes puede durar aún un par de décadas, por lo que habrá nuevas oportunidades de lograr un desarrollo integral y sostenible sin pasar necesariamente por un nuevo trauma.
Por ello es difícil que la campaña electoral de 2011 esté centrada en el problema económico, salvo en el caso de la inflación, que sí será protagonista. En parte será así porque las generaciones futuras no votan o no tienen información completa sobre los costos que les acarrearán las actuales políticas. Por ejemplo, los más jóvenes no han vivido los dramas nacionales con la inflación. Ante un Gobierno que esgrimirá sólo la cara complaciente de esta economía fantástica, la oposición se las deberá ingeniar para mostrar que es posible un futuro verdaderamente mejor en lo económico, pero también en lo político y en lo social.

El autor es economista y sociólogo. Fue ministro de Educación de la Nación
Leer más...

¿Chávez abandona las FARC? Por Andrés Cisneros


En la superficie, la última rencilla entre Uribe y Chávez puede parecer una pelea marital: Uribe encontró a su vecino en falta y se lo enrostró documentadamente, 1.500 insurgentes acampando en la frontera. Respuesta del cónyuge sorprendido: cambiar el eje de la discusión, amenazando con una ruptura total. Resultado: hace diez días que todos los medios se ocupan de la pelea posterior y casi ninguno del origen del problema.
Ahora, lo más probable, Chávez bajará los decibeles, los cancilleres desinflarán el conflicto y ni la OEA ni la Unasur llevarán adelante una investigación efectiva sobre la denuncia original. Una película que ya vimos muchas veces.


Aparentemente, gol de Chávez. Sin embargo, hay un elemento poco destacado que ocurrió sin mayores repercusiones: todo parece indicar que Chávez les está soltando la mano a las FARC.
Ayer nomás, en enero del 2008, el mismísimo presidente de Venezuela había propuesto al cuerpo diplomático extranjero que se aceptase a las FARC –insurgentes armados en un país que no es el de Chávez– como beligerantes legítimos, estatus jurídico que los habría elevado al reconocimiento internacional. Y hace muy poco tiempo, en la Venezuela oficial se rindieron honores póstumos a Raúl Reyes y Marulanda, respecto del cual el propio Chávez pronunció numerosos encomios personales, además de inaugurarse una estatua del jefe terrorista situada en una plaza pública.
Pero ahora, apenas diez días después de la denuncia de Uribe, Chávez sorprende a todos reclamando que las FARC abandonen la lucha armada y liberen a los rehenes. Esos mismos rehenes a los que públicamente calificó de "prisioneros de guerra, capturados en combate", mujeres y niños incluidos debe suponerse. Textuales de Chávez en toda la prensa del 9 de agosto: "La guerrilla colombiana no tiene futuro por la vía de las armas"; "Para nosotros, la guerrilla también es un problema. Yo ni he aprobado ni apruebo presencia alguna de fuerzas guerrilleras"; "La realidad de América Latina no es la misma de hace 40, 30 ó 10 años (...). Estoy seguro de que toda la Unasur estará de acuerdo".
Que Chávez pegue una voltereta y se desdiga una vez más no puede sorprender a nadie. Lo que interesa es verificar que –a excepción de los hermanos Castro– el único jefe de Estado del continente que todavía reivindicaba a las FARC y la lucha armada acaba de dar marcha atrás y declinar ese mensaje, seguramente no por su propio gusto sino como resultado de la creciente derrota de cierta manera de pensar los problemas de América Latina.
Este retroceso de Chávez no debiera ser solitario: por diversas causas, aún quedan muchos latinoamericanos que todavía acarician el ensueño setentista del socialismo a la cubana, o a la Marulanda, un proceso que prendió en pocas partes y no tuvo éxito en ninguna.
De hecho, toda nuestra América del Sur se encuentra dividida entre dos concepciones antagónicas. La de aquellos países en que el sistema institucional histórico persiste con éxito –Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Paraguay y Argentina– y el eje bolivariano de Chávez, Morales, Correa y Daniel Ortega, que proponen una vía distinta al capitalismo y la democracia liberal.
Como detrás de una cortina de humo, Chávez ha utilizado su histrionismo y amenazó con una guerra imposible para ocultar que, mientras tanto, abandona a sus otrora elogiados terroristas de las FARC, por tanto tiempo tratados como si se tratara de modernos émulos de Robin Hood.
Ese velo se está descorriendo y ya resulta difícil ignorar lo evidente. Tanto que tal vez, algún día, hasta nuestras autoridades procedan en consecuencia y condenen públicamente a quienes son responsables de la introducción de la mayoría del narcotráfico que envenena hoy a nuestros jóvenes. Mientras tanto, desde marzo del 2006 hay un ciudadano argentino, Jorge Guillanders Miller, secuestrado por las FARC y nunca lo supimos porque no se ha movido un dedo para recuperarlo. En 2008 circuló información no confirmada de que Guillanders falleció poco después de su secuestro.
(*) El autor fue vicecanciller de Guido Di Tella


Leer más...

La conquista de las capas medias. Por Beatriz Sarlo


Sonó el teléfono a las siete de la tarde; se presentó con nombre y apellido; dijo que yo no lo conocía, pero que había tenido el impulso de llamarme: "Soy lector de LA NACION y de Perfil . Hasta ahora, fui opositor al Gobierno y creía que iba a seguir siéndolo. Pero te llamo justamente por eso." Hablaba bien, una sintaxis cuidada, de frases completas. "La noche que se aprobó en el Senado la ley de matrimonio gay estuve allí hasta el final. Al día siguiente, en mi trabajo, dije que yo también era homosexual. Mientras se trató la ley, no sabía que la aprobación iba a hacerme tan feliz, que era algo así como el fin de muchos años en los cuales yo nunca había sido del todo yo, ni siquiera con mi familia." Repitió: "No pensé que una ley me cambiaría de ese modo, de la noche a la mañana. Después vi a los dirigentes de la Federación [de Lesbianas, Gay, Bisexuales y Trans] en la Casa de Gobierno y no volví a sentirme opositor como antes. Me pareció que tenía que decírtelo, porque yo me identificaba con lo que leía y no tenía dudas. No soy un militante. ¿Vos qué pensás?".


