martes, 27 de julio de 2010

La exclusión, la verdadera contrarrevolución. Por Yoani Sánchez


El término “revolucionario” tiene en la Cuba actual un significado bien distinto al que encontraríamos en cualquier diccionario de la lengua española. Para merecer semejante epíteto basta con mostrar más conformismo que sentido crítico, optar por la obediencia en lugar de la rebeldía, apoyar lo viejo antes que lo nuevo. Para ser considerado un hombre de la causa se requiere administrar el silencio convenientemente y ver desfilar arbitrariedades y excesos sin señalar a los más altos responsables. Aquella palabra que una vez hizo pensar en rupturas y transformaciones ha involucionado hasta convertirse en un mero sinónimo de “reaccionario”. Paradójicamente, quienes creen salvaguardar la esencia de la “revolución” son precisamente los que muestran un mayor inmovilismo político y promueven –con más ojeriza- el castigo a los reformistas.


Tales mutaciones semánticas las aprendió a fuerza de sufrirlas Esteban Morales, quien hasta hace poco gozaba del privilegio de aparecer -en vivo- frente a los micrófonos televisivos. Militante del Partido Comunista, académico y especialista en temas relacionados con Estados Unidos, tuvo la peligrosa ocurrencia de escribir un artículo contra la corrupción. Sus cuestionamientos no estaban dirigidos principalmente al desvío de recursos de cada día, ese que hace a muchas familias cubanas poder llegar a fin de mes, sino a la descomposición ética que se ha instalado más arriba, en los estamentos del poder, donde se malversa a manos llenas. Tuvo la desafortunada ocurrencia de poner por escrito que “hay gentes en posiciones de gobierno y estatal, que se están apalancando financieramente, para cuando la Revolución se caiga”. Aunque se trata de una conclusión a la que se arriba con sólo mirar el grueso cuello de los gerentes, los lustrosos autos Geely de los funcionarios de la corporación CIMEX o la altas verjas que rodean las casas de los jerarcas comerciales, Morales consumó la osadía de señalarlo desde dentro del propio sistema.
Imbuido por las convocatorias a la crítica constructiva, a llamar las cosas por su nombre y a hablar a camisa quitada, Esteban Morales creyó que su texto sería leído como la sana preocupación de quien quiere salvar el proceso. Olvidó que otros con similares intenciones ya habían sido etiquetados como fraccionarios, manipulados desde afuera, adictos a las mieles del poder y desviados ideológicos. Por menos que eso han perdido su empleo periodistas, su plaza en la universidad estudiantes y han sido estigmatizados economistas, abogados y hasta agrónomos. Una vez sancionado con la separación indefinida de su núcleo del PCC, el otrora confiable profesor ha comenzado un camino que bien sabemos dónde comienza pero no dónde termina. La experiencia dice que nunca se desanda en sentido contrario la ruta del sancionado. Los defenestrados terminan por percatarse de que aquellos a quienes ellos consideraban el “enemigo”, pudieron ser alguna vez personas imbuidas de la acepción primigenia del vocablo “revolución”.

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viernes, 9 de julio de 2010

De Anchorena a Grobocopatel (Primera Parte). Por Daniel Vicente González


El día que todo empezó a cambiar

En marzo de 2008 algo hizo eclosión en la sociedad argentina.

Miles de hombres y mujeres de todo el país convergieron hacia las rutas, las cortaron y manifestaron con dureza su disconformidad con la política económica del gobierno de Cristina Kirchner hacia el sector rural.

Por su extensión, su impacto y sus consecuencias sobre la política argentina, la rebelión agraria puede compararse con el 17 de Octubre de 1945. Este parangón dista de ser exagerado: en aquella jornada histórica el país cambió de rumbo hacia un intento de industrialización fundado en una alianza social encabezada por el Ejército e integrada por la joven clase obrera urbana, una porción de los industriales locales volcados al mercado interno y vastos sectores sociales de la ciudad y la campaña, postergados durante décadas.


Esta vez, claro está, los protagonistas fueron distintos. Se trataba de un vasto conglomerado agrario de pequeños, medianos y grandes propietarios y arrendatarios, al que se sumaron también los peones rurales, los trabajadores y empresarios de las múltiples industrias y comercios vinculados al sector agrario (fabricantes de maquinarias e implementos para el agro, comerciantes de semillas, fertilizantes, etcétera) y anchas franjas de los pobladores de las ciudades y pueblos del interior del país.

En uno y otro caso, la Argentina toda tuvo noticias de la irrupción de una realidad económica y social ignorada, con aspiraciones a una reformulación de la distribución del poder político en el país. En uno y otro caso, la rebelión ha planteado y demandado la necesidad de un viraje político y económico en el rumbo nacional.

Podrá decirse que esta rebelión, en tanto tiene nuevos protagonistas, carece de la dimensión épica de aquellas jornadas de 1945, que el pobrerío que apoyaba la política industrializadora de Perón está muy lejos e incluso es antagónico de los chacareros que concurrían a los cortes de ruta en sus modernos vehículos de doble tracción, muchos de ellos propietarios de apreciables y valiosas tierras, pero ello no invalida en lo más mínimo el impacto político y económico de la revuelta rural, ni su legitimidad.

A partir de ahí, sin lugar a dudas, comenzó el ocaso del gobierno encabezado por el matrimonio Kirchner, iniciado cinco años antes y ratificado con la elección de Cristina Kirchner en octubre de 2007. La relación de fuerzas en la sociedad argentina ha cambiado y se ha abierto un nuevo camino que todavía carece de definiciones precisas. Pero el rechazo al anterior estado de cosas, ya es una definición contundente.

Los resultados de la rebelión agraria pudieron verse con claridad en las elecciones del 28 de junio de 2009, en la que el oficialismo fue duramente derrotado en las urnas en las principales ciudades argentinas y en la Capital Federal. Miles y miles de votantes que seis meses atrás habían dado su apoyo electoral a Cristina Kirchner, mudaron su voto hacia las opciones opositoras. Y la razón determinante de este cambio fue el conflicto con el campo o, mejor dicho, el modo, los tonos y humores con los que el gobierno nacional enfrentó la crisis por las retenciones móviles.



