lunes, 20 de junio de 2011

Juegos de tablero. Por Beatriz Sarlo

Kingmayer fue un exitoso juego de tablero creado en 1974. Brevemente, cada uno de los participantes trata de “hacer al Rey” a través de su influencia sobre el Parlamento, los obispos y los ejércitos; fortalecer su poder (no el del Rey); acumular para sí mismo, siendo el Rey su “pieza”. Creado por una firma norteamericana, el juego tomó su nombre de un kingmaker histórico. Ese “hacedor de reyes” fue Richard Neville, señor de Warwick, que intervino en la Guerra de las Rosas, coronó por lo menos un rey, fue generoso y riquísimo, tuvo a su disposición puertos y barcos; reclutó ejércitos, que comandó con glacial intrepidez; quizá la mayor desgracia, bien de Shakespeare, es que su hija Anne fuera la esposa del terrible Ricardo III. De este complicado nudo de sucesos históricos del siglo XV, el juego Kingmaker toma sólo la idea de que alguien, sin convertirse en rey (porque no ha nacido del debido padre, por ejemplo), puede marcarle la Ley al monarca. Kirchner evitó que Duhalde ocupara la posición del kingmaker .


Pensaba en ese juego de estrategia y su secuela como videogame mientras se preparaba el lanzamiento de la alianza de Ricardo Alfonsín con Francisco de Narváez. El mismo 5 de junio en que los diarios publicaban la foto de ambos candidatos, vestidos casi igual, detrás de atriles idénticos decorados por un cartel que sólo informaba sobre los días que faltan para las elecciones nacionales, ese mismo 5 de junio en que Alfonsín hizo la V peronista de la victoria y la enlazó con el apretón de manos inventado por su padre como logo de campaña en 1983, Francisco de Narváez respondió algunas preguntas a este diario. Para no dejar lugar a dudas ni a esperanzas se pronunció sólidamente por un triunfo de Mauricio Macri en la ciudad de Buenos Aires y, taponando todo resquicio, agregó que “hay que hacer todo lo posible para que eso suceda” (¿quiénes deben hacer todo lo posible?; ¿los radicales también deben ejecutar esa línea?).
Hasta ese momento, sobre el tema de la capital, Ricardo Alfonsín sólo había incurrido en vagas menciones a Silvana Giudici, una candidata hoy volatilizada. Sin embargo, el novísimo aliado de De Narváez, acerado jugador de tablero, informaba por los diarios que se debía fortalecer a Pro. Habrá consultado encuestas o habrá querido primerear a sus nuevos amigos, vaya a saberse. De todos modos, habló como un kingmaker , seguro de que es indispensable si la UCR fantasea una victoria presidencial en octubre.
Estos son los derechos del kingmaker . El mismo 5 de junio en que se publicaban estas declaraciones, Jorge Fontevecchia entrevistó a Francisco de Narváez en Perfil y el juego de tablero quedó iluminado por palabras breves pero cortantes. “Decidí apoyar a aquel [Ricardo Alfonsín] sobre quien tengo la convicción de que puede ser el gran presidente de los argentinos. Si eso me ha convertido en el gran elector. En esos términos, sí.” No se le puede negar a De Narváez la franqueza de los que saben que disimular modestamente el poder que se les atribuye equivaldría a un achique. De Narváez no puede tirarse a menos, porque, además, todavía no ha demostrado que puede aportar lo que los radicales piensan que aportará en términos electorales. Es cierto que le ganó a Kirchner en un momento de baja catastrófica del Gobierno; también es cierto que dos años antes Margarita Stolbizer sacó un punto y medio más que De Narváez.