Pregunta difícil de responder. Me acordé de algo que había visto dos días antes: la foto de una mujer pobre en Pernambuco, que decía sobre las próximas elecciones brasileñas: "No conozco a Dilma, pero está por Lula y va a tener mi voto". Me acordé de viejos y torpes argumentos que descalificaban las políticas sociales del primer gobierno de Perón con la acusación de que así se conseguían los votos. Entonces, le dije al que me llamaba por teléfono que lo entendía completamente, porque él le adjudicaba al Gobierno una ley que le había cambiado de tal modo la vida. "¿Me entendés?"
Lo entiendo, en efecto. Como entendería a los viejos que se jubilaron sin aportes porque su vida laboral había transcurrido en negro, o a las familias que reciben el ingreso universal por hijo, cuya idea original no pertenece al kirchnerismo. Recordamos juntos que la ley de matrimonio gay no fue un proyecto de los Kirchner, sino de la diputada Vilma Ibarra, al que los Kirchner no habían prestado atención hasta que alguien, allá arriba donde se decide qué se trata y qué no se trata en el Congreso, consideró que había llegado el momento de juntar votos para el año que viene. No está prohibido hacerlo. Podrá decirse que es una prueba de oportunismo, pero será difícil demostrar a quienes la ley les cambió la vida que hay que rechazar los oportunismos de manera invariable.
Por otra parte, cuando llega una ley o un subsidio, sólo aquellos que tienen una relación distante con el bien que otros van a recibir se colocan en una perspectiva desinteresada para examinar si habría sido posible hacerlo antes o hacerlo mejor. Quienes acceden al derecho o al subsidio sienten que, por fin, ha llegado. Tampoco piensan si el derecho adquirido forma parte de un programa político explicitado antes, como fue el caso del Partido Socialista Obrero Español, que prometió la ley de matrimonio gay durante la campaña electoral y cumplió no bien fue gobierno. Se celebran las extensiones de derechos o los bienes cuando llegan, sin examinar la coherencia con programas anteriores o futuros.
Durante los cuatro días de festejo del Bicentenario, estuve todo el tiempo en la calle. Yo también quedé impresionada, no porque se tratara de una celebración atribuida al Gobierno, ya que eso no sucedía siquiera en todos los palcos donde aparecía la Presidenta, sino por la relativa abundancia económica de una multitud alegre y distendida que ocupó los restaurantes, pizzerías y cafés del centro hasta la madrugada. Eran los sectores medios altos y bajos los que estaban allí. El treinta por ciento de pobres ni siquiera se presentó el día en que el transporte fue gratis. Pero esas capas medias son, en la Argentina, muy visibles. Llenan el centro de la ciudad, desbordan, se las escucha.
Los Kirchner han entendido la lección de 2008 y del conglomerado que rodeó el Monumento de los Españoles y el de la Bandera en Rosario. Al parecer no quieren cometer un mismo error dos veces. A través de créditos y subsidios al consumo, están dispuestos a ganar un voto que a veces le ha sido esquivo al peronismo, pero que puede elegirlo porque ya lo votó a Menem cuando la convertibilidad fue el invento venenoso que llevó a la crisis. Se habló, entonces, del "voto licuadora" o del "voto cuota". No me parece una fórmula feliz porque implica una descalificación de las razones por las que los ciudadanos apoyan o se oponen a un gobierno. No me parece feliz que el voto contrario a los Kirchner en las zonas rurales reciba el estigma de su traducción económica con el nombre de "voto soja" o "voto retenciones".
Sólo en algunos momentos (o en algunos pequeños partidos), los ciudadanos hacen opciones francamente ideológicas, por principios independientes de sus intereses más inmediatos. Si los Kirchner son los únicos que plantean diferencias claras, económicas y culturales, serán ellos quienes definan el tenor y el estilo de la batalla electoral. Porque tienen la iniciativa, al estar en el gobierno; porque se apuran a dar lo que no dieron en siete años (como los derechos y bienes mencionados antes); porque manejan el presupuesto a su arbitrio, y acogotan a quien se les enfrente. Es difícil que una mayoría de ciudadanos decida su voto por "un nuevo Consejo de la Magistratura" o un "nuevo Indec", y, ni siquiera con toda la repugnancia que causa la corrupción, que defina su voto sólo en términos de "manos limpias", sobre todo, porque nadie está en condiciones de prometer y cumplir con un "manos limpias" como el que arrasó en los años 90 con centenares de políticos italianos, liquidó partidos históricos e hizo surgir otros. Algún cínico dirá: y todo para terminar en Berlusconi, potencial objeto de un nuevo "manos limpias".
Con astucia y sin programa coherente, los Kirchner han girado ahora hacia las capas medias. No se puede subestimar el peso de las victorias culturales en esos sectores. Estamos acostumbrados a la preeminencia del Poder Ejecutivo, y eso quiere decir que los votos de la oposición que hicieron posible la aprobación de la ley de matrimonio gay no van a volcar sobre los opositores un reconocimiento inevitable. La voluntad política fue monopolizada por el Gobierno que, por otra parte, apestilló a varios senadores para que se enfermaran, se ausentaran o votaran en contra de sus convicciones. Eso también es una forma de la voluntad política, cuando el Ejecutivo se pone por encima de la ley para lograr una ley.
Todo esto es demasiado difícil de explicar. En cambio, lo que no necesita explicación es que el consumo ha subido. Es cierto que la inflación devora los ingresos de los que están abajo, pero ellos se oyen hoy mucho menos que los que usan sus tarjetas con descuentos. También el gobierno de Menem enfrentó acusaciones de corrupción y eso no evitó sus victorias electorales mientras duró la bonanza. Los compradores y los turistas en Miami no pensaban en las industrias nacionales ni en los obreros despedidos por dueños que se reconvertían como importadores. Unicamente la política puede crear ese inmaterial lazo de solidaridad.
Las capas medias son influyentes en términos de atmósfera. Sus activistas son móviles y modernos, escriben en la Web, se movilizan por una reivindicación sin necesitar al Estado como sostén de una campaña, pueden pagar sus folletos, son diestros con la prensa. Si a un sector no le importa lo que le parecía fundamental hace dos años, más que lamentarse por el cambio, habría que preguntarse por las razones. La respuesta no es que hace falta una oposición unida para ganar. A los Kirchner no hay que ganarles de cualquier modo, en un rejunte sin principios, sino mejor y para adelante, con ideas que lleguen a la roca dura de la pobreza y también arraiguen en el mundo más volátil de los grupos sociales y culturales. La falta de principios y el rejunte de lo nuevo y lo viejo, de lo progresista y lo inadmisible ya fue una característica del kirchnerismo con la que sería bueno terminar.

Leer más...

La guerra de las elites. Por Eduardo Fidanza

(Publicado en La Nación. Jueves 12 de agosto de 2010)
La incesante disputa entre sectores configura nuestra actualidad. No son el hombre y la mujer comunes los que están involucrados en ella; no vemos desmanes en la calle ni peleas entre ciudadanos. El delito agrede a la gente, pero la gente no se agrede entre sí. Son los más altos dirigentes, en distintas esferas, los que se enfrentan, sometiendo y condicionando al resto de la sociedad.