La visión del nacionalismo de la posguerra

En el último cuarto del siglo XIX, Argentina se había insertado definitivamente en el mercado mundial como proveedora de alimentos y materias primas para la Europa desarrollada, especialmente Gran Bretaña, el “taller del mundo”. Si la federalización de Buenos Aires en 1880 marca el final de nuestras luchas civiles con el triunfo del Interior sobre la Capital, también señala el inicio de una prosperidad económica que parecía no tener límites. Hacia el Centenario, Buenos Aires –el núcleo esencial del país agrario y ubérrimo- era una ciudad comparable a las principales capitales de la Europa civilizada e industrial.

La discusión sobre el rumbo del país en los años previos, tras la caída de Rosas, se había manifestado en dos bandos ideológicos irreconciliables, con ideas y propuestas bien nítidas respecto de qué debía hacerse con la política económica nacional. El debate entre liberales y nacionalistas no era una simple confrontación de ideas abstractas sino un episodio en el que se expresaban dos conceptos, dos posibilidades, dos alternativas para el país en los años que vendrían.

Quienes vislumbraban en la posibilidad de un país industrial, abogaban por el proteccionismo aduanero, llave maestra para que la industria local, preservada de la competencia con los artículos producidos por el maduro capitalismo europeo, intentara alcanzar también su propio camino de crecimiento y consolidación manufacturera.

El liberalismo, al contrario, con su propuesta de libertad comercial sin límites, prácticamente condenaba todo atisbo industrialista y favorecía la consolidación de nuestro destino pastoril. Nuestro rumbo agrario estaba fuertemente favorecido por nuestras ventajas comparativas naturales. Si se pretendía la industrialización, ésta sólo podía venir de mano de la intervención estatal, el proteccionismo y la transferencia de una porción de la renta agraria hacia la industria naciente.

En varios momentos de su historia, Argentina debatió acerca de la industrialización. Primero, prácticamente desde la Revolución de Mayo, fueron las provincias interiores (y en parte el litoral) contra el gobierno de Buenos Aires que, en propiedad de la aduana, determinaba la política comercial para todo el territorio. Luego, hacia 1870, hubo un fuerte debate en la Cámara de Diputados de la Nación que tuvo como protagonistas a Carlos Pellegrini, Miguel Cané, Lucio Vicente López y otros. Allí también se debatió qué política convenía al país en ese momento. Si un fuerte proteccionismo que favoreciera a la débil industria local o el librecambio que favorecía el camino hacia el desarrollo agrario y, muy probablemente, puramente agrario.

Hacia 1880 esa discusión concluye: las condiciones del mercado mundial y la debilidad de las fuerzas sociales que pudieran sostener con éxito una política de industrialización firme y coherente, sellaron el rumbo de la economía nacional por medio siglo, hasta la crisis de 1930.

Toda la economía nacional, durante esos cincuenta años, se ordenó en función del irresistible impulso del mercado mundial, que nos ofrecía la prosperidad al alcance de la mano, con sólo producir alimentos para el mundo industrializado. Pero este camino indujo el sacrificio de nuestra propia industrialización. Otros países, sin embargo, que para la misma época, estuvieron en situación similar a la nuestra (Canadá, Australia, Nueva Zelanda) luego lograron industrializarse sin sacrificar su producción agraria.

Las voces que habían clamado por la protección industrialista, se llamaron a silencio ante la evidencia abrumadora de una prosperidad que venía de la mano de la producción agropecuaria. Recién hacia los años veinte aparece la voz solitaria de Alejandro Bunge que, en su libro Una nueva argentina, comienza a plantear, incluso con timidez, la necesidad de dar un giro en la economía.

La industrialización argentina comenzó de un modo tortuoso, no al abrigo de un planificado impulso estatal sino como consecuencia de nuestra desconexión obligada del mercado mundial, en razón de la caída del comercio mundial y la falta de divisas para importar. Esto ocurrió en 1930, con la crisis, debido a que el Reino Unido decidió priorizar a otras naciones –las integrantes del Commonwealth- en el intercambio comercial de alimentos.

La crisis significó para todos los países del mundo y también para el nuestro, importantes restricciones en la balanza comercial debido a la estrepitosa merma del comercio mundial. Con el descenso de nuestras exportaciones, el gobierno debió restringir las compras al exterior y muchos productos extranjeros fueron reemplazados por producción nacional. Cuando la crisis mundial comenzaba a ceder y el flujo comercial empezaba a restablecerse, sobrevino la guerra, que robusteció nuestro aislamiento y redobló el impulso a la industria naciente.

Esa industria incipiente se sumó a la ya existente y a los servicios que durante décadas había generado nuestra estructura agraria-exportadora (frigoríficos, ferrocarriles, sistema bancario y financiero, etc.) y fue el germen, junto con un Ejército con una fuerte vocación industrialista, del surgimiento del peronismo tras la revolución de 1943.

El peronismo nace, así, enfrentado con la estructura agraria que reinaba en la posguerra. Su discurso tiene, desde el comienzo, un fuerte tono contra los grandes propietarios terratenientes, núcleo esencial del poder y de la producción en los años previos.

El país agrario aseguraba la prosperidad al territorio y la población de los alrededores del puerto, en un semicírculo que abarcaba el centro y sur de Santa Fé, el este y sur de Córdoba, el norte de La Pampa y toda la provincia de Buenos Aires. Fuera de esa zona, salvo algunos bolsones en los que las producciones regionales habían generado la posibilidad de micro climas económicos autosustentables, el resto del país –especialmente el noroeste- dependía crecientemente del empleo público y de las transferencias del estado nacional.

El enfrentamiento de Perón, en los inicios de su movimiento, con los productores agrarios de aquella época, tenía raíces políticas, económicas e ideológicas.

