Marx algo supo de la reacción aparentemente inútil cuando reconoció que rescatar lo bueno del pasado era también revolucionario. Esto incluiría como tarea principal del político diferir el precipitado fin de las cosas y aceptar prudentemente un progreso que bien podría ser destructivo. La palabra progreso tiene todos los prestigios: progreso nuclear, progreso social, tecnológico, dominio de la naturaleza, liberación de la mujer. En la sombra quedan otras palabras: Hiroshima, cambio climático, destrucción del equilibrio ecológico, estupidización subcultural masiva, envejecimiento poblacional. El lenguaje político empieza a imponer “lo correcto” para sentirse cómodo, como una simpática dictadura que nos amordazase con vendas de seda. La nueva dictadura se prefiere permisiva.
Pero en toda la cultura de Occidente se descubre una nostalgia del pasado (no lejano, a veces, de los cercanos pero idos años de la infancia). Hay casi una nostalgia transclasista para no despedirse hacia un futuro que se teme, sobre todo espiritualmente. Pregunta el filósofo francés a Sloterdijk: “¿Qué hacer ahora ante el crecimiento sin fin de nuestro poder de hacer?” ¿Cómo frenarnos, cómo reencontrar la naturaleza, la austeridad? Tendríamos que haber salido del laberinto con el hilo de Ariadna, pero no.
Esta nostalgia que flota por el arte, el cine, el culto de Elvis Presley o de los autos de los 50, no es tontería; conlleva el inexpresado katejón de rescatar lo ya vivido y bueno (esencia de la palabra tradición) y exponerlo en medio del tsunami progresista indiscriminado, donde lo viejo que se repudia, se confunde con valores no sustituidos.
Para algunos, nuestros hijos entran en un mundo que tememos, donde los caminos están envueltos en la niebla. Muchos cantan y aceptan el progresismo como aquél amigo un poco fascista al que Borges comunica la noticia de la caída de París en 1940, y que hace un gesto de triunfo que no puede anular la expresión del íntimo miedo.
El progresismo se presenta como lo juvenil. Tiene buena prensa y buena paga. Peter Sloterdijk expresa que llegamos a un punto oculto en la política de hoy, en el que la lucha de clases fue sustituida por la guerra de los adultos y los jóvenes. Sostiene que el progresismo juvenil, modal, medíático, debe ser remplazado por el progresismo adulto (que no quiere decir viejo o anciano).
El movimiento verde internacional que los jóvenes apoyan podría ser el instrumento de conciliación, el nuevo katejón que pueda fundar los pasos hacia un equilibrio existencial y de la existencia humana con la Tierra y el cosmos. Hay que repensar nuestra vida en el mundo, aunque tal vez ya estemos muy cerca de la catástrofe.
El genial San Augustín dedujo que después de los crímenes masivos y del saqueo de Roma, el katejón, la resistencia a la iniquidad y la no-vida, estaba en el Imperio romano, ya cristianizado desde Constantino. Hoy el Imperio es la iniquidad mercantilizada de lo que fue un extraordinario orden, hoy en aparente derrota.
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