sábado, 13 de marzo de 2010

Lula y los Castro. Por Mario Vargas Llosa


Mi capacidad de indignación política se embota algo los meses del año que paso en Europa. La razón, supongo, es que vivo allá en países democráticos en los que, no importa los problemas que padezcan, hay un amplio margen de libertad para la crítica, y los medios, los partidos, las instituciones y los individuos suelen protestar con entereza y ruido cuando se suscita un hecho afrentoso y despreciable, sobre todo en el campo político.
En América latina, en cambio, donde paso tres o cuatro meses al año, aquella capacidad de indignación retorna siempre, con la furia de mi juventud, y me hace vivir en el quién vive, desasosegado y alerta, esperando (y preguntándome de dónde vendrá esta vez) el hecho execrable que, generalmente, pasará inadvertido para el gran número, o merecerá el beneplácito o la indiferencia generales.

Estos días he vivido una vez más esa sensación de asco e ira viendo al risueño presidente Lula, de Brasil, abrazando cariñosamente a Fidel y Raúl Castro, en los mismos momentos en que los esbirros de la dictadura cubana correteaban a los disidentes y los sepultaban en los calabozos para impedirles asistir al entierro de Orlando Zapata Tamayo, el albañil opositor y pacifista de 42 años, del Grupo de los 75, al que la satrapía castrista dejó morir -luego de someterlo en vida a confinamiento y torturas y de condenarlo con pretextos a más de treinta años de prisión- tras 85 días de huelga de hambre.
Cualquier persona que no haya perdido la decencia y tenga un mínimo de información sobre lo que ocurre en Cuba espera del régimen castrista que actúe como lo ha hecho. Hay una absoluta coherencia entre la condición de dictadura totalitaria de Cuba y una política terrorista de persecución a toda forma de disidencia y de crítica, la violación sistemática de los más elementales derechos humanos, procesos amañados para sepultar a los opositores en cárceles inmundas y someterlos allí a vejaciones hasta enloquecerlos, matarlos o empujarlos al suicidio.
Los hermanos Castro llevan 51 años practicando esa política, y sólo los idiotas podrían esperar de ellos un comportamiento distinto.
Pero de Luiz Inacio Lula da Silva, gobernante elegido en comicios legítimos, presidente constitucional de un país democrático, como Brasil, uno esperaría, por lo menos, una actitud algo más digna y coherente con la cultura democrática que en teoría representa, y no la desvergüenza impúdica de lucirse, risueño y cómplice, con los asesinos virtuales de un disidente democrático, legitimando con su presencia y proceder la cacería de opositores desencadenada por el régimen en los mismos momentos en que él se fotografiaba abrazando a los verdugos de Orlando Zapata Tamayo.
El presidente Lula sabía perfectamente lo que hacía. Antes de viajar a Cuba, cincuenta disidentes cubanos le habían pedido una audiencia durante su estancia en La Habana y que intercediera ante las autoridades de la isla por la liberación de los presos políticos martirizados, como Zapata, en los calabozos cubanos.
El se negó a ambas cosas. Tampoco los recibió ni abogó por ellos en sus dos anteriores visitas a la isla, cuyo régimen liberticida siempre elogió sin el menor eufemismo. Por lo demás, esta manera de proceder del mandatario brasileño ha caracterizado todo su mandato. Hace años que, en su política exterior, desmiente de manera sistemática su política interna, en la que respeta las reglas del Estado de Derecho, y, en economía, en vez de las recetas marxistas que proponía cuando era sindicalista y candidato -dirigismo económico, nacionalizaciones, rechazo a la inversión extranjera, etcétera-, promueve una economía de mercado y de libre empresa, como cualquier estadista socialdemócrata europeo.
Pero cuando se trata del exterior el presidente Lula se desviste de los atuendos democráticos y se abraza con el comandante Chávez, con Evo Morales, con el comandante Ortega, es decir, con la hez de América latina, y no tiene el menor escrúpulo en abrir las puertas diplomáticas y económicas de Brasil a la satrapía teocrática integrista de Irán.
¿Qué significa esta duplicidad? ¿Que el presidente Lula nunca cambió de verdad? ¿Que es un simple travestido, capaz de todos los volteretazos ideológicos, un politicastro sin espina dorsal cívica y moral? Según algunos, los designios geopolíticos para Brasil del presidente Lula están por encima de pequeñeces como que Cuba sea, con Corea del Norte, una de las dictaduras donde se cometen los peores atropellos a los derechos humanos y donde hay más presos políticos.
Lo importante para él serían cosas más trascendentes, como el puerto de Mariel, que Brasil está financiando con 300 millones de dólares, así como la próxima construcción, por Petrobras, de una fábrica de lubricantes en La Habana. Ante realizaciones de este calado, ¿qué puede importarle al "estadista" brasileño que un albañil cubano del montón, y encima negro y pobre, muera de hambre clamando por nimiedades como la libertad?
En verdad, todo esto significa, ay, que Lula es un típico mandatario "democrático" latinoamericano. Casi todos ellos están cortados por la misma tijera y casi todos, unos más, otros menos, aunque -cuando no tienen más remedio- practican la democracia en el seno de sus propios países, en el exterior no tienen reparo alguno, como Lula, en cortejar a dictadores y demagogos tipo Chávez o Castro, porque creen, los pobres, que de este modo aquellos manoseos les otorgarán una credencial de "progresistas" que los libre de huelgas, revoluciones, acoso periodístico y de campañas internacionales acusándolos de violar los derechos humanos.
Como recuerda el analista peruano Fernando Rospigliosi, en un admirable artículo: "Mientras Zapata moría lentamente, los presidentes de América latina -incluido el sátrapa cubano- se reunían en México para formar una organización -¡otra más!- regional. Ni una palabra salió de allí para demandar la libertad o un mejor trato para los más de 200 presos políticos cubanos". El único que se atrevió a protestar -un justo entre los fariseos- fue el nuevo presidente de Chile, Sebastián Piñera.
De manera que la cara de cualquiera de estos jefes de Estado hubiera podido reemplazar a la de Luiz Inacio Lula da Silva, abrazando a los hermanos Castro, en la foto que me retorció las tripas al leer la prensa una mañana.
Esas caras no representan la libertad, la limpieza moral, el civismo, la legalidad y la coherencia en América latina. Estos valores se encarnan en personas como Orlando Zapata Tamayo, las Damas de Blanco, Oswaldo Payá, Elizardo Sánchez, la bloguera Yoani Sánchez y demás cubanos y cubanas que, sin dejarse intimidar por el acoso, las agresiones y vejaciones cotidianas de que son víctimas, se siguen enfrentando a la tiranía castrista. Y se encarnan, asimismo, en principalísimo lugar, en los centenares de prisioneros políticos y, sobre todo, en el periodista independiente Guillermo Fariñas, que, cuando escribo este artículo, lleva varios días de huelga de hambre en Cuba para protestar por la muerte de Zapata y exigir la liberación de los presos políticos.
Curiosa y terrible paradoja: que sea en el seno de uno de los más inhumanos y crueles regímenes que haya conocido el continente donde se hallen hoy los más dignos y respetables políticos de América latina.

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