Tras el derrocamiento de Yrigoyen, el antiguo núcleo de poder que sostenía la estructura económica Argentina, había recuperado el gobierno y lo había consolidado luego de las elecciones fraudulentas posteriores. Pero la crisis del país agrario ya era irreversible. Perón aparecía como el emergente de un nuevo proyecto enfrentado al antiguo y enderezado hacia la modernización productiva con eje en la industrialización.

Y este proyecto, cuya edad de oro transcurre en el lustro que se inicia con la finalización de la guerra mundial, sólo podía sostenerse con la apropiación de una parte de la renta agropecuaria para financiar a la industria naciente. Esta política fue instrumentada a través del IAPI (Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio) mediante la existencia de tipos de cambio diferenciales que restaban ingresos al sector agropecuario y los trasladaban a la industria bajo la forma de insumos y maquinarias importadas a menor precio, créditos baratos, fortalecimiento del mercado interno, etcétera.

Nacionalismo y liberalismo

En lo ideológico, la distancia entre los dos proyectos era también importante. El librecomercio había sido la filosofía reinante durante los 50 años de prosperidad agraria. En el transcurso de esos años, Argentina vivió despreocupada de cualquier intento de industrialización y las ideas económicas que emanaba Gran Bretaña, fundada en sus propias necesidades de penetración en los mercados mundiales y que habían sido sistematizadas por Adam Smith en La Riqueza de las Naciones, venían como anillo al dedo al agro argentino, depositario de nuestra “ventaja comparativa”. Esta teoría daba sustento ideológico a lo que ya era una irresistible realidad material: la complementación entre la granja argentina y el taller británico.

La “división internacional del trabajo” era la racionalización de nuestro rol en ese mundo que tenía a Gran Bretaña como su foco industrial. Proveerla de alimentos y materias primas baratos era algo para lo cual teníamos ventajas concedidas por la Naturaleza a nuestras pampas que, sin mayores cuidados ni atenciones, producía carnes y cereales para alimentar al mundo industrial.

Es en esta época que nacen los postulados básicos del nacionalismo económico, dictados por las condiciones y demandas de la época. Y eran aproximadamente éstos:

a) El estado debía encarar aquellos proyectos de largo alcance, imprescindibles para el país y que los empresarios nacionales no estaban en condiciones de impulsar, dada su debilidad económica: acero, petróleo, fabricación de aviones, ferrocarriles, marina mercante.
b) La modernización de la economía era sinónimo de industrialización. El país debía producir por sus propios medios todos los bienes de consumo que fuera posible y que antes importaba. Los industriales recibían todo el apoyo del estado mediante protección arancelaria, tipos de cambio diferenciales, créditos baratos, fortalecimiento del mercado interno.
c) El Estado, imbuido del pensamiento militar, planificaría la economía para el mediano y largo plazo. Los planes quinquenales eran la expresión de esa voluntad.
d) La inversión extranjera jugaba un papel secundario y marginal dentro del este esquema. La “independencia económica” y la filosofía de “combatir al capital” abonaban el camino hacia un rechazo de las inversiones de capital extranjero. El imperialismo inglés (y luego el norteamericano) norteamericano era visualizado como uno de los elementos más importantes que sofocaban el ímpetu de crecimiento argentino.

Conforme a estos puntos de vista de los primeros años del peronismo, la Argentina era un país que mantenía su condición colonial o semicolonial por su dependencia, primero de Gran Bretaña (que la había condenado a su condición meramente agraria, en beneficio de su industrialización) y ahora, por el poderoso capitalismo norteamericano, cuyas inversiones se destinaban a rubros, cuya producción en modo alguno hacía que el país se pudiera encaminar hacia su independencia económica.

La particular configuración de las sociedades atrasadas generaba en el país dos bloques de intereses económicos antagónicos. Uno, vinculado a la estructura económica agraria, complementaria de la industria británica, integrado por las clases sociales ligadas a la inserción argentina en el mercado mundial como proveedora de alimentos: los productores agrarios, los empresarios vinculados a este sistema, las clases medias urbanas influenciadas por los valores dominantes, todo el sistema de intereses ligado a los servicios del país agrario (bancos, seguros, burocracia pública y privada, transporte, etc.).

Del otro lado, acaudillado por el Ejército de formación nacionalista, el nuevo país en cierne: la débil burguesía nacional, los obreros de las industrias agroalimentarias y de servicios vinculadas al país agrario y los nuevos trabajadores de las industrias livianas promovidas por la crisis del 30 y la guerra mundial. También los peones rurales, el pobrerío del interior postergado, las franjas más pobres de la clase media urbana. Dos bloques de intereses que significaban dos proyectos: el país agrario, atrasado, oligárquico y excluyente y el nuevo país industrial, moderno, capitalista, urbano, que significaba la creciente incorporación de amplias franjas de postergados, que carecían de futuro en la estructura productiva que sucumbió en 1930.

El camino marcado por el golpe de estado de 1943 y ratificado por el 17 de octubre de 1945 tenía como objetivo la industrialización y para ello, Argentina necesitaba el financiamiento de la renta agraria.

En otras palabras: conforme al pensamiento nacionalista de la época, el gran capital imperial en alianza con los poderosos beneficiarios de la estructura agraria local, eran los causantes del atraso nacional pues propiciaban un modelo económico que excluía a la industria y condenaba al país al atraso agrario y pastoril.

La lucha por el crecimiento económico no era otra cosa que un tránsito del país agrario hacia la industrialización. Un nuevo país llegaba de la mano de las fábricas y los trabajadores y sepultarían al viejo orden de ganaderos rentistas, que con su improductividad arriesgaban el proyecto industrializador del país. Tal la visión de los primeros años del peronismo.