La guerra perpetua de las elites es una marca de nuestra historia, aunque no necesariamente un signo de decadencia. Los métodos se fueron civilizando. Si consideramos la violencia del siglo XIX durante las luchas que siguieron a la Independencia y, después, en el siglo pasado, el enfrentamiento entre civiles y militares, y al cabo el terrorismo de Estado, concluiremos en que la contienda actual excluye la violencia, lo que es un logro y una paradoja.
La paradoja consiste en que, habiendo alcanzado el respeto de la integridad física del otro, las elites desechen el reconocimiento de sus intereses y puntos de vista. Esa actitud no es un defecto exclusivo del gobierno de los Kirchner, como algunos simplifican, aunque sea éste el principal promotor de la intolerancia. El conflicto sobre la propiedad y función de los medios, la dialéctica del oficialismo y la oposición, el nuevo round entre la Sociedad Rural y el Gobierno, expresan, en distintos planos, la amplitud del fenómeno.
La controversia de las elites tampoco es un mero ejercicio retórico. El cruce de chicanas que deleita a los medios constituye apenas la apariencia. Su naturaleza es otra: se trata de una batalla por el poder económico y simbólico en la que se usan distintos métodos y mañas que, la mayor parte de las veces, permanecen disimulados.
Si bien no es novedoso lo que nos ocurre, acaso sí lo es el modo en que ocurre. La ciencia social enseña que la acción humana es impulsada por intereses materiales e ideales en una sociedad estratificada en clases económicas y estamentos. Bajo tales condiciones se construye el sistema de poder. En el curso de esa construcción se suscitan los conflictos. Ellos adquieren a veces la forma de una contienda hegemónica, cuyo objetivo es el dominio político, económico y cultural de una fracción sobre el resto; en otras ocasiones, es un debate democrático en torno al reparto relativamente equitativo del poder y la influencia.
Según aprendimos y constatamos, el combate que libran las elites argentinas es por la hegemonía. Y su persistencia no se origina en un capricho neurótico, sino que expresa una fuerte concentración de actores y un encadenamiento de empates en la cima del poder, como lo han señalado sociólogos e historiadores.
Esta querella se potencia ahora bajo nuevas circunstancias. Innovaciones tecnológicas y productivas y una ventajosa inserción en el comercio internacional transforman al país. Surgen nuevos actores políticos y económicos. La estructura del poder está mutando.
Este cambio ocurre en una época de anomia global. La fragmentación del poder mundial, el surgimiento exponencial de China y otras naciones, la caída de las certezas de la teoría económica, configuran un nuevo escenario controversial y poco previsible que no se deja atrapar con facilidad por ninguna teoría.
El matrimonio Kirchner alcanzó la cima bajo condiciones económicas excepcionalmente favorables en un mundo anómico. No es un detalle menor. Administra, por primera vez en muchos años, un Estado con fuerte capacidad de acumulación y dispone de un relato impensable hace apenas una década. Gobierna con ventajas inéditas y las potencia con políticas expansivas. Dispone de un amplio margen para la transgresión y la irresponsabilidad.
Debe observarse, sin embargo, que los Kirchner luchan por la hegemonía con herramientas desconcertantes: retórica popular, algunas políticas progresistas, cierto cuidado de las cuentas fiscales, desinterés republicano, transparencia electoral, manejo discrecional de recursos, planes sociales, concentración de las decisiones y astucia. Además, abrevan en la discusión académica mundial posterior al consenso de Washington. Basta leer a Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, y a los premios Nobel Joseph Stiglitz y Paul Krugman, entre otros, para comprobar que el discurso y determinadas decisiones de este gobierno no son excentricidades.
A pesar de eso, los Kirchner carecen de visión. Desaprovechan los aportes para diseñar un país mejor. Antes, quieren retener y aumentar el poder. Apuestan a lograrlo con una economía desbocada y contradictoria, de improbable sustentabilidad: consumo y salarios altos, inflación, empleo, inversión insuficiente, avances sobre la propiedad privada. En paralelo, adulteran estadísticas, rescriben la historia, politizan los derechos humanos, capturan voluntades, descalifican a la oposición, dividen la sociedad. Esa es la lógica que los rige.
Sin embargo, ellos son apenas un síntoma de la cultura hegemónica de las elites argentinas. Muchos empresarios anhelan la dorada época de Menem, cuando imponían las reglas del juego que el Estado renunciaba a fijar. Otros se aferran a subsidios y aranceles para tapar la ineficiencia o se ponen en la cola de los amigos del poder. La vieja guardia sindical protege e incrementa sus cajas y negocios. Los popes de la Iglesia pretenden legislar sobre las costumbres y si fracasan denuncian una conspiración diabólica.
¿Qué papel cumplen los intelectuales en este juego de poder? Antes de contestar, recordemos el rol que Max Weber les asignó luego de examinar la historia de la civilización: ellos son los que sistematizan y tornan inteligibles las visiones del mundo. Proveen legitimaciones a las fuerzas sociales que disputan en torno a lo que se considera la verdad y el bien.
Es significativo el papel de los intelectuales en la confrontación actual de las elites. Al principio, los Kirchner afirmaron que venían a repolitizar la esfera pública. Si eso suponía mejorar la política, es evidente que fracasaron. Debe reconocerse, sin embargo, que en estos años se incrementó el debate político y que en él participan intelectuales notables y múltiples actores a través de la prensa y los medios digitales. El núcleo de la polémica pasa por si el actual gobierno defiende los intereses populares mejor que sus antecesores de las últimas décadas.
Se discute sobre medios y fines. Unos atribuyen a los Kirchner el enfrentamiento con el poder económico y haber rescatado las luchas populares, mientras minimizan la corrupción, el autoritarismo y las alianzas con lo peor de la política. Los otros dudan de esos propósitos y cuestionan las prácticas reñidas con la democracia y el mercado. Guardando las distancias, este debate recuerda al que provocó por años la Revolución Cubana: ¿la justicia social justifica lo abusos o los abusos invalidan la justicia social? En nuestro caso ni siquiera podemos saberlo: la falsificación de las estadísticas rompió el patrón para determinar si se reparte mejor la riqueza.
Pero hay otro factor, sin duda crucial, que atraviesa esta polémica. Es el peronismo, al que John William Cooke definió, punzante, como el hecho maldito del país burgués. El peronismo vuelve a enceguecer y apasionar como hace sesenta años. Se lo ataca y se lo defiende con ahínco e irracionalidad. En los extremos, el antiperonismo lo trata como el principal responsable de la decadencia del país. El peronismo recalcitrante responde que la culpa es de la oligarquía.
En el debate no saldado acerca del significado de la nación argentina, en el desinterés por encontrar "la piedra angular de nuestras verdades contradictorias" (la bella frase es de Saint-Exupéry), se escurren las oportunidades de este país. Estoy convencido de que la mayor parte de los empresarios, sindicalistas, intelectuales, periodistas, religiosos y políticos desecha la guerra perpetua del poder. Pero por ahora los que la llevan adelante corren con ventaja e imponen sus condiciones.
Ante esta realidad, resulta útil recordar una observación del sociólogo francés Pierre Bourdieu, que se interesó por los debates sociales en torno a la verdad, refiriéndose a ellos como una sucesión de cegueras e iluminaciones. La sugerencia de Bourdieu es tomar como objeto de análisis las luchas por el poder, en lugar de caer en ellas, y denunciar "la representación populista del pueblo, que no engaña más que a sus autores, y la representación elitista de las elites, hecha para engañar tanto a los que pertenecen a ellas como a los que están excluidos".
Quizá reflexiones como ésta sirvan para una discusión honesta que considere el punto de vista y los intereses del adversario o del ocasional competidor. Necesitamos un debate democrático, no uno hegemónico. Es preciso eludir la trampa que le tienden a la sociedad los que se creen dueños de su destino.
El autor es sociólogo y director de Poliarquía Consultores
Leer más...

martes, 27 de julio de 2010

La exclusión, la verdadera contrarrevolución. Por Yoani Sánchez


El término “revolucionario” tiene en la Cuba actual un significado bien distinto al que encontraríamos en cualquier diccionario de la lengua española. Para merecer semejante epíteto basta con mostrar más conformismo que sentido crítico, optar por la obediencia en lugar de la rebeldía, apoyar lo viejo antes que lo nuevo. Para ser considerado un hombre de la causa se requiere administrar el silencio convenientemente y ver desfilar arbitrariedades y excesos sin señalar a los más altos responsables. Aquella palabra que una vez hizo pensar en rupturas y transformaciones ha involucionado hasta convertirse en un mero sinónimo de “reaccionario”. Paradójicamente, quienes creen salvaguardar la esencia de la “revolución” son precisamente los que muestran un mayor inmovilismo político y promueven –con más ojeriza- el castigo a los reformistas.


