miércoles, 29 de junio de 2011

El populismo posmoderno. Por Daniel Montamat

Hasta que el viceministro de Economía, Roberto Feletti, planteó la "radicalización" del populismo económico, los ideólogos de estas ideas preferían el debate y la confrontación de argumentos en el terreno político. La racionalización del populismo económico no es casual, sino un signo de época que marca la vigencia y la seducción de este discurso en la cultura posmoderna.

Ernesto Laclau se ha transformado en un ícono de la razón de ser del populismo político. La lógica populista es por definición cortoplacista, pero produce un "efecto sedante" en toda sociedad en crisis, que la vuelve cautivante y, según la ocasión, "útil para evitar males mayores".
La construcción racional es conocida. A partir de la sumatoria de demandas sociales insatisfechas, el populismo divide a la sociedad y convierte a la mayoría en un todo aglutinante que se apropia del concepto "pueblo". El líder, que representa al pueblo, y que evita la intermediación propia de los mecanismos institucionales para articular su relación con el grupo, promete soluciones inmediatas a problemas causados por un "enemigo" interno (el "antipueblo") que representa intereses de un "enemigo" externo (el neoliberalismo, el marxismo, el FMI, los "zurdos", los "yanquis", etc.). El enemigo también sirve de excusa a las demoras de resultados, las postergaciones de planes y las promesas incumplidas.
El populismo político espanta a los que comparten valores republicanos fraguados en los principios del constitucionalismo moderno y el Estado de Derecho, pero resulta edulcorado para quienes se conforman con una democracia formal basada en la regla de la mayoría. Las versiones maniqueas de la realidad a menudo suman votos y ganan elecciones. Si enfrentan instituciones débiles y crisis sociales recurrentes, muchas veces degeneran en las denominadas democracias "delegativas" o "prebendarias" que, salvo por los turnos electorales, en nada se parecen a las democracias representativas o participativas. Bajo la lupa de la argumentación moderna, todas las variantes de democracia populista son ni más ni menos que reencarnaciones de los proyectos corporativos fascistas de mediados del siglo pasado; reminiscencias de los nacionalismos románticos del siglo XIX.
Si esa explicación fuera suficiente, habría que complementarla con una suerte de fatalismo sociológico: las sociedades, como el hombre, tropiezan varias veces con la misma piedra. Pero el auge populista de principios del siglo XXI tiene más que ver con el presente que con el pasado. El populismo es la nave insignia de la política posmoderna, en la que rige el "imperio de lo efímero". La obsesión por ocuparse en las demandas del hoy -del aquí y del ahora-, movilizando pasiones y sentimientos exculpatorios, el pragmatismo exacerbado para brindar soluciones rápidas que no reparan en consecuencias futuras y el culto a la sensación que domina el presente constituyen una poderosa apelación a eternizar el instante: el proyecto excluyente de la posmodernidad.
También el populismo económico despliega una lógica argumental racional. La captura de rentas (flujos de ingresos con ganancias consideradas extraordinarias) y la apropiación de stocks acumulados mediante el proceso de ahorro-inversión con el fin de acelerar la redistribución de ingresos no cuentan con apologetas ortodoxos, pero concitan adhesiones en un buen número de economistas heterodoxos. Argumentan que las fallas del mercado, reconocidas por el consenso de la profesión, afectan la distribución de la riqueza y reducen el bienestar de la sociedad. Propician corregir esas fallas con intervenciones activas en las políticas de ingreso para mejorar la condición de los menos aventajados. Las regulaciones y las políticas de ingreso correctivas habilitan al gobierno a interferir en el sistema de precios, que se asume distorsionado, y a apropiarse de las rentas, empezando por las de los recursos naturales.
