domingo, 6 de abril de 2014

Orden y progreso. Por Jorge Raventos

Al iniciarse abril, asuntos  que desde hace años lideran el ranking de preocupaciones de la sociedad argentina retornan precipitada y dramáticamente  desde las encuestas a la vida real. La inseguridad –ese espejismo, esa pura “sensación”, según famosos lenguaraces oficialistas- ha provocado en las últimas semanas una sucesión de violentas reacciones colectivas de represalia, que algunos diagnostican como una epidemia de linchamientos y un brote de anarquía.

La inflación -la acelerada pérdida de valor de los ingresos y los ahorros- también aviva los ánimos. Los presupuestos familiares deben ajustarse por los aumentos en alimentos, alquileres, servicios (desde energía a escuelas, desde medicina prepaga a combustible) se mueven por el proverbial ascensor, mientras el gobierno se esfuerza por retener los incrementos salariales por detrás de aquel ascenso y se resiste a rever las cláusulas impositivas que gravan los sueldos. La huelga general del próximo jueves, probablemente muy  efectiva, se anuncia como el primer capítulo de una  temporada conflictiva. Sus organizadores – las CGT que lideran Hugo Moyano y Luis Barrionuevo y la CTA no oficialista- ya se preparan para lanzar un plan de lucha de mayores alcances.   
Recuperar el Estado
Daniel Scioli y José Manuel De la Sota quisieron ser algo distinto a meros comentadores de la inseguridad. El bonaerense lanzó ayer un operativo de “emergencia de la seguridad pública” que se extenderá por un año (porque, dijo, "esto no se resuelve ni fácil ni rápidamente".  Se propone darle impulso a la creación de policías comunales (una medida reclamada por los intendentes que rodean a Sergio Massa), crear nuevas fiscalías y poner en la calle más agentes. De la Sota se había adelantado algunos días: creará una fuerza policial antidrogas que no dependerá del poder político sino de la Justicia y ya lanzó una campaña de saturación de fuerza policial en puntos clave de la provincia, destinados a pasar a la ofensiva contra el delito.
Son respuestas activas en un momento en que la ciudadanía da muestras de hartazgo y gran ebullición. Los numerosos casos de violencia vindicativa (“justicia por mano propia”) ocurridos en distintos puntos del país habían merecido sobre todo disquisiciones preceptivas -variantes del deber ser- o banalmente calificadoras. O en caracterizaciones legales.  ¿Tiene sentido juzgar moralmente un terremoto?
Conviene empezar por entender de qué se trata. Primer dato significativo: las represalias de ciudadanos indignados contra delincuentes se han producido en distintos puntos del país – Córdoba, Buenos Aires, La Rioja, Mendoza, Bahía Blanca-; no se trata de algún hecho excepcional o localizado. Los casos conocidos superan la docena en una semana.
No se trata tampoco de que la difusión de un primer episodio haya desatado un efecto contagio. La mitad de los incidentes habían tenido lugar antes de que se conociera el  que tuvo mayor repercusión, ocurrido en Rosario, donde el autor de un arrebato callejero murió en un hospital a raíz de la paliza que le dieron los testigos circunstanciales del delito. De hecho, algunos casos ni siquiera llegaron a los medios: a principios de marzo, una asamblea de vecinos del apacible barrio porteño de  Agronomía recuperó la vivienda y atelier de un pintor que había sido usurpada por una banda. La acción directa de los vecinos (y la eventual reacción de los ocupantes) pudo haber terminado en violencia, pero la policía pudo garantizar la seguridad de todos (usurpadores incluidos) y, simultáneamente, poner fin a la invasión y devolver el inmueble a su legítimo propietario. Allí se dio una constelación virtuosa: la acción directa del vecindario se articuló con el dinamismo policial y las cosas, que podían haber terminado mal, fueron bien encauzadas
Parece evidente que una amplia porción de la ciudadanía (no sólo los que toman en sus manos el castigo a malhechores reales o presuntos, sino todos los que  aprueban y aplauden ese comportamiento) no observa que la vida cotidiana esté satisfactoriamente regida por normas y autoridades legítimas y por valores compartidos; más bien considera que la sociedad ha retrocedido para ampararse precariamente detrás de las rejas de sus domicilios, mientras el espacio público es dominado por poderes de facto que usurpan, roban, trafican, matan o violan sin límites ni castigo visibles. Los politólogos verían allí signos alarmantes de ingobernabilidad.
Esos ciudadanos  no quieren resignarse a la indefensión frente al delito próximo, el que golpea a sus familias, a sus hogares; el que puede empezar en una ratería y terminar absurdamente en un asesinato.
Parece obvio que esos ciudadanos no aspiran a una sociedad en la que se vean obligados a defender su vida, sus bienes y los de los suyos con su sola fuerza.  Precisamente de la expectativa inversa  se derivó  históricamente la delegación en el Estado, y la aceptación de (o la sumisión a) un poder arbitral encargado de administrar en soledad la justicia,  el premio y el castigo. El problema surge cuando el Estado abandona ese monopolio, dilapida la fuerza, la convicción y la legitimidad necesarias para cumplir  con su misión. Esa desaparición desliza paulatinamente a la sociedad a una situación anómica y crecientemente caótica y la retrograda a ese “estado de naturaleza” del que, según el filósofo Thomas Hobbes, pudo emerger merced al Leviatán estatal.