Tales mutaciones semánticas las aprendió a fuerza de sufrirlas Esteban Morales, quien hasta hace poco gozaba del privilegio de aparecer -en vivo- frente a los micrófonos televisivos. Militante del Partido Comunista, académico y especialista en temas relacionados con Estados Unidos, tuvo la peligrosa ocurrencia de escribir un artículo contra la corrupción. Sus cuestionamientos no estaban dirigidos principalmente al desvío de recursos de cada día, ese que hace a muchas familias cubanas poder llegar a fin de mes, sino a la descomposición ética que se ha instalado más arriba, en los estamentos del poder, donde se malversa a manos llenas. Tuvo la desafortunada ocurrencia de poner por escrito que “hay gentes en posiciones de gobierno y estatal, que se están apalancando financieramente, para cuando la Revolución se caiga”. Aunque se trata de una conclusión a la que se arriba con sólo mirar el grueso cuello de los gerentes, los lustrosos autos Geely de los funcionarios de la corporación CIMEX o la altas verjas que rodean las casas de los jerarcas comerciales, Morales consumó la osadía de señalarlo desde dentro del propio sistema.
Imbuido por las convocatorias a la crítica constructiva, a llamar las cosas por su nombre y a hablar a camisa quitada, Esteban Morales creyó que su texto sería leído como la sana preocupación de quien quiere salvar el proceso. Olvidó que otros con similares intenciones ya habían sido etiquetados como fraccionarios, manipulados desde afuera, adictos a las mieles del poder y desviados ideológicos. Por menos que eso han perdido su empleo periodistas, su plaza en la universidad estudiantes y han sido estigmatizados economistas, abogados y hasta agrónomos. Una vez sancionado con la separación indefinida de su núcleo del PCC, el otrora confiable profesor ha comenzado un camino que bien sabemos dónde comienza pero no dónde termina. La experiencia dice que nunca se desanda en sentido contrario la ruta del sancionado. Los defenestrados terminan por percatarse de que aquellos a quienes ellos consideraban el “enemigo”, pudieron ser alguna vez personas imbuidas de la acepción primigenia del vocablo “revolución”.

Leer más...

viernes, 9 de julio de 2010

De Anchorena a Grobocopatel (Primera Parte). Por Daniel Vicente González


El día que todo empezó a cambiar

En marzo de 2008 algo hizo eclosión en la sociedad argentina.

Miles de hombres y mujeres de todo el país convergieron hacia las rutas, las cortaron y manifestaron con dureza su disconformidad con la política económica del gobierno de Cristina Kirchner hacia el sector rural.

Por su extensión, su impacto y sus consecuencias sobre la política argentina, la rebelión agraria puede compararse con el 17 de Octubre de 1945. Este parangón dista de ser exagerado: en aquella jornada histórica el país cambió de rumbo hacia un intento de industrialización fundado en una alianza social encabezada por el Ejército e integrada por la joven clase obrera urbana, una porción de los industriales locales volcados al mercado interno y vastos sectores sociales de la ciudad y la campaña, postergados durante décadas.


Esta vez, claro está, los protagonistas fueron distintos. Se trataba de un vasto conglomerado agrario de pequeños, medianos y grandes propietarios y arrendatarios, al que se sumaron también los peones rurales, los trabajadores y empresarios de las múltiples industrias y comercios vinculados al sector agrario (fabricantes de maquinarias e implementos para el agro, comerciantes de semillas, fertilizantes, etcétera) y anchas franjas de los pobladores de las ciudades y pueblos del interior del país.

En uno y otro caso, la Argentina toda tuvo noticias de la irrupción de una realidad económica y social ignorada, con aspiraciones a una reformulación de la distribución del poder político en el país. En uno y otro caso, la rebelión ha planteado y demandado la necesidad de un viraje político y económico en el rumbo nacional.

Podrá decirse que esta rebelión, en tanto tiene nuevos protagonistas, carece de la dimensión épica de aquellas jornadas de 1945, que el pobrerío que apoyaba la política industrializadora de Perón está muy lejos e incluso es antagónico de los chacareros que concurrían a los cortes de ruta en sus modernos vehículos de doble tracción, muchos de ellos propietarios de apreciables y valiosas tierras, pero ello no invalida en lo más mínimo el impacto político y económico de la revuelta rural, ni su legitimidad.

A partir de ahí, sin lugar a dudas, comenzó el ocaso del gobierno encabezado por el matrimonio Kirchner, iniciado cinco años antes y ratificado con la elección de Cristina Kirchner en octubre de 2007. La relación de fuerzas en la sociedad argentina ha cambiado y se ha abierto un nuevo camino que todavía carece de definiciones precisas. Pero el rechazo al anterior estado de cosas, ya es una definición contundente.

Los resultados de la rebelión agraria pudieron verse con claridad en las elecciones del 28 de junio de 2009, en la que el oficialismo fue duramente derrotado en las urnas en las principales ciudades argentinas y en la Capital Federal. Miles y miles de votantes que seis meses atrás habían dado su apoyo electoral a Cristina Kirchner, mudaron su voto hacia las opciones opositoras. Y la razón determinante de este cambio fue el conflicto con el campo o, mejor dicho, el modo, los tonos y humores con los que el gobierno nacional enfrentó la crisis por las retenciones móviles.



La visión del nacionalismo de la posguerra

En el último cuarto del siglo XIX, Argentina se había insertado definitivamente en el mercado mundial como proveedora de alimentos y materias primas para la Europa desarrollada, especialmente Gran Bretaña, el “taller del mundo”. Si la federalización de Buenos Aires en 1880 marca el final de nuestras luchas civiles con el triunfo del Interior sobre la Capital, también señala el inicio de una prosperidad económica que parecía no tener límites. Hacia el Centenario, Buenos Aires –el núcleo esencial del país agrario y ubérrimo- era una ciudad comparable a las principales capitales de la Europa civilizada e industrial.

La discusión sobre el rumbo del país en los años previos, tras la caída de Rosas, se había manifestado en dos bandos ideológicos irreconciliables, con ideas y propuestas bien nítidas respecto de qué debía hacerse con la política económica nacional. El debate entre liberales y nacionalistas no era una simple confrontación de ideas abstractas sino un episodio en el que se expresaban dos conceptos, dos posibilidades, dos alternativas para el país en los años que vendrían.

Quienes vislumbraban en la posibilidad de un país industrial, abogaban por el proteccionismo aduanero, llave maestra para que la industria local, preservada de la competencia con los artículos producidos por el maduro capitalismo europeo, intentara alcanzar también su propio camino de crecimiento y consolidación manufacturera.

