viernes, 8 de octubre de 2010

"Morochos" y clase media. Por Vicente Palermo


Un comentario de la presidenta argentina, Fernández de Kirchner, me resulta útil para comenzar a desarrollar el tema del ensayo. Refiriéndose a la clase media, deslizó la idea de que ésta “cree que separándose de los laburantes, de los morochos” mantiene su estatus social. ¿La clase media no trabaja, no labura? Este comentario es más llamativo porque parte de alguien que en su práctica gubernamental mantiene una relación bastante aceitada con los trabajadores organizados y propone la revalorización del trabajo argentino. Sin embargo, la cita dicha al pasar revela un inconsciente colectivo sobre el trabajo y sobre los trabajadores confuso que predomina en el progresismo de las más diversas fuerzas políticas y que parece encontrar algún sentido en pasados ya superados por el paso implacable del tiempo y de los cambios históricos que lo acompañaron. Este mismo relato evoca una situación cultural con relación al trabajo y a los trabajadores, común al progresismo occidental que une complejamente relaciones de poder encontradas y contradictorias nunca resueltas. Los progresistas occidentales somos, por un lado, burgueses e individualistas hasta los tuétanos, y por el otro, anticapitalistas.


Por lo menos decimos desear, o esperar, la “superación del capitalismo”, en la lógica de la dialéctica histórica diseñada de Hegel a Marx. En ese enfoque se da la perspectiva extrema que enfrenta al capital con el trabajo, dándole el nombre de trabajador casi exclusivamente al obrero, entendido en el siglo XIX como la clase baja, el proletariado, que era la que realizaba el auténtico esfuerzo, el sector verdaderamente laburante. Ha pasado mucho tiempo y las transformaciones de esa inicial relación paradigmática entre el capital y el trabajo han suscitado mutaciones, proliferaciones, cambios. Las cuales se han ido extendiendo por todos los países y por todas las culturas de la tierra, mundializándose o globalizándose, según el término que cada cual quiera elegir. En su extensa y documentada biografía de Karl Marx, Jacques Attali anota, por ejemplo, lo siguiente: “Ya no es posible hoy definir las clases sociales” en compartimientos fijos. Igualmente agrega: “Burguesía y proletariado no son ya dos grupos sociales en oposición absoluta. Los propios asalariados están divididos en grupos cada vez más matizados; algunos de ellos son ahora accionistas; los cuadros profesionales administran empresas sin ser sus propietarios y se apropian de una parte de las ganancias; los innovadores, los artistas y los deportistas adquieren importancia financiera”. La complejidad ha invadido el mundo y las culturas del trabajo. Attali agrega en la citada obra que “al lado del dinero, el saber (y sus también laboriosos trabajadores) se convierte en un capital determinante del mundo global; una parte importante de las ganancias pasa por él y es imposible medir el costo de producción de un objeto por las horas de trabajo necesarias para producirlo”.Dos polémicos textos nos ayudan a profundizar en esta complejidad que une a la antigua noción de trabajo con las casi infinitas formas de trabajar actuales. Uno es La sociedad poscapitalista, de Peter Drucker; el otro, El trabajo de las naciones, de Robert Reich. El primero advierte los cambios que se han producido hacia fines del siglo XX y que han ido mutando a los factores de la producción de la economía clásica o inglesa. Fondos de pensiones privados o públicos abastecen y controlan en parte la provisión y la asignación del dinero. Los recursos aquí provienen de anónimos y desconocidos asalariados. El capital ha dejado de ser el factor predominante de la producción. El “giro hacia la sociedad del saber y la información” lo ha desplazado. Si es necesario hablar de clases, dice Drucker, la dupla burgueses y proletarios ha sido reemplazada por la de “trabajadores del saber y trabajadores de los servicios”. Robert Reich, a su vez, estudia en forma conjunta los cambios organizacionales y las estratificaciones que éstos ofrecen a la figura del trabajador universal. Contrapone los modelos clásicos del Estado y de las empresas nacionales, de carácter piramidal, con sedes fijas y burocracias estables, con el avance de los modelos globales hoy en auge en el mundo multipolar. “En lugar de una pirámide –escribe–, la estructura de una empresa de alto valor global se parece más a una telaraña. Los intermediarios estratégicos están en el centro de la misma, pero existe todo tipo de conexiones que no los incluyen directamente, y además nada es fijo y se van formando nuevos nexos todo el tiempo.” Reich, que ha sido ministro de Trabajo del gobierno de Bill Clinton, utiliza el nombre del libro de manera analógica con el clásico de Adam Smith La riqueza de las naciones. La forma en que una nación pueda organizar la inteligencia, la educación, la libertad creativa y la laboriosidad de sus ciudadanos en los parámetros de la nueva sociedad global le dará un mayor protagonismo histórico, y ello, posiblemente, otorgue una mayor felicidad a sus habitantes. Se retrasarán los países que sigan atrapados por nociones ya envejecidas, aunque míticas, del pasado industrial nacional, cuyo eje conceptual fue el enfrentamiento entre el capital y el trabajo. (En juego