Cabe preguntarse si casi setenta años después, este paradigma ideológico conserva aún una lozanía que le conceda validez para interpretar la realidad política argentina actual, completamente distinta a la de aquellos años de posguerra. Si todo este tiempo transcurrido no ha cambiado la realidad política, social y económica existente hacia mediados del siglo XX, haciendo que la estructura del pensamiento nacionalista de aquellos años, carezca ya de eficacia para interpretar la realidad actual y que, en consecuencia, se haya transformado en una cáscara vacía de contenido, en un prejuicio que entorpece todo intento de comprensión de la realidad actual, con el pretexto de sostener las “viejas banderas de la revolución”.

El ganadero latifundista

El ganadero latifundista, que subexplotaba su extenso campo era, para aquel primer peronismo, una doble maldición: privaba al mercado local de alimentos abundantes y además despilfarraba alegremente las posibilidades de acumulación nacional en tanto la reproducción de su ciclo productivo no demandaba inversiones.

Jorge Abelardo Ramos expresó con claridad (en 1968) este punto de vista:

“Si la base de la política de Perón consistía en industrializar por medio de las divisas obtenidas de las exportaciones, la tendencia desfavorable entre los precios de las materias primas argentinas y los precios de los bienes de capital importados revelaron que esa vía era demasiado estrecha y vulnerable. Pues el aumento de la población y el nuevo nivel de vida demostraron que los argentinos tienden a consumir en su totalidad los alimentos que fueron tradicionalmente la fuente exterior de las divisas.
Lo que ha ocurrido es muy sencillo. Mientras que la población se ha triplicado desde 1910, la producción agrícola-ganadera ha permanecido estacionaria”.

Y agrega:
“El auge de la ganadería extensiva concluyó con la explotación rutinaria de la zona pampeana, la más fértil y rica; la ganadería extra pampeana debió resignarse a producir carne para el mercado interno.
La oligarquía ganadera se constituyó como una clase rentística y no productiva, educada durante generaciones en la idea de que la Naturaleza y no el trabajo humano invertido en la explotación de la estancia proveía su fortuna”.

Y planteaba una disyuntiva de hierro:
“O el pueblo argentino suprime el consumo de su alimento básico tradicional, o la economía argentina se paralizará por ausencia de saldos exportables. Desde cualquiera de los dos puntos de vista la crisis está planteada” (Historia de la Nación Latinoamericana).

El eje de la condena al agro estaba centrado en la ominosa y patriarcal figura del ganadero latifundista. El personaje paradigmático de un agro que tras la crisis del 30, no había encontrado un nuevo rumbo y que, además, representaba a un país que ya carecía de una perspectiva ante los cambios ocurridos en el mundo tras la Segunda Guerra.

El ganadero era la viva imagen del latifundista que pasaba la mitad del año en Europa, donde despilfarraba en gustos excéntricos las posibilidades de acumulación industrial. Un rentista ajeno a la dinámica de acumulación que exigía la nueva sociedad industrial.

Esta visión maltusiana y en cierto modo estática, provenía del comportamiento cuasi rentístico de los grandes productores agrarios, especialmente pecuarios. El estancamiento de la producción estaba en el centro de los reproches que se hacían al campo. Se decía que los grandes latifundistas no respondían a los estímulos capitalistas (sistema de precios) y que la oferta agropecuaria tenía un grado de rigidez que la transformaba, incluso, en uno de los pilares estructurales de la inflación.

El economista Aldo Ferrer, por ejemplo, escribió (en 1968) que “en cuanto a los grandes propietarios territoriales, su comportamiento parece no estar regulado por las normas habituales de conducta del empresario en el sistema capitalista”. Ferrer llegaba a la conclusión que este comportamiento justificaba un cambio en el régimen de tenencia de la tierra y propiciaba una “reforma agraria”.

Según los enfoques de la época, la conducta de los grandes terratenientes condenaba al agro argentino a bajos niveles de producción y productividad:
“Un campo puede estar insuficientemente trabajado pese a lo cual puede proporcionar un monto suficiente de ingresos al propietario como para permitirle un alto nivel de consumo. El logro de un rendimiento suficiente como para mantener estos niveles de consumo (antes que la obtención de los máximos beneficios posibles de la explotación rural) parece ser, en efecto, la norma del comportamiento de numerosos grandes propietarios territoriales”, decía Ferrer en las primeras ediciones de La Economía Argentina.

También Guillermo Flichman en su libro La renta del suelo y el desarrollo agrario argentino se ocupa del estancamiento agropecuario durante los 35 años posteriores a 1937. Allí cita un interesante y poco difundido texto de Horacio Giberti, quien fuera uno de los principales expositores del la posición del peronismo cuarentista respecto del agro:

“…las causas de la tendencia de las grandes explotaciones hacia un bajo grado de intensidad son bastante uniformes para América Latina y quizá no se diferencien mucho del resto del mundo. En primer término, la gran explotación produce un ingreso total bastante considerable aunque no se la trabaje muy intensamente, de modo que el empresario se halla libre del apremio que amenaza a los medianos o pequeños cuando bajan la intensidad de uso de la tierra. Como frecuentemente los predios se reciben por herencia, no por compra, falta también el sentido empresario de pretender que el capital reditúe un interés acorde con la inversión. Además, razones de prestigio social y de salvaguarda de excedentes de capital inducen en no pocas ocasiones a invertir en tierras a personas que por esa misma circunstancia no atienden tanto a la rentabilidad del capital sino a la sencillez de la administración de la empresa. Es común, por otra parte, que las familias terratenientes orienten a sus hijos hacia actividades profesionales o como dirigentes de grades empresas financieras, comerciales o industriales, lo cual los desvincula más todavía de la rentabilidad máxima de las empresas agrarias”. (Horacio Giberti. “Uso racional de los factores directos de la producción agraria”. Revista Desarrollo Económico. Abril/junio 1966).

Sin embargo Flichman adhiere a otra explicación acerca del estancamiento productivo del sector agrario pampeano. Cita un estudio empírico según el cual una explotación intensiva de las tierras pampeanas no incrementaba sustancialmente la ganancia final de un emprendimiento, lo que terminaba desalentando la inversión. En otras palabras: la mayor rentabilidad, en ese tiempo, coincidía con la subexplotación y la baja inversión.