El liberalismo, al contrario, con su propuesta de libertad comercial sin límites, prácticamente condenaba todo atisbo industrialista y favorecía la consolidación de nuestro destino pastoril. Nuestro rumbo agrario estaba fuertemente favorecido por nuestras ventajas comparativas naturales. Si se pretendía la industrialización, ésta sólo podía venir de mano de la intervención estatal, el proteccionismo y la transferencia de una porción de la renta agraria hacia la industria naciente.

En varios momentos de su historia, Argentina debatió acerca de la industrialización. Primero, prácticamente desde la Revolución de Mayo, fueron las provincias interiores (y en parte el litoral) contra el gobierno de Buenos Aires que, en propiedad de la aduana, determinaba la política comercial para todo el territorio. Luego, hacia 1870, hubo un fuerte debate en la Cámara de Diputados de la Nación que tuvo como protagonistas a Carlos Pellegrini, Miguel Cané, Lucio Vicente López y otros. Allí también se debatió qué política convenía al país en ese momento. Si un fuerte proteccionismo que favoreciera a la débil industria local o el librecambio que favorecía el camino hacia el desarrollo agrario y, muy probablemente, puramente agrario.

Hacia 1880 esa discusión concluye: las condiciones del mercado mundial y la debilidad de las fuerzas sociales que pudieran sostener con éxito una política de industrialización firme y coherente, sellaron el rumbo de la economía nacional por medio siglo, hasta la crisis de 1930.

Toda la economía nacional, durante esos cincuenta años, se ordenó en función del irresistible impulso del mercado mundial, que nos ofrecía la prosperidad al alcance de la mano, con sólo producir alimentos para el mundo industrializado. Pero este camino indujo el sacrificio de nuestra propia industrialización. Otros países, sin embargo, que para la misma época, estuvieron en situación similar a la nuestra (Canadá, Australia, Nueva Zelanda) luego lograron industrializarse sin sacrificar su producción agraria.

Las voces que habían clamado por la protección industrialista, se llamaron a silencio ante la evidencia abrumadora de una prosperidad que venía de la mano de la producción agropecuaria. Recién hacia los años veinte aparece la voz solitaria de Alejandro Bunge que, en su libro Una nueva argentina, comienza a plantear, incluso con timidez, la necesidad de dar un giro en la economía.

La industrialización argentina comenzó de un modo tortuoso, no al abrigo de un planificado impulso estatal sino como consecuencia de nuestra desconexión obligada del mercado mundial, en razón de la caída del comercio mundial y la falta de divisas para importar. Esto ocurrió en 1930, con la crisis, debido a que el Reino Unido decidió priorizar a otras naciones –las integrantes del Commonwealth- en el intercambio comercial de alimentos.

La crisis significó para todos los países del mundo y también para el nuestro, importantes restricciones en la balanza comercial debido a la estrepitosa merma del comercio mundial. Con el descenso de nuestras exportaciones, el gobierno debió restringir las compras al exterior y muchos productos extranjeros fueron reemplazados por producción nacional. Cuando la crisis mundial comenzaba a ceder y el flujo comercial empezaba a restablecerse, sobrevino la guerra, que robusteció nuestro aislamiento y redobló el impulso a la industria naciente.

Esa industria incipiente se sumó a la ya existente y a los servicios que durante décadas había generado nuestra estructura agraria-exportadora (frigoríficos, ferrocarriles, sistema bancario y financiero, etc.) y fue el germen, junto con un Ejército con una fuerte vocación industrialista, del surgimiento del peronismo tras la revolución de 1943.

El peronismo nace, así, enfrentado con la estructura agraria que reinaba en la posguerra. Su discurso tiene, desde el comienzo, un fuerte tono contra los grandes propietarios terratenientes, núcleo esencial del poder y de la producción en los años previos.

El país agrario aseguraba la prosperidad al territorio y la población de los alrededores del puerto, en un semicírculo que abarcaba el centro y sur de Santa Fé, el este y sur de Córdoba, el norte de La Pampa y toda la provincia de Buenos Aires. Fuera de esa zona, salvo algunos bolsones en los que las producciones regionales habían generado la posibilidad de micro climas económicos autosustentables, el resto del país –especialmente el noroeste- dependía crecientemente del empleo público y de las transferencias del estado nacional.

El enfrentamiento de Perón, en los inicios de su movimiento, con los productores agrarios de aquella época, tenía raíces políticas, económicas e ideológicas.

Tras el derrocamiento de Yrigoyen, el antiguo núcleo de poder que sostenía la estructura económica Argentina, había recuperado el gobierno y lo había consolidado luego de las elecciones fraudulentas posteriores. Pero la crisis del país agrario ya era irreversible. Perón aparecía como el emergente de un nuevo proyecto enfrentado al antiguo y enderezado hacia la modernización productiva con eje en la industrialización.

Y este proyecto, cuya edad de oro transcurre en el lustro que se inicia con la finalización de la guerra mundial, sólo podía sostenerse con la apropiación de una parte de la renta agropecuaria para financiar a la industria naciente. Esta política fue instrumentada a través del IAPI (Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio) mediante la existencia de tipos de cambio diferenciales que restaban ingresos al sector agropecuario y los trasladaban a la industria bajo la forma de insumos y maquinarias importadas a menor precio, créditos baratos, fortalecimiento del mercado interno, etcétera.

Nacionalismo y liberalismo

En lo ideológico, la distancia entre los dos proyectos era también importante. El librecomercio había sido la filosofía reinante durante los 50 años de prosperidad agraria. En el transcurso de esos años, Argentina vivió despreocupada de cualquier intento de industrialización y las ideas económicas que emanaba Gran Bretaña, fundada en sus propias necesidades de penetración en los mercados mundiales y que habían sido sistematizadas por Adam Smith en La Riqueza de las Naciones, venían como anillo al dedo al agro argentino, depositario de nuestra “ventaja comparativa”. Esta teoría daba sustento ideológico a lo que ya era una irresistible realidad material: la complementación entre la granja argentina y el taller británico.

La “división internacional del trabajo” era la racionalización de nuestro rol en ese mundo que tenía a Gran Bretaña como su foco industrial. Proveerla de alimentos y materias primas baratos era algo para lo cual teníamos ventajas concedidas por la Naturaleza a nuestras pampas que, sin mayores cuidados ni atenciones, producía carnes y cereales para alimentar al mundo industrial.

Es en esta época que nacen los postulados básicos del nacionalismo económico, dictados por las condiciones y demandas de la época. Y eran aproximadamente éstos:

a) El estado debía encarar aquellos proyectos de largo alcance, imprescindibles para el país y que los empresarios nacionales no estaban en condiciones de impulsar, dada su debilidad económica: acero, petróleo, fabricación de aviones, ferrocarriles, marina mercante.
b) La modernización de la economía era sinónimo de industrialización. El país debía producir por sus propios medios todos los bienes de consumo que fuera posible y que antes importaba. Los industriales recibían todo el apoyo del estado mediante protección arancelaria, tipos de cambio diferenciales, créditos baratos, fortalecimiento del mercado interno.
c) El Estado, imbuido del pensamiento militar, planificaría la economía para el mediano y largo plazo. Los planes quinquenales eran la expresión de esa voluntad.
d) La inversión extranjera jugaba un papel secundario y marginal dentro del este esquema. La “independencia económica” y la filosofía de “combatir al capital” abonaban el camino hacia un rechazo de las inversiones de capital extranjero. El imperialismo inglés (y luego el norteamericano) norteamericano era visualizado como uno de los elementos más importantes que sofocaban el ímpetu de crecimiento argentino.