aparecen aquí también las concepciones tradicionales y burocráticas de la educación. Se vuelve necesario intentar nuevas formas de enseñanza abarcativas de todos los núcleos diferentes que conforman hoy una verdadera cultura del trabajo.)La oposición maniquea entre capital y trabajo comienza a ceder después de la Segunda Guerra Mundial. En el primer gobierno peronista, donde alguno de estos inconscientes colectivos de tipo más ideológico que estratégico se nutren, Perón tuvo en claro que esta oposición sólo tenía sentido cuando el “capital pretende erigirse en un instrumento de dominación” (discurso de septiembre de 1944), pero el capítulo “Los fundamentos de la economía” de la Doctrina Peronista está presidido por esta frase del líder justicialista: “La riqueza nacional nace de la producción; y el desenvolvimiento de la producción siente la influencia de los capitales disponibles, de ahí que para la prosperidad de un país sea de vital importancia desarrollar la formación de capitales con una utilización juiciosa por parte tanto de los particulares como de los poderes públicos. Juzgo, en consecuencia, que debe estimularse el capital privado, por cuanto constituye un elemento activo de la producción y contribuye al bienestar general”. Ya en los discursos tempranos de Perón encontramos conceptos que semejan a los planteados por Reich acerca de la adecuada organización de los diversos trabajos, productivamente referidos a una época, como la de aquellos años, dominada todavía por el desarrollo industrialista nacional. El 18 de enero de 1945 dice: “La organización de la riqueza argentina es el imperativo de la hora. No hablamos de economía dirigida; hablamos de organización de la riqueza, que no es lo mismo. Hay que empezar por organizar al propio Estado [para esta tarea], y hay que organizar el trabajo para evitar la lucha que destruye valores pero que jamás los crea”. Un discurso del 23 de julio de 1947 resulta hasta risueño, porque refleja las dificultades que el líder político encontraba para organizar productivamente las distintas esferas públicas y privadas del trabajo. Decía: “Para consolidar la independencia necesitamos que el país produzca más (...) Pero, desgraciadamente, de los dieciséis millones de argentinos hay diez que gastan y consumen sin producir, como los zánganos de la colmena, y solamente hay seis millones que fabrican la miel. Estamos empeñados en que esos diez millones de perezosos comiencen a producir”. (Aclaramos que esa producción no puede ser vista como exclusivamente material. La producción de educación, por ejemplo, es psíquico-ético-espiritual, como el arte mismo.) En los discursos del Día del Trabajo también hallamos, de distintas maneras, una lógica distinta a la de la economía inglesa, sobre los factores de la producción. En la de 1948 dice, por ejemplo, “brazos, cerebros, capitales”. Brazos: trabajadores que ayuden a fabricar manufacturas, que construyan edificios y caminos; cerebros, inteligencias que sirvan para educar técnico-prácticamente a los brazos, que sirvan para organizar la gestión del Estado y para coordinarla con las inteligencias de las empresas privadas y con las de las proveedoras de capital. Los distintos trabajos y los distintos trabajadores adquieren mayor valor cuando se los utiliza coordinada y orgánicamente. Para una comunidad organizada, el trabajo del pueblo es siempre uno, aun cuando se muestre de las formas más matizadas y diversas. La cultura del trabajo peronista es una cultura que no terminó de hacer escuela a veces por incomprensibles contingencias histórico-políticas a las que el mismo Perón no fue ajeno, y que dejaron, a mi juicio, inconscientes colectivos y pseudoideologías más cercanas a un progresismo occidental de cuño marxista, hoy poco prácticas (no las practican ni siquiera las que aún se presentan como naciones socialistas o comunistas). Pero la época, accionada por un nuevo orden multipolar todavía en formación, ofrece posibilidades nuevas a nuestro país, como a todas las naciones del Cono Sur, en particular las que pueden producir alimentos y productos industriales y minerales para las nuevas potencias emergentes. The Economist ha reconocido recientemente que para la América del Sur ha terminado la época de ser identificada como “el patio trasero” de los Estados Unidos. Los términos de intercambio vuelven a favorecer desenvolvimientos estratégicos propios, como ocurriera para la Argentina y para el Brasil al final de la Segunda Guerra Mundial en los primeros años posteriores. Una época así llama de nuevo a revalorizar el Estado, pero no con conceptos totalitarios anticuados y antiglobales, y a reorganizar lo industrial propio –incluso tecnológicamente– pero sin chauvinismos anacrónicos que nos podrían hacer perder todas nuestras ventajas comparativas, manteniendo en exceso empresas no competitivas con ingresos básicamente fiscales. Una situación temporalmente tan favorable requerirá audacia estratégica para adquirir una nueva cultura del trabajo que vuelva a dar sentido a este aspecto esencial de la vida humana. Hay que avanzar en este requerimiento de la época, aun reconociendo que la tarea no es fácil ni pequeña y que va más allá de un gobierno, de un partido e, incluso, de una generación.

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