El ganadero latifundista era señalado como el paradigma del campo argentino. La feracidad de la Pampa Húmeda, generaba una superganancia (renta diferencial) que, sumada a la extensión de las estancias, hacía indiferente al aumento de la productividad por hectárea. La ganadería extensiva y la bendición de humus le permitían el acceso a elevados niveles de ingreso por fuera de la lógica capitalista de inversión, acumulación y aumento de la producción ( Nota 1).

Por eso se decía, por ejemplo, que los grandes ganaderos eran “una clase capitalista pero no burguesa”. Se señalaba de este modo su comportamiento rentístico. Y ellos eran, además, los que dominaban la escena del campo argentino y del sistema económico en su conjunto. Ellos estaban en la cúspide de una construcción económica que se completaba con una Europa industrial a la que le proveía materia prima y alimentos.

Entre los años 1937 y 1960 la producción agropecuaria de la región pampeana creció apenas un 10%. Entre 1937 y 1972, el porcentaje se estira a un modesto 20%. Es este largo período de estancamiento productivo agropecuario, con su secuelas limitativas para la generación de las divisas necesarias para impulsar a la industria, la que fortalece y otorga consistencia al pensamiento clásico del nacionalismo acerca del campo, la oligarquía vacuna, el latifundio y, en definitiva, el despilfarro de la oportunidad argentina para acumular el capital que nos transformara en un poderoso país industrial.

Desde que fue pensada y desarrollada esta interpretación acerca de la estructura, función, potencialidad y aporte del sector agrario argentino a la economía nacional, han pasado casi 70 años. Cabe preguntarse qué cosas han cambiado desde entonces y si esos cambios no ameritan una revisión completa de aquellos puntos de vista, consignas y esquemas de pensamientos que sirvieron para interpretar un momento de la historia y la economía nacionales pero que, pasados tantos años y ocurridos tantos cambios, muy probablemente ya no sirvan para interpretar la realidad actual, protagonistas y dinámica del sector rural argentino.

Hay autores importantes, como Osvaldo Barsky, que en su Historia del agro argentino (escrito en colaboración con Jorge Gelman, relativiza este concepto de “estancamiento” del agro argentino.

Dicen los autores:
“Desde hace varias décadas, toda referencia a la situación del agro argentino entre 1930 y 1960 aparece asociada con la palabra “estancamiento”. De hecho, en la literatura académica, en los informes oficiales y en la opinión pública, esta imagen fue prevaleciente hasta avanzada la década de 1970. (…) Es frecuente encontrar la referencia a él tomando como indicador la evolución del producto bruto agropecuario nacional en el período marcado, que creció a tasas menores al aumento demográfico. O bien en la caída, en este período, de las exportaciones agropecuarias. O también aspectos comparativos internacionales: notables diferencias en la evolución de la producción y del peso relativo en los mercados mundiales en relación con países de exportaciones similares a las argentinas”.

Pero más adelante aclaran que este fenómeno es definido con mayor precisión en lo ocurrido en la región pampeana y, más específicamente, en el sector granífero, compensada insuficientemente con un crecimiento de lo ganadero.

Es este relativo estancamiento del agro pampeano, que comienza a revertirse a mediados de los cincuenta y con mucha más fuerza en la década siguiente, el marco referencial del que surgió el esquema nacionalista clásico que nos habla de una oligarquía dominante que marcaba el tono de todo el sector agrario. Y la improductividad de estos grandes terratenientes condenaba a la Argentina al estancamiento e impedía su desarrollo industrial.

El conflicto entre el gobierno y el campo, iniciado en marzo de 2008 y prolongado hasta hoy, puso en evidencia la persistencia de un nacionalismo de carácter residual, que se limita a repetir aquella visión casi centenaria, que en su momento resultó útil y valedera para interpretar la realidad pero que hoy, tantos años después, carece de argumentos de peso para explicar los nuevos fenómenos económicos y sociales ocurridos en las última décadas y que han modificado la realidad que existía a mediado de los años cuarenta, cuando esos conceptos fueron sistematizados.
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lunes, 14 de junio de 2010

Costumbres Argentinas. Por Beatriz Sarlo


La corrupción no le importa a nadie, me dice un amigo. Los miles de minutos emitidos y de centímetros impresos destinados al tema se justificarían por lo menos en una de las dos razones siguientes: la corrupción es una noticia que la gente sigue con interés, o esas incesantes noticias finalmente llegan a interesar a lectores y televidentes.