El sueño de la razón
Aunque de noche todos los gatos sean pardos, no hay que confundir los colores morales entre los que violan,  los que no saben, no pueden o no quieren castigarlos y las víctimas de violación que reaccionan violentamente. Conviene diferenciar entre causas y consecuencias.  Aunque forme parte del mismo paisaje decadente, la reacción salvaje frente al robo, la usurpación o el atropello no es lo que quiebra el contrato social; éste estaba previamente disuelto  por la proliferación impune del delito y por la impotencia o la capitulación del Estado.
Hay un racionalismo jurídico que parece pensar en el vacío, que  desconfía del castigo de la Justicia y procura disminuir la intensidad de las penas o lisa y llanamente a suprimirlas. Resulta irónico que algunos de sus exponentes  hayan subrayado la pena que el Código reserva a  quienes reaccionan y castigan por mano propia. Sucede que para esa manera de pensar, el delincuente es considerado  chivo expiatorio de un sistema cruel, de una sociedad injusta y considera que, en rigor, la sociedad no tiene derecho a castigar pues, en todo caso, es ella la que merece el castigo. De ese sueño de la razón nacen monstruos: la indefensión social, la erosión de la autoridad, el cambalache en el que no hay diferencias entre valores y disvalores y por lo tanto pierde el sentido cualquier sistema de premios y castigos,  son distintas emanaciones de esa concepción, que distorsiona los conceptos de equidad e igualdad y los convierte en in-diferencia.  Y que llama progreso a la decadencia.
La sociedad –cualquier sociedad-  necesita orden y autoridad. Premios y  castigos son indispensables para fortalecer el edificio orden social, apuntalar sus valores y confirmar a todos los miembros de la comunidad la existencia de límites claros entre lo socialmente legítimo y lo dañino, lo peligroso y lo injusto. Las primeras víctimas del mundo criminal son los sectores más vulnerables, porque el delito impone las reglas allí donde el Estado desertó primero de sus obligaciones.
Ya cuando, en diciembre, las huelgas policiales dejaron a la intemperie a varias provincias (mientras el Estado central  mezquinaba a algunas el apoyo  de las fuerzas federales), los vecinos y particulares se organizaron  para enfrentar con sus propios recursos la amenaza del delito y la ausencia de fuerza estatal legítima. Los hechos de esta última semana son fotogramas de la misma película y  la forma de revertirlo es reconstruir un Estado que cumpla sus funciones.
La moneda y el futuro
Otra de esas funciones esenciales es preservar la moneda nacional. Quien motoriza la inflación, corrompe la moneda. Y con ella, la voluntad de ahorrar, la posibilidad de invertir, la libertad de consumir, la capacidad de planificar. Porque la inflación reduce el tiempo a un presente angustioso en el que hay que gastar pronto lo que se tiene, pues unos días más tarde la plata valdrá menos. Así se liquida la dimensión del futuro.
En ese marco hay que interpretar las protestas del movimiento obrero.
Durante los meses de transición, hasta que otro gobierno se haga cargo, la sociedad argentina debería tener la posibilidad de debatir como recrear el Estado y la moneda, como resignificar su presente y su futuro. Parada sobre un territorio rico en agroalimentos, minerales y combustibles convencionales y no convencionales, la Argentina no puede dilapidar sus oportunidades y  renunciar al futuro.
Entre fines del siglo XIX y principios del XX, tiempos de la primera globalización, en tres o cuatro décadas el país cuadriplicó su población, creó viviendas, colegios y hospitales para atender a esos millones de nuevos  pobladores (en Buenos Aires, por caso, los habitantes se incrementaron un 742 por ciento entre 1870 y 1914 ¡y las viviendas aumentaron en número un 733 por ciento!). Esa población aprendió el idioma y la historia nacional, educó a sus hijos, ascendió socialmente, creó instituciones, trabajó y dio trabajo, mientras la Argentina pasaba de 220.000 a 40 millones de hectáreas de superficie sembrada y pasaba a encontrarse entre el octavo y el décimo puesto en el ranking mundial. ¿Es acaso imposible repetir y mejorar aquella epopeya?
Aquel crecimiento no se edificó ni sin conflictos ni sin altibajos, pero estuvo alimentado por un sentido auténtico del progreso (una adecuación a las realidades mundiales de la época, una voluntad creadora  y un denominador común de valores que daban cimiento a la unión nacional, y soldaban la enorme variedad demográfica). ¿Será capaz la dirigencia política actual de  encontrar denominadores comunes de suficiente envergadura para  afrontar los desafíos del presente?
Si bien se mira, la tarea no es tan complicada: se trata de dejar de lado las anteojeras ideológicas y  leer adecuadamente lo que la sociedad está reclamando con su voto, con su voz y con sus acciones. Y comprender simultáneamente lo que indican las tendencias centrales del mundo.


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