Conforme a estos puntos de vista de los primeros años del peronismo, la Argentina era un país que mantenía su condición colonial o semicolonial por su dependencia, primero de Gran Bretaña (que la había condenado a su condición meramente agraria, en beneficio de su industrialización) y ahora, por el poderoso capitalismo norteamericano, cuyas inversiones se destinaban a rubros, cuya producción en modo alguno hacía que el país se pudiera encaminar hacia su independencia económica.

La particular configuración de las sociedades atrasadas generaba en el país dos bloques de intereses económicos antagónicos. Uno, vinculado a la estructura económica agraria, complementaria de la industria británica, integrado por las clases sociales ligadas a la inserción argentina en el mercado mundial como proveedora de alimentos: los productores agrarios, los empresarios vinculados a este sistema, las clases medias urbanas influenciadas por los valores dominantes, todo el sistema de intereses ligado a los servicios del país agrario (bancos, seguros, burocracia pública y privada, transporte, etc.).

Del otro lado, acaudillado por el Ejército de formación nacionalista, el nuevo país en cierne: la débil burguesía nacional, los obreros de las industrias agroalimentarias y de servicios vinculadas al país agrario y los nuevos trabajadores de las industrias livianas promovidas por la crisis del 30 y la guerra mundial. También los peones rurales, el pobrerío del interior postergado, las franjas más pobres de la clase media urbana. Dos bloques de intereses que significaban dos proyectos: el país agrario, atrasado, oligárquico y excluyente y el nuevo país industrial, moderno, capitalista, urbano, que significaba la creciente incorporación de amplias franjas de postergados, que carecían de futuro en la estructura productiva que sucumbió en 1930.

El camino marcado por el golpe de estado de 1943 y ratificado por el 17 de octubre de 1945 tenía como objetivo la industrialización y para ello, Argentina necesitaba el financiamiento de la renta agraria.

En otras palabras: conforme al pensamiento nacionalista de la época, el gran capital imperial en alianza con los poderosos beneficiarios de la estructura agraria local, eran los causantes del atraso nacional pues propiciaban un modelo económico que excluía a la industria y condenaba al país al atraso agrario y pastoril.

La lucha por el crecimiento económico no era otra cosa que un tránsito del país agrario hacia la industrialización. Un nuevo país llegaba de la mano de las fábricas y los trabajadores y sepultarían al viejo orden de ganaderos rentistas, que con su improductividad arriesgaban el proyecto industrializador del país. Tal la visión de los primeros años del peronismo.

Cabe preguntarse si casi setenta años después, este paradigma ideológico conserva aún una lozanía que le conceda validez para interpretar la realidad política argentina actual, completamente distinta a la de aquellos años de posguerra. Si todo este tiempo transcurrido no ha cambiado la realidad política, social y económica existente hacia mediados del siglo XX, haciendo que la estructura del pensamiento nacionalista de aquellos años, carezca ya de eficacia para interpretar la realidad actual y que, en consecuencia, se haya transformado en una cáscara vacía de contenido, en un prejuicio que entorpece todo intento de comprensión de la realidad actual, con el pretexto de sostener las “viejas banderas de la revolución”.

El ganadero latifundista

El ganadero latifundista, que subexplotaba su extenso campo era, para aquel primer peronismo, una doble maldición: privaba al mercado local de alimentos abundantes y además despilfarraba alegremente las posibilidades de acumulación nacional en tanto la reproducción de su ciclo productivo no demandaba inversiones.

Jorge Abelardo Ramos expresó con claridad (en 1968) este punto de vista:

“Si la base de la política de Perón consistía en industrializar por medio de las divisas obtenidas de las exportaciones, la tendencia desfavorable entre los precios de las materias primas argentinas y los precios de los bienes de capital importados revelaron que esa vía era demasiado estrecha y vulnerable. Pues el aumento de la población y el nuevo nivel de vida demostraron que los argentinos tienden a consumir en su totalidad los alimentos que fueron tradicionalmente la fuente exterior de las divisas.
Lo que ha ocurrido es muy sencillo. Mientras que la población se ha triplicado desde 1910, la producción agrícola-ganadera ha permanecido estacionaria”.

Y agrega:
“El auge de la ganadería extensiva concluyó con la explotación rutinaria de la zona pampeana, la más fértil y rica; la ganadería extra pampeana debió resignarse a producir carne para el mercado interno.
La oligarquía ganadera se constituyó como una clase rentística y no productiva, educada durante generaciones en la idea de que la Naturaleza y no el trabajo humano invertido en la explotación de la estancia proveía su fortuna”.

Y planteaba una disyuntiva de hierro:
“O el pueblo argentino suprime el consumo de su alimento básico tradicional, o la economía argentina se paralizará por ausencia de saldos exportables. Desde cualquiera de los dos puntos de vista la crisis está planteada” (Historia de la Nación Latinoamericana).

El eje de la condena al agro estaba centrado en la ominosa y patriarcal figura del ganadero latifundista. El personaje paradigmático de un agro que tras la crisis del 30, no había encontrado un nuevo rumbo y que, además, representaba a un país que ya carecía de una perspectiva ante los cambios ocurridos en el mundo tras la Segunda Guerra.

El ganadero era la viva imagen del latifundista que pasaba la mitad del año en Europa, donde despilfarraba en gustos excéntricos las posibilidades de acumulación industrial. Un rentista ajeno a la dinámica de acumulación que exigía la nueva sociedad industrial.

Esta visión maltusiana y en cierto modo estática, provenía del comportamiento cuasi rentístico de los grandes productores agrarios, especialmente pecuarios. El estancamiento de la producción estaba en el centro de los reproches que se hacían al campo. Se decía que los grandes latifundistas no respondían a los estímulos capitalistas (sistema de precios) y que la oferta agropecuaria tenía un grado de rigidez que la transformaba, incluso, en uno de los pilares estructurales de la inflación.

El economista Aldo Ferrer, por ejemplo, escribió (en 1968) que “en cuanto a los grandes propietarios territoriales, su comportamiento parece no estar regulado por las normas habituales de conducta del empresario en el sistema capitalista”. Ferrer llegaba a la conclusión que este comportamiento justificaba un cambio en el régimen de tenencia de la tierra y propiciaba una “reforma agraria”.

Según los enfoques de la época, la conducta de los grandes terratenientes condenaba al agro argentino a bajos niveles de producción y productividad:
“Un campo puede estar insuficientemente trabajado pese a lo cual puede proporcionar un monto suficiente de ingresos al propietario como para permitirle un alto nivel de consumo. El logro de un rendimiento suficiente como para mantener estos niveles de consumo (antes que la obtención de los máximos beneficios posibles de la explotación rural) parece ser, en efecto, la norma del comportamiento de numerosos grandes propietarios territoriales”, decía Ferrer en las primeras ediciones de La Economía Argentina.