Pero si mi amigo tiene razón, se gasta pólvora en chimangos, no sólo porque escasean los jueces y fiscales que se atrevan con la corrupción, sino también porque a muchos argentinos les resulta más o menos indiferente, aunque no lo digan de modo explícito porque sería un cinismo que pocos están dispuestos a practicar abiertamente.
La democracia aparece como un régimen que brinda oportunidades para delinquir desde el gobierno y no asegura el castigo de quienes las aprovechan. Pero las dictaduras también han demostrado ser regímenes corruptos. Los regímenes excepcionales, como el de Fujimori, en Perú, no exhibieron menos, sino más corrupción que otros, y democracias surgidas de revoluciones populares o campesinas fueron rápidamente colonizadas por un Estado que practicó la corrupción de modo piramidal y con un orden que todos los subordinados debían respetar.
Por cierto, no es ninguna garantía de menor corrupción que los gobiernos sean ocupados por elites que ya poseen fortunas cuando llegan al Estado; tampoco es una garantía que sean hombres venidos desde abajo, en largas luchas, los que arriben finalmente al poder.
Lo que acabo de describir sería un sistema universal e inevitable contra el que, como está en la naturaleza de las cosas, no se podría hacer nada. Sin embargo, hay países donde la corrupción está mal vista por la clase política en su conjunto. No es necesario ir muy lejos: Uruguay y Chile ofrecen ejemplos cercanos. Recuerdo, hace algunos años, leer en los diarios chilenos el escándalo provocado por un legislador que se había quedado con una suma que en la Argentina sería considerada de libre uso (un "vuelto", diríamos con desvergonzada sinceridad). La opinión pública condenó duramente a algunos parlamentarios británicos por gastos que aquí serían livianamente considerados parte de sus prerrogativas, y hace pocos días un ministro del nuevo gobierno debió renunciar porque había usado una asignación de alquileres para pasársela a su pareja, como si fuera un inquilino.
Es escéptica y superficial una sociedad que no les hace pagar las consecuencias de sus actos a políticos que han sido denunciados como corruptos. Se apasiona con el chimento, lo consume como si se tratara de noticias aparecidas en revistas de celebrities , a las cuales tampoco les hace pagar con su prestigio el descubrimiento de que poseen autos importados de modo flagrantemente irregular. Las celebrities , entre sus atractivos fatales, tienen el de ser transgresoras. Pero a las celebrities se las ama y a los políticos, no. Hay una disposición a creer cualquier cosa de cualquiera, y por lo tanto a pronunciar la peor de las frases de la antipolítica: "todos son corruptos".
Verdaderos problemas de la política quedan neutralizados por la indiferencia. Nadie se vuelve menos alerta ante la corrupción por falta de datos, porque los datos abundan. La cuestión pasa por la experiencia del castigo: los corruptos sin castigo son un ejemplo tan persuasivo como el de quienes no pagan sus impuestos y quedan alojados en nichos donde finalmente los pasa a recoger el camión sanitario de alguna moratoria.
En los países donde las transgresiones son duramente sancionadas, la corrupción o la evasión impositiva, tanto como sanciones morales, hacen correr el riesgo de sanciones penales. Esos crímenes no son tratados como un caso de conducta revoltosa en el último año del secundario.
Cuando la sanción penal es dura, la moral tiene un mejor terreno para implantar su discurso: se sabe que no hay que delinquir porque está mal, pero también porque existe la pena apropiada al delito. Fuera de ese régimen de delitos y penas, la ética pública se vacía de fuerza performativa.
Pero más importante que esto quizá sea el hecho de que es complicado convertir la corrupción en algo políticamente significativo. Quien estuvo cerca de lograrlo fue Carlos Alvarez. En 2000, renunció a la vicepresidencia de la República cuando estalló el escándalo de la compra de senadores. Ese acto "politizó la corrupción", es decir que la mostró no sólo como una falta moral sino también como el arma más destructiva utilizada sobre el Congreso. El camino que luego siguió Alvarez no insistió en esta línea, pero su renuncia tuvo un valor pedagógico, aunque de efecto breve.
Politizar la corrupción es sustraerla del terreno donde hoy se la muestra: el de una anomalía que se olvida para ser reemplazada por otra y, así sucesivamente, el corrupto de mañana desaloja al corrupto de ayer, confirmando el prejuicio antipolítico expresado por la frase obtusa "todos son corruptos".
El caso del majestuoso enriquecimiento del matrimonio Kirchner, que fue tan rápidamente considerado inimputable por un magistrado servicial, debiera ser explicado mejor no sólo en los detalles de una inversión inmobiliaria afortunada.
La democracia amplía las oportunidades para mucha gente que en otros regímenes no estaría en el gobierno. Esto es óptimo. Pero también amplía cuantitativamente el universo de personas que serán sometidas a todas las oportunidades que se tienen en el poder o cerca de él.
Esta desigualdad entre representantes y representados es peligrosa siempre, porque el representante sabe antes que el representado de dónde puede sacarse una tajada. Por otra parte, el representante tiene más posibilidades que el representado de inventar un discurso que justifique sus acciones. El más habitual hoy es el de los costos de la política. Los partidos necesitan financistas privados a los que se retribuye con contratos del Estado. Y esto ha sucedido no sólo en la Argentina.
De alguna manera se difunde la idea de que sólo alguien muy rico puede pagarse una campaña electoral y, entonces, la competencia queda entrampada entre el millonario y el corrupto (cuando no entre la fusión de esas dos figuras en el mismo hombre). Kirchner necesita enriquecerse porque su futuro político pasa por tener los medios para seguir en el escenario aun cuando pierda las elecciones.
Por otra parte, el ciudadano puede pensar sin malicia consciente que muchos no dejarían escapar una oportunidad tan generosa como la que se les ofreció a los Kirchner para expandir su capital. Hacer negocios lícitos y no lícitos con el Estado es una tradición argentina. Al continuarla, Kirchner cumple un sueño y adhiere a una costumbre. El crecimiento de una fortuna más allá de tasas que resulten verosímiles implica haber saltado sobre la oportunidad; desprevenidamente, podría creerse que con esto no se le roba a nadie, como si cualquier delito de corrupción se redujera a la figura del robo.
Las zonas grises abundan y son aquellas en las que es más difícil establecer un juicio si no se tiene muy claro cuál es la separación entre lo público y lo privado.
La depredación de lo público no es una actividad que sólo sea practicada por los políticos. Los delitos ecológicos, para poner un ejemplo, no son robos sino depredaciones tan evidentes como que se usa un curso de agua público para envenenarlo con basura industrial privada.
La otra corrupción, directamente política, es la que sucede con el manejo discrecional de los fondos públicos. Cuando algunas organizaciones sociales reclaman que los subsidios no sean manejados por los intendentes hacen centro en una estrategia de poder que confunde las lealtades electorales con los medios para conseguirlas.
Dejando de lado la posibilidad de que esos intendentes realicen actos de corrupción que los favorezcan directamente, lo que hacen es utilizar fondos que no les pertenecen, administrándolos en su favor o en el del gran caudillo que los adjudica. El carácter intrínsecamente corrupto de esta maniobra tiene tanto que ver con el uso político de fondos sociales como con las ocasiones de enriquecimiento personal de los jefes municipales que son responsables del desvío. Volver sobre estos casos es politizar la corrupción, porque estas maniobras realizadas con fondos públicos afectan derechos de ciudadanía.
Es obvio que, sin perder el eje de una moralización de la política, lo que parece necesario es una ininterrumpida politización de los discursos sobre la corrupción.
Esto quiere decir: extraerla de la esfera moral y definirla siempre como cuestión política, ya que la hace posible el ejercicio del poder; explicarla siempre en términos políticos, incluso cuando parece responder a extravíos personales; distanciarse del cualquierismo que afirma que todos fueron, son y serán así; señalar los usos privados de lo público como transgresiones que destruyen la vida política y social y el funcionamiento mismo de la economía; impugnar la idea de que es posible ejercer el poder de manera corrupta y, al mismo tiempo, eficaz, democrática y popular. Imposibilitar la ecuación que, en su momento, benefició a Menem: son corruptos pero gobiernan. Simplemente, si son corruptos no deberían gobernar y si gobiernan no deben ser corruptos.