La crítica generalizada al populismo económico también abreva en concepciones modernas. Desde el propio progresismo puede argumentarse que el proceso de desacumulación de stocks y el reparto de rentas presentes no es sostenible en el tiempo y violenta el tercer principio de justicia social formulado por John Rawls: el principio "de ahorro justo"; lo que la generación presente está obligada a dejar para los que vienen: la justicia intergeneracional. Paul Krugman sostiene que el populismo económico se caracteriza por los excesos monetarios y fiscales. Sus programas asumen la quimera del financiamiento externo irrestricto (que termina en default y devaluación), o la quimera de la emisión monetaria irrestricta (que termina en hiperinflación y devaluación). Sucede que las rentas extraordinarias desaparecen, los stocks acumulados se depredan obligando a reinvertir para reponerlos y las políticas redistributivas dependientes de ellos se quedan sin financiamiento.
La reiteración de los ciclos de ilusión y desencanto populista del pasado hace difícil entender el auge de las políticas económicas populistas en el presente. Por eso, también hay que interpretar el fenómeno en clave posmoderna. La economía posmoderna se caracteriza por promover el consumo existencial, para ser (el consumo para "parecer" todavía es moderno), un consumo bulímico que no repara en las condiciones de sustentabilidad. Para el consumidor posmoderno la gratificación del instante presente no es intercambiable con ningún diferimiento de consumo para el futuro (ahorro) a pesar de las restricciones presupuestarias y aunque el crédito esté sobregirado. Ese consumo es consustancial con la depredación de stocks acumulados y el uso de flujos extraordinarios para atender demandas presentes sin tener en cuenta las consecuencias futuras.
La redistribución ya no es un objetivo de justicia social, sino un medio (un pretexto) para alentar sensaciones de consumo efímero, desigual y clientelar para muchos, pero anestésico en la angustia del instante. El populismo en clave moderna se anatemizaba como "pan para hoy, hambre para mañana"; en la posmodernidad es "pan para hoy, no existe el mañana".
El populismo está globalizado y, como sucede entre nosotros, tiene promotores por derecha y por izquierda. Sus manifestaciones políticas y su arraigo social dependen de la fortaleza institucional del medio en que actúa. No es un fenómeno propio de las economías en desarrollo: también cunde en la economías desarrolladas. ¿Acaso no fue populista la política de Bush y Greenspan, ambos conservadores, cuando exacerbaron el consumo americano con shocks fiscales y monetarios tras el ataque a las Torres Gemelas? La burbuja inmobiliaria y la crisis financiera derivada de esa política que estalló en 2008 fueron una crisis de consumo posmoderno. ¿No fueron las políticas populistas las que predominaron en muchas economías europeas luego de que la unión monetaria habilitara el crédito fácil y el financiamiento del consumo presente con consecuencias futuras que hoy están a la vista? ¿Dónde quedaron los acuerdos vinculantes para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero? ¿No ofrecía la gran recesión de 2008 la oportunidad de estimular la demanda agregada mundial con un programa de inversiones de largo plazo que permitiera al mundo globalizado empezar a transitar la senda del desarrollo sustentable?
Son los valores posmodernos los que se resisten a cambiar los patrones de un crecimiento mundial que depreda recursos materiales y ambientales con graves consecuencias sociales. Son los liderazgos posmodernos los que explican el cinismo con que la clase dirigente evita toda transacción que involucre resignaciones presentes en aras de un futuro posible.
El futuro no cuenta, pero el presente nos augura rumbo de colisión. Nuestra civilización vive tiempos de confluencia interoceánica entre los valores de la cultura moderna y la posmoderna. Para evitar el naufragio, se hace imprescindible incorporar a la cartografía que hasta ahora ha servido de guía -léase el modelo teórico moderno-, los nuevos datos que proporciona la ascendiente cultura posmoderna. Sólo a partir de un diagnóstico relevante el mundo y la Argentina estarán en condiciones de encontrar los liderazgos y los programas de largo plazo para revertir las consecuencias inevitables del colapso al que nos encamina la posmodernidad populista.

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