martes, 30 de junio de 2009

La sociedad votó a la derecha. Por Eduardo Aliverti

Nunca costó tanto escribir en la noche de las elecciones. Las grandes tendencias siempre permitieron preparar el diseño de la nota del lunes con relativa anticipación. Y a último momento se ajustaban o, más bien, agregaban detalles ratificatorios de lo bosquejado. Esta vez, y en este mismo momento en que el cierre de la edición corre una carrera difícil contra varios datos, hay que tener nervios de acero para acertarle al diagnóstico si es que quiere analizarse el resultado con miras de largo plazo.

Está claro que la derrota del kirchnerismo en el Gran Buenos Aires (aunque no sólo) es el más relevante de los datos, seguido muy de cerca por el triunfo o excelente desempeño de Reutemann (al cierre de esta nota faltaba confirmación, pero no cambia demasiado). Ese combo determina que el peronismo cambió a aquellos que pueden reclamar su jefatura. Es el aspecto central porque, todavía y vaya a saberse hasta cuándo, suceden dos cosas: los peronistas no funcionan sin jefe y el país no funciona sin el peronismo. En una elección donde pusieron toda la carne a la parrilla del modo en que lo hicieron en ésta, hasta el extremo de haber gastado, uno, candidaturas testimoniales, y el otro una fortuna inenarrable, un voto de diferencia era suficiente. Si en el peronismo los éxitos y los fracasos son eso y listo, en estos comicios lo son más que nunca. No hay la máxima borgeana de que se trata de dos impostores. No hay derecho al pataleo. Son una máquina de ejercer el poder y todo lo que los demás les critican –el aparato, el caudillismo, los barones mafiosos, las prebendas– son constitutivos de su forma de entender la política. El peronista que pierde se tiene que ir a llorar a la iglesia. De Narváez sabe que es un hijo adoptado a la fuerza, al que de la boca para adentro detestan quienes no tuvieron otra que sucumbir frente a la simbiosis de ausencia de opciones y billetera que mata galán. Pero aun así, por esas características brutales en el entendimiento de que quien gana no se discute, se impone ahora como enorme favorito hacia la gobernación bonaerense y, además, como referencia del espacio. El caso de Reutemann es análogo. Cuando tomó la decisión de avisar que, por fin, quería ser presidenciable, se quedó sin retorno. Le fue bien, para papelón inconmensurable de las encuestas (otro), pero encima él sí es visto con sumo cariño por el conservadurismo peronista.
El descenso de Carrió figura en un puesto de importancia, a la par del interrogante que abre la amplitud de la ventaja obtenida por Cobos en cuanto a su ascendiente presidenciable. Que la coalición que armó con los radicales y adyacencias sea presentable como la segunda fuerza se sitúa por debajo de la interpretación del hecho, que reposa en los números magros en Capital y territorio bonaerense. La derrota en Santa Fe es un golpe para Binner, que venía como uno de los presidenciables del sector. El triunfo de Juez no ofrece ninguna garantía de alcance nacional y, de última, lo posiciona a él. Carrió tuvo bien claro, y lo sinceró en los últimos días de campaña al señalar su inminente derrota personal como un hecho insignificante, que su destino se decidía en Capital y provincia. Buena parte de la audiencia porteña que la acompañaba demostró haberse hartado de sus marchas y contramarchas, de su militancia por el Apocalipsis, de su carencia de propuestas; y, tal vez en primer término en tiempos de postulantes mediáticos, de la extravagancia de haber inventado un candidato inconcebible, de ésos que el vulgo ubica como puesto a propósito para perder. En alguna medida presumiblemente importante que sociólogos y encuestólogos ya se encargarán de precisar, los votos que perdió Carrió fueron a parar a Solanas. Un sufragio con una parte sibarita, desideologizada, que, de acuerdo con lo que pase en un debate por la tele o con una mueca pública más simpática que desagradable o viceversa, es capaz de saltar de derecha a izquierda y de izquierda a derecha como quien se decide por una marca de celular. Un espíritu eternamente disconformista que confluyó en la notable elección de Pino junto a los votos politizados, decididos a testimoniar que a la izquierda del kirchnerismo puede existir algo más que la pared. Heller, dentro de todo y visto lo sucedido con el oficialismo a nivel nacional, no hizo una mala elección si se tiene en cuenta el dígito desde el que arrancó, y consiguió un piso desde el que eventualmente crecer. El tema es que mucho auditorio progre, que le es naturalmente afín, privilegió la mitad del vaso vacío por sobre la mitad llena.
Macri y Scioli pueden exhibirse cual anversos exactos. El jefe de Gobierno porteño se beneficia como el articulador de la fenomenal elección de De Narváez, y no lo toca que Michetti haya ganado por un margen estrecho y perdiendo votos. Y Scioli aparece como el sacrificado fiel que tuvo su castigo, en forma inversamente proporcional a la ecuación favorecedora de Macri: su imagen positiva no alcanzó para que Kirchner sacara aunque sea un hocico, y de manera simultánea resultó contaminado por las deficiencias del oficialismo. Kirchner no pudo flotar para llegar más o menos firme a lo que se cree es el cierre de su ciclo personal; pero lo de Scioli es peor, en cierto aspecto, porque sus acciones se desplomaron en cuanto a la perspectiva de suceder a Kirchner como referente pejotista y candidato 2011.
En este punto es donde todo se complica, si es por aquello de apreciar las cosas con mirada largoplacista. La derrota del kirchnerismo –aun conservando un rango de primera minoría, si se cuenta que la oposición permanece dividida– es un hecho demoledor porque, a pesar de todos sus errores/horrores de campaña y construcción política, se pensaba que podía mantener vigencia y cierto vigor el haber encarado un programa parcialmente rupturista respecto del modelo neoliberal que parecía invencible. En otras palabras y como no sea por la brillante elección de Pino, las elecciones testificaron que disminuyeron muy sensiblemente las reservas hacia la izquierda. Una izquierda muy modesta, pero izquierda al fin si es que hablamos de disputa de poder y no de abstracciones retóricas. Desde otro dibujo previo, en el que no se hubiera planteado como de vida o muerte una elección de medio término, las configuraciones podrían ser otras porque, después de todo, cabe insistir en que el oficialismo es primera fuerza. Este columnista se permitió escribir en su momento, en este diario, al lanzarse las “testimoniales”, que Kirchner cometía un error de dimensiones impredecibles al no dejarse lugar para guardarse como reserva. Parece estar claro, aunque en este país nunca se sepa, que esa posibilidad se le esfumó. Que es donde entra a contar, en todo su peso, aquello de no haber construido más allá de las mieles individuales de su éxito en los primeros años.
Macri, De Narváez, Reutemann, ¿Cobos?... Ya habrá más y mejor tiempo para analizar lo sucedido, como para que la noche termine con esos ganadores. Pero no se puede negar que la realidad incontrastable es ésa. La sociedad votó a la derecha. Y hay alguna izquierda, o progresía, o como quiera llamársele, que, además de tomar nota, debe hacerse cargo de su responsabilidad por ese voto.
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