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domingo, 30 de mayo de 2010

Kirchnerismo bolivariano del Siglo XXI. Por Jorge Fernández Díaz


(Publicado en La Nación - Sábado 29/05/2010)

Néstor Kirchner fue originalmente un joven e intrascendente militante estudiantil. Después pasó por la derecha peronista y desembocó en el peronismo renovador. Fue en algunos tiempos menemista y en otros un cavallista cabal: con el verdadero padre de la criatura hizo una alianza política importante. Su relación con Domingo Cavallo siempre fue buena, pública y estrecha. Ya en la Casa Rosada, se decía desarrollista, al igual que Mauricio Macri y Elisa Carrió.
¿Se le puede adjudicar, por lo tanto, una ideología a Néstor Kirchner? Hasta ahora yo creía que no, que su ideología era el poder. Sin embargo, últimamente algunas evidencias van demostrando que el desarrollo de la acción política con sus triunfos y derrotas, con la generación de aliados y enemigos, va llenando de contenido cualquier frasco vacío.


Por necesidad o coartada, Kirchner fue arropando sus actos de gobierno con una determinada ideología, y aunque al principio fue más oportunismo que convicción, con el correr del tiempo el contagio se hizo inevitable. Un simulador al final se convierte en lo que simula. Uno no sólo es lo que es sino muy principalmente lo que hace, y también con quién recorre ese camino. Así como antes no le habían interesado lo más mínimo las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo o los intelectuales progresistas, a quienes luego utilizó como escudos humanos, con el paso de los años se fue impregnando de sus argumentos y simpatizando con esas ideas primigenias que había sabido olvidar para ser simplemente peronista.
La primera vez que tomé un café con un ministro de la mesa chica de los Kirchner, ese funcionario que había estado toda la vida junto al entonces presidente de la Nación y que hoy sigue junto a él con tanta fe como el primer día hizo una caracterización muy precisa de sí mismo. El era lo que siempre fue: un peronista clásico. "Pero Néstor nunca fue monto ni filomonto, ni muy amante del peronismo -me dijo, buscando desesperadamente una definición ideológica del jefe, la idea original que había formateado su disco rígido-. Néstor era, era, a ver..." Yo tuve un relámpago de clarividencia, entre tanto balbuceo, y lo ayudé: "La izquierda nacional -dije-. El querido y brillante Jorge Abelardo Ramos". El ministro chasqueó los dedos como si yo hubiera encontrado una perla. "¡Exactamente eso! -me confirmó-. La izquierda nacional."
Esta corriente política proviene del trotskismo, pero se reconvirtió completamente en lo que después se denominó "socialismo criollo". Una corriente que acompañó al peronismo, como una lancha sigue de cerca un portaaviones, en un apoyo crítico, pero convencida de que el movimiento de Juan Perón tenía el proletariado y que junto con él había que formar un frente nacional antiimperialista, propender a la unión latinoamericana y enfrentar a los cómplices locales (cipayos) de la dependencia: éstos podían ser los conservadores, los radicales, los comunistas e incluso otros socialistas que no acordaran con la visión "nacional" de esa izquierda. El partido era pequeño, pero su argumentación se volvió transversal en los 70 y sobrevivió a través de las décadas como una cultura vasta y firme.
Antes de la irrupción de Ernesto Laclau, que legalizó la palabra "populista", los nacionalistas de izquierda rechazaban ese término. Ahora aceptan que el populismo es una praxis política que no respeta ideologías: Bush, para el caso, era tan populista como Perón. Pero por encima de toda esta disquisición lingüística y operativa lo cierto es que los nacionalistas siguen defendiendo su particular identidad. La cuestión central no es, entonces, disfrazar con más palabras lo que en realidad se puede llamar por su nombre: Néstor Kirchner practica una suerte de nacionalismo de izquierda, que Hugo Chávez denomina el "socialismo del siglo XXI". Chávez es un nacionalista nato, y los pequeños partidos de la izquierda nacional de la Argentina lo reconocieron antes que nadie. O al menos en forma simultánea con las fuerzas carapintadas, que también tenían ese halo de nacionalismo militar, reivindicatorio de la Guerra de Malvinas y heredero de una tradición que entronizó en el poder a los generales y coroneles de 1943.
El nacionalismo de izquierda, que excede, obviamente, a Ramos y que se asoció al revisionismo histórico y a figuras como Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz, se interna en una amplia tradición argentina arraigada dentro de distintas fuerzas y concibe su empresa como una lucha permanente entre un campo popular y la partidocracia. De hecho, divide toda la historia en dos: desde 1810 hasta la fecha la gran puja argentina ha sido entre nacionalistas y liberales. Así piensa, concretamente, el ministro de Cultura de la Nación, Jorge Coscia, que fue un fervoroso acólito de Ramos y que hoy explica bien lo que Carta Abierta explica mal. También Laclau, que antes de ser el pensador de cabecera de los Kirchner fue un entusiasta militante de Abelardo Ramos.
Esa división entre nacionalistas y liberales nada tiene que ver con otras divisiones perimidas, como peronistas y radicales o izquierdas y derechas. De hecho, en el nacionalismo hay peronistas, radicales, izquierdistas y derechistas. También los hay en el campo antagónico. La izquierda, sin ir más lejos, se divide muy claramente en tres segmentos: la propiamente dicha hasta el Partido Obrero, la kirchnerista en sus múltiples expresiones y esa fuerza fantasmal e inarticulada que forman socialistas santafecinos, alfonsinistas, peronistas de los años 80 e intelectuales inorgánicos: socialdemócratas. Entre estas dos últimas tendencias hay franjas de indefinición, como las hay en aquellas millas náuticas donde se mezclan el Río de la Plata y el océano Atlántico. Más adelante, sin embargo, es muy claro que uno es marrón intenso y el otro es azul.
Ultimamente he escuchado de varios militantes kirchneristas este concepto: "Néstor Kirchner es sólo el instrumento del campo popular. Está lleno de defectos, pero eso no viene al caso. Es la gran ola de la historia la que pasa y no se detiene en los detalles. Néstor viene a dar esta lucha de siempre por la liberación y contra la dependencia".
Esa divisoria de aguas termina con amistades y buenas vecindades del pasado, y esta concepción movimientística e histórica hace pensar en una idea vieja y contradictoria: la revolución en democracia. Entiéndase por democracia, en esta visión nacionalista, sólo el derecho a votar y el mantenimiento a regañadientes de ciertas instituciones. Una "revolución nacional" no se detiene en cuestión de formas republicanas, ni en formalidades judiciales o de libertad de expresión. Es por eso que el kirchnerismo se permite a sí mismo violar muchas normas democráticas que considera frenos para una causa mayor. Y es también por todo eso que el problema de la corrupción se hace menor frente a lo que hay en juego: la construcción de "un verdadero país independiente".
Estamos hablando, como se verá, de un sistema de pensamiento revolucionario, que lleva el traje democrático con incomodidad. Al fin y al cabo, la democracia es un sistema opuesto, producto de las grandes corrientes liberales. Ese último término (liberal), que ha sido desprestigiado hasta el cansancio por políticas ineficaces y corruptas, complicidad con dictaduras y finalmente con el fracaso del Consenso de Washington, poco tiene que ver con el liberalismo como filosofía política surgido de la Revolución Francesa y de las luces. España, después de nacionalismos de derecha y de republicanos en guerra y de miles de muertos, logró construir un sistema liberal donde la izquierda (el PSOE) y la derecha (el PP) son capaces de gobernar alternativamente sin destruir la democracia.
La socialdemocracia europea y también mucha de la latinoamericana (Chile, Uruguay, Brasil) ha logrado desde esa posición el progreso y la libertad. El chavismo las ve como expresiones de la derecha (serían, a lo sumo, la izquierda liberal y reformista) frente al gran movimiento bolivariano, en el que incluye a Evo Morales, Rafael Correa y el matrimonio Kirchner. Unos son socialdemócratas y otros son nacionalistas. Los dos expresan la oposición al Consenso de Washington, pero con estilos diferentes. Unos profundizan la democracia, otros viven en estado de revolución.
No estamos hablando, claro está, de una verdadera revolución en los términos absolutos y clásicos, sino de un proceso político que se autopercibe como revolucionario y que ha logrado instalar esa idea en el imaginario de crecientes segmentos de la grey universitaria.
Revolución y democracia son dos palabras que en nuestro país tienen buena prensa. Pero me temo que no se puede servir a dos banderas a la vez y que al final siempre se vuelven incompatibles. Los argentinos tarde o temprano van a tener que elegir entre una y otra palabra. Porque la crisis de 2001 era más profunda de lo que creíamos. Ya no existen peronistas y antiperonistas, ni peronistas versus radicales, ni izquierdas contra derechas. Hoy está instalada en nuestro país una discusión simbólica y asordinada entre revolución y democracia. Así de simple, y así de complejo.
Es notorio cómo el proyecto kirchnerista fue variando. En un comienzo, se veía a sí mismo como un partido reformista de centroizquierda que soportaba la hipotética alternancia de uno de centroderecha. Pero con los años y las batallas, y la desesperación por no perder el poder, los kirchneristas comenzaron a hablar del peligro de una "restauración conservadora". Ese término implica de por sí la imposibilidad de una alternancia pacífica, puesto que si la gran amenaza es una "restauración" lo que se impone es una "resistencia patriótica contra el entreguismo" a todo o nada. Se trata de un dramatismo revolucionario alejado de cualquier atisbo de consenso, y que como toda epopeya prendió rápidamente en nuevas generaciones politizadas de la pequeña burguesía. Esos jóvenes son más kirchneristas que Kirchner, a quien consideran un simple piloto del gran buque nacional. Y están seguros de que esta "revolución" necesita profundizarse día a día y sostenerse en el tiempo. Un tercer, cuarto y hasta quinto mandato de los Kirchner les suena, obviamente, no sólo lógico y aceptable, sino imprescindible para garantizar esta "revolución inconclusa". "No hay vuelta atrás", dictaminaron hace unos días los intelectuales kirchneristas, quemando las naves.
La situación se vuelve inquietante si se piensa que a una "revolución" no la puede seguir un partido, sino la refundación épica del mismísimo sistema democrático, hundido hace nueve años por una implosión de la economía. Un verdadero líder de la oposición que quisiera tener alguna chance frente a semejante mística debería quizá pensar menos en cuestiones programáticas coyunturales y en divergencias ideológicas dentro del espectro político (cualquier partido tiene ala derecha e izquierda) y pensar más en propalar el regreso de los argentinos a una democracia plena después de años de democracia manca y condicionada vivida bajo emoción violenta. Y garantizarle, de paso, a la sociedad electoral que no echará abajo, una vez más, a pico y pala los logros de la actual administración, que los tiene y son muchos.
Ese gesto democrático, si fuera exitoso en las urnas, reencauzaría al mismísimo nacionalismo, que tal vez sería obligado así a jugar de nuevo