También Guillermo Flichman en su libro La renta del suelo y el desarrollo agrario argentino se ocupa del estancamiento agropecuario durante los 35 años posteriores a 1937. Allí cita un interesante y poco difundido texto de Horacio Giberti, quien fuera uno de los principales expositores del la posición del peronismo cuarentista respecto del agro:

“…las causas de la tendencia de las grandes explotaciones hacia un bajo grado de intensidad son bastante uniformes para América Latina y quizá no se diferencien mucho del resto del mundo. En primer término, la gran explotación produce un ingreso total bastante considerable aunque no se la trabaje muy intensamente, de modo que el empresario se halla libre del apremio que amenaza a los medianos o pequeños cuando bajan la intensidad de uso de la tierra. Como frecuentemente los predios se reciben por herencia, no por compra, falta también el sentido empresario de pretender que el capital reditúe un interés acorde con la inversión. Además, razones de prestigio social y de salvaguarda de excedentes de capital inducen en no pocas ocasiones a invertir en tierras a personas que por esa misma circunstancia no atienden tanto a la rentabilidad del capital sino a la sencillez de la administración de la empresa. Es común, por otra parte, que las familias terratenientes orienten a sus hijos hacia actividades profesionales o como dirigentes de grades empresas financieras, comerciales o industriales, lo cual los desvincula más todavía de la rentabilidad máxima de las empresas agrarias”. (Horacio Giberti. “Uso racional de los factores directos de la producción agraria”. Revista Desarrollo Económico. Abril/junio 1966).

Sin embargo Flichman adhiere a otra explicación acerca del estancamiento productivo del sector agrario pampeano. Cita un estudio empírico según el cual una explotación intensiva de las tierras pampeanas no incrementaba sustancialmente la ganancia final de un emprendimiento, lo que terminaba desalentando la inversión. En otras palabras: la mayor rentabilidad, en ese tiempo, coincidía con la subexplotación y la baja inversión.

El ganadero latifundista era señalado como el paradigma del campo argentino. La feracidad de la Pampa Húmeda, generaba una superganancia (renta diferencial) que, sumada a la extensión de las estancias, hacía indiferente al aumento de la productividad por hectárea. La ganadería extensiva y la bendición de humus le permitían el acceso a elevados niveles de ingreso por fuera de la lógica capitalista de inversión, acumulación y aumento de la producción ( Nota 1).

Por eso se decía, por ejemplo, que los grandes ganaderos eran “una clase capitalista pero no burguesa”. Se señalaba de este modo su comportamiento rentístico. Y ellos eran, además, los que dominaban la escena del campo argentino y del sistema económico en su conjunto. Ellos estaban en la cúspide de una construcción económica que se completaba con una Europa industrial a la que le proveía materia prima y alimentos.

Entre los años 1937 y 1960 la producción agropecuaria de la región pampeana creció apenas un 10%. Entre 1937 y 1972, el porcentaje se estira a un modesto 20%. Es este largo período de estancamiento productivo agropecuario, con su secuelas limitativas para la generación de las divisas necesarias para impulsar a la industria, la que fortalece y otorga consistencia al pensamiento clásico del nacionalismo acerca del campo, la oligarquía vacuna, el latifundio y, en definitiva, el despilfarro de la oportunidad argentina para acumular el capital que nos transformara en un poderoso país industrial.

Desde que fue pensada y desarrollada esta interpretación acerca de la estructura, función, potencialidad y aporte del sector agrario argentino a la economía nacional, han pasado casi 70 años. Cabe preguntarse qué cosas han cambiado desde entonces y si esos cambios no ameritan una revisión completa de aquellos puntos de vista, consignas y esquemas de pensamientos que sirvieron para interpretar un momento de la historia y la economía nacionales pero que, pasados tantos años y ocurridos tantos cambios, muy probablemente ya no sirvan para interpretar la realidad actual, protagonistas y dinámica del sector rural argentino.

Hay autores importantes, como Osvaldo Barsky, que en su Historia del agro argentino (escrito en colaboración con Jorge Gelman, relativiza este concepto de “estancamiento” del agro argentino.

Dicen los autores:
“Desde hace varias décadas, toda referencia a la situación del agro argentino entre 1930 y 1960 aparece asociada con la palabra “estancamiento”. De hecho, en la literatura académica, en los informes oficiales y en la opinión pública, esta imagen fue prevaleciente hasta avanzada la década de 1970. (…) Es frecuente encontrar la referencia a él tomando como indicador la evolución del producto bruto agropecuario nacional en el período marcado, que creció a tasas menores al aumento demográfico. O bien en la caída, en este período, de las exportaciones agropecuarias. O también aspectos comparativos internacionales: notables diferencias en la evolución de la producción y del peso relativo en los mercados mundiales en relación con países de exportaciones similares a las argentinas”.

Pero más adelante aclaran que este fenómeno es definido con mayor precisión en lo ocurrido en la región pampeana y, más específicamente, en el sector granífero, compensada insuficientemente con un crecimiento de lo ganadero.

Es este relativo estancamiento del agro pampeano, que comienza a revertirse a mediados de los cincuenta y con mucha más fuerza en la década siguiente, el marco referencial del que surgió el esquema nacionalista clásico que nos habla de una oligarquía dominante que marcaba el tono de todo el sector agrario. Y la improductividad de estos grandes terratenientes condenaba a la Argentina al estancamiento e impedía su desarrollo industrial.

El conflicto entre el gobierno y el campo, iniciado en marzo de 2008 y prolongado hasta hoy, puso en evidencia la persistencia de un nacionalismo de carácter residual, que se limita a repetir aquella visión casi centenaria, que en su momento resultó útil y valedera para interpretar la realidad pero que hoy, tantos años después, carece de argumentos de peso para explicar los nuevos fenómenos económicos y sociales ocurridos en las última décadas y que han modificado la realidad que existía a mediado de los años cuarenta, cuando esos conceptos fueron sistematizados.
Leer más...

lunes, 14 de junio de 2010

Costumbres Argentinas. Por Beatriz Sarlo


La corrupción no le importa a nadie, me dice un amigo. Los miles de minutos emitidos y de centímetros impresos destinados al tema se justificarían por lo menos en una de las dos razones siguientes: la corrupción es una noticia que la gente sigue con interés, o esas incesantes noticias finalmente llegan a interesar a lectores y televidentes.