Cuenta la leyenda que, en 1983, Raúl Alfonsín decidió que Alejandro Armendáriz, un hombre de Saladillo, fuera el candidato de la UCR en la provincia de Buenos Aires; a los dudosos que le señalaban otros radicales más conocidos, les respondió: “O se gana con Armendáriz o no se gana con nadie”. Si la anécdota tiene un interés no es su indemostrable veracidad, sino el de poner en escena una convicción de Raúl Alfonsín: “Es mi línea, son mis hombres los que deben ganar conmigo, porque, en primer lugar soy yo el que gano”. Antes que finos encuestadores como Heriberto Muraro llegaran perplejos a números levemente favorables a la UCR en la semana anterior a esas elecciones de 1983, Raúl Alfonsín confiaba todo a su victoria. Ganó también con voto peronista, pero no colocando a un peronista en las boletas, sino precisamente lo contrario: denunciando un pacto sindical-militar. Por supuesto, eran otras épocas y traigo la anécdota sólo porque se trata del mismo partido y, por coincidencia, del mismo apellido.
Dentro de pocos meses sabremos si De Narváez cumplió lo que muchos consideran su promesa. Y, si cumplió, sabremos si se comporta con la autoridad de un kingmaker , ya no en su discurso, como lo hace hoy, sino en las pretensiones. Abro simplemente una pregunta exploratoria: en este país donde se repite el sueño de modificar la Constitución ¿estaremos ante una nueva modificación, apenas un detalle sobre la nacionalidad del presidente? Es sólo una ocurrencia pero, dados los antecedentes de reformas coyunturales con identikit , no es la más alocada.
Por supuesto, se podrá decir que la culpa de todo la tienen Hermes Binner y el Partido Socialista, un hombre y un aparato político lentos y precavidos, desconfiados y llenos de resquemores. Aceptemos por un momento que Ricardo Alfonsín habría preferido esa alianza de centroizquierda con el socialismo y GEN, vuelta imposible porque los tiempos no la permitieron y porque Proyecto Sur pensó que su propia construcción a mediano plazo se salvaba si atraía esos mismos aliados que buscaba el radicalismo (pensamiento que mezcla el principismo y la mezquindad).
Aceptadas todas estas hipótesis, persiste sin embargo la perplejidad sobre un candidato como Alfonsín, que primero se define como socialdemócrata, para juntarse después con un ladero como De Narváez, uno de cuyos párrafos preferidos es de clara sustancia pospolítica: “Los chicos no nacen Pro, ni radicales, ni kirchneristas, nacen con necesidades”. Esta verdad tiene la evidencia del sentido común que borra las distinciones entre progresismo, centro y derecha; sostiene que todas las soluciones son técnicas, gerenciales y administrativas, incubadas en probetas inmunes a las bacterias de la ideología. Más o menos lo que ha dicho siempre Macri, por lo cual no es sorprendente que De Narváez desee su reelección en la ciudad de Buenos Aires. Borrar las diferencias ideológicas implica borrar un ordenamiento de valores; implica también considerar a la sociedad como “la gente”, a los ciudadanos como “vecinos”. Todo eso integra el arsenal de la des-ideologización de la política, que no es el mejor camino cuando, justamente, la re-ideologización kirchnerista todavía se mantiene en alza. Discutir con el kirchnerismo el campo progresista implica reconocer la existencia de ese campo, no su negación por una circular de los asesores de imagen.
Todo esto lo sabía Ricardo Alfonsín. Pero sucedieron dos cosas. Por un lado, una parte de la UCR, en especial la que reconoció la precandidatura de Ernesto Sanz, prefería virar el sistema de alianzas y desafiar el espectro de una derrota en octubre moviéndose del centro a la derecha. Por el otro, las elecciones se aproximan y, con ellas, la pulsión de prevalecer: con Binner o sin él, que fue remiso, intolerablemente pausado, a veces taimado.
Ahora la UCR encabeza otro frente, aunque no lo llame frente. Si De Narváez le proporciona los votos necesarios para desequilibrar en la provincia de Buenos Aires, incluso aunque él mismo no salga elegido gobernador, será el kingmaker . Lo sabe y declara como poseedor de esa llave que podría conducir a la sala de máquinas de la república. De Narváez no estaría en el puesto de mando, pero ¿cómo negarle que sus votos llevaron hasta allí al hipotético capitán?
Fuente: La Nación

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