La
conocida sentencia de Alberdi, en estos días, podría parafrasearse diciendo que
gobernar es prometer.
jueves, 7 de febrero de 2013
Palabras ausentes. Por Gonzalo Neidal
Y
ofrecer múltiples beneficios desde el estado, con cargo al presupuesto.
No
es esta una crítica al gobernador de Córdoba por su discurso inaugural de las
sesiones parlamentarias. O, al menos, no únicamente.
Esta
idea de gobierno sobrevuela a todos los políticos de todos los partidos. No se
sienten felices si no prometen tal o cual beneficio a sus votantes. Si no es una
rebaja de impuestos, será el boleto gratuito. Si el estado no ofrece algo al
pueblo, bajo la forma de un beneficio personal y palpable, entonces no es un
buen gobierno. Tal el concepto que existe.
Se
gobierna, entonces pensando en el corto, cortísimo, plazo. Pues es necesario
que los resultados aparezcan en forma perentoria, a los pocos meses o, cuanto
más, antes de un par de años para, de ese modo, recoger los frutos electorales
de las medidas que se toman.
Con
este canon, resulta buena toda medida que reporte al gobierno beneficios
electorales inmediatos. Hay que invertir ahí donde los resultados se obtienen prestamente.
En algunos casos, esto es inevitable: una obra pública logra simpatías
instantáneas. Y está bien que así sea.
Pero
no siempre los resultados de un gobierno pueden palparse en el cortísimo plazo.
Al contrario, existen muchos problemas cuyas soluciones demandan inversiones
cuantiosas cuyos efectos no pueden sino percibirse al cabo de décadas. En
algunos casos, no existe el shock benéfico para la imagen del gobierno pues las
bondades de la inversión recién podrán evidenciarse al cabo de muchos años,
décadas incluso, quizá durante alguna de las gestiones siguientes. Pues bien,
estas inversiones son sumamente odiosas e inconvenientes de realizar. Todos los
gobiernos las evitan.
El
resultado es que vivimos asediados por el corto plazo. La consigna de todo
gobernante es que hay que gastar plata únicamente ahí donde se obtiene un
impacto emocional instantáneo sobre el humor de la gente pues ello luego se
materializa en votos.
Así
fue que las rutas se abandonaron durante largos períodos, hasta que llegó el
sistema de peaje para solucionar algunos de los problemas. Sucedió lo mismo con
las inversiones en la empresa de aguas, hasta que se tuvo que convocar al
sector privado para zanjar la brecha de inversiones. También un banco oficial
fue liquidado en razón de la pésima administración que supuso utilizar sus
fondos hasta el agotamiento. Habrá que preguntarse si en estos años no estamos
acumulando problemas en algunas áreas a cargo del gobierno tales como la Caja
de Jubilaciones, EPEC y el Banco de Córdoba.
Lo
reiteramos: se trata de un concepto que reina en la política argentina más allá
de toda diferencia partidaria. Se gobierna para el corto plazo pues nadie
quiere invertir en obras –por necesarias que fueren- que puedan ser inauguradas
(¡horror!), por algún sucesor, de un partido rival o del propio partido.
Pero,
además, se gobierna con el concepto de que el estado está para “dar” y los
ciudadanos para “recibir”. Atribuyen a John F. Kennedy la conocida frase: “no preguntes qué puede hacer tu país por
ti; pregúntate qué puedes hacer tú por tu país”. Pues bien, semejante sentencia,
en la Argentina de hoy, correría el riesgo de ser considerada una afrenta para
el pueblo. Casi una propuesta oligárquica y antipopular. La idea que domina el
escenario es exactamente la contraria. Para nuestros políticos, lo dijimos,
gobernar es poner en mano de los ciudadanos cuantos subsidios se puedan.
Mientras más beneficios, mejor gobierno.
Jamás
se convoca al esfuerzo personal, al trabajo, a la construcción sobre la base de
la labor prolongada, cotidiana y perseverante. Todo provendrá del gobierno que
estará siempre presto para inventar alguna nueva ventaja para el pueblo que,
por supuesto, debe ser agradecido y devolver con el voto la caricia estatal que
recibió.
El
esfuerzo carece de épica. Siempre visualizamos al estado como quien debe
concurrir a morigerar o salvar nuestros padecimientos económicos y nuestras necesidades de toda índole.
Así
funciona el populismo. Como una eterna propuesta de soluciones provenientes del
papá estado que, con los años, van relevando de obligaciones e iniciativas a
los ciudadanos. Una política casi “pavloviana” a través de la cual se espera
obtener una respuesta instantánea a un estímulo concreto.
Vivimos
ahogados por el corto plazo, preocupados por el hoy, mientras dejamos que los
problemas se vayan acumulando. De todos modos, cuando estallen, quienes hoy
están el gobierno, ya no estarán.
Habrá
otro, a quien aprovecharemos para echarle todas las culpas del caso.
Y
lo haremos con un discurso enérgico y emotivo.
En
nombre del pueblo, claro.
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