Pero si mi amigo tiene razón, se gasta pólvora en chimangos, no sólo porque escasean los jueces y fiscales que se atrevan con la corrupción, sino también porque a muchos argentinos les resulta más o menos indiferente, aunque no lo digan de modo explícito porque sería un cinismo que pocos están dispuestos a practicar abiertamente.
La democracia aparece como un régimen que brinda oportunidades para delinquir desde el gobierno y no asegura el castigo de quienes las aprovechan. Pero las dictaduras también han demostrado ser regímenes corruptos. Los regímenes excepcionales, como el de Fujimori, en Perú, no exhibieron menos, sino más corrupción que otros, y democracias surgidas de revoluciones populares o campesinas fueron rápidamente colonizadas por un Estado que practicó la corrupción de modo piramidal y con un orden que todos los subordinados debían respetar.
Por cierto, no es ninguna garantía de menor corrupción que los gobiernos sean ocupados por elites que ya poseen fortunas cuando llegan al Estado; tampoco es una garantía que sean hombres venidos desde abajo, en largas luchas, los que arriben finalmente al poder.
Lo que acabo de describir sería un sistema universal e inevitable contra el que, como está en la naturaleza de las cosas, no se podría hacer nada. Sin embargo, hay países donde la corrupción está mal vista por la clase política en su conjunto. No es necesario ir muy lejos: Uruguay y Chile ofrecen ejemplos cercanos. Recuerdo, hace algunos años, leer en los diarios chilenos el escándalo provocado por un legislador que se había quedado con una suma que en la Argentina sería considerada de libre uso (un "vuelto", diríamos con desvergonzada sinceridad). La opinión pública condenó duramente a algunos parlamentarios británicos por gastos que aquí serían livianamente considerados parte de sus prerrogativas, y hace pocos días un ministro del nuevo gobierno debió renunciar porque había usado una asignación de alquileres para pasársela a su pareja, como si fuera un inquilino.
Es escéptica y superficial una sociedad que no les hace pagar las consecuencias de sus actos a políticos que han sido denunciados como corruptos. Se apasiona con el chimento, lo consume como si se tratara de noticias aparecidas en revistas de celebrities , a las cuales tampoco les hace pagar con su prestigio el descubrimiento de que poseen autos importados de modo flagrantemente irregular. Las celebrities , entre sus atractivos fatales, tienen el de ser transgresoras. Pero a las celebrities se las ama y a los políticos, no. Hay una disposición a creer cualquier cosa de cualquiera, y por lo tanto a pronunciar la peor de las frases de la antipolítica: "todos son corruptos".
Verdaderos problemas de la política quedan neutralizados por la indiferencia. Nadie se vuelve menos alerta ante la corrupción por falta de datos, porque los datos abundan. La cuestión pasa por la experiencia del castigo: los corruptos sin castigo son un ejemplo tan persuasivo como el de quienes no pagan sus impuestos y quedan alojados en nichos donde finalmente los pasa a recoger el camión sanitario de alguna moratoria.
En los países donde las transgresiones son duramente sancionadas, la corrupción o la evasión impositiva, tanto como sanciones morales, hacen correr el riesgo de sanciones penales. Esos crímenes no son tratados como un caso de conducta revoltosa en el último año del secundario.
Cuando la sanción penal es dura, la moral tiene un mejor terreno para implantar su discurso: se sabe que no hay que delinquir porque está mal, pero también porque existe la pena apropiada al delito. Fuera de ese régimen de delitos y penas, la ética pública se vacía de fuerza performativa.
Pero más importante que esto quizá sea el hecho de que es complicado convertir la corrupción en algo políticamente significativo. Quien estuvo cerca de lograrlo fue Carlos Alvarez. En 2000, renunció a la vicepresidencia de la República cuando estalló el escándalo de la compra de senadores. Ese acto "politizó la corrupción", es decir que la mostró no sólo como una falta moral sino también como el arma más destructiva utilizada sobre el Congreso. El camino que luego siguió Alvarez no insistió en esta línea, pero su renuncia tuvo un valor pedagógico, aunque de efecto breve.
Politizar la corrupción es sustraerla del terreno donde hoy se la muestra: el de una anomalía que se olvida para ser reemplazada por otra y, así sucesivamente, el corrupto de mañana desaloja al corrupto de ayer, confirmando el prejuicio antipolítico expresado por la frase obtusa "todos son corruptos".
El caso del majestuoso enriquecimiento del matrimonio Kirchner, que fue tan rápidamente considerado inimputable por un magistrado servicial, debiera ser explicado mejor no sólo en los detalles de una inversión inmobiliaria afortunada.
La democracia amplía las oportunidades para mucha gente que en otros regímenes no estaría en el gobierno. Esto es óptimo. Pero también amplía cuantitativamente el universo de personas que serán sometidas a todas las oportunidades que se tienen en el poder o cerca de él.
Esta desigualdad entre representantes y representados es peligrosa siempre, porque el representante sabe antes que el representado de dónde puede sacarse una tajada. Por otra parte, el representante tiene más posibilidades que el representado de inventar un discurso que justifique sus acciones. El más habitual hoy es el de los costos de la política. Los partidos necesitan financistas privados a los que se retribuye con contratos del Estado. Y esto ha sucedido no sólo en la Argentina.
De alguna manera se difunde la idea de que sólo alguien muy rico puede pagarse una campaña electoral y, entonces, la competencia queda entrampada entre el millonario y el corrupto (cuando no entre la fusión de esas dos figuras en el mismo hombre). Kirchner necesita enriquecerse porque su futuro político pasa por tener los medios para seguir en el escenario aun cuando pierda las elecciones.
Por otra parte, el ciudadano puede pensar sin malicia consciente que muchos no dejarían escapar una oportunidad tan generosa como la que se les ofreció a los Kirchner para expandir su capital. Hacer negocios lícitos y no lícitos con el Estado es una tradición argentina. Al continuarla, Kirchner cumple un sueño y adhiere a una costumbre. El crecimiento de una fortuna más allá de tasas que resulten verosímiles implica haber saltado sobre la oportunidad; desprevenidamente, podría creerse que con esto no se le roba a nadie, como si cualquier delito de corrupción se redujera a la figura del robo.
Las zonas grises abundan y son aquellas en las que es más difícil establecer un juicio si no se tiene muy claro cuál es la separación entre lo público y lo privado.
La depredación de lo público no es una actividad que sólo sea practicada por los políticos. Los delitos ecológicos, para poner un ejemplo, no son robos sino depredaciones tan evidentes como que se usa un curso de agua público para envenenarlo con basura industrial privada.
La otra corrupción, directamente política, es la que sucede con el manejo discrecional de los fondos públicos. Cuando algunas organizaciones sociales reclaman que los subsidios no sean manejados por los intendentes hacen centro en una estrategia de poder que confunde las lealtades electorales con los medios para conseguirlas.
Dejando de lado la posibilidad de que esos intendentes realicen actos de corrupción que los favorezcan directamente, lo que hacen es utilizar fondos que no les pertenecen, administrándolos en su favor o en el del gran caudillo que los adjudica. El carácter intrínsecamente corrupto de esta maniobra tiene tanto que ver con el uso político de fondos sociales como con las ocasiones de enriquecimiento personal de los jefes municipales que son responsables del desvío. Volver sobre estos casos es politizar la corrupción, porque estas maniobras realizadas con fondos públicos afectan derechos de ciudadanía.
Es obvio que, sin perder el eje de una moralización de la política, lo que parece necesario es una ininterrumpida politización de los discursos sobre la corrupción.
Esto quiere decir: extraerla de la esfera moral y definirla siempre como cuestión política, ya que la hace posible el ejercicio del poder; explicarla siempre en términos políticos, incluso cuando parece responder a extravíos personales; distanciarse del cualquierismo que afirma que todos fueron, son y serán así; señalar los usos privados de lo público como transgresiones que destruyen la vida política y social y el funcionamiento mismo de la economía; impugnar la idea de que es posible ejercer el poder de manera corrupta y, al mismo tiempo, eficaz, democrática y popular. Imposibilitar la ecuación que, en su momento, benefició a Menem: son corruptos pero gobiernan. Simplemente, si son corruptos no deberían gobernar y si gobiernan no deben ser corruptos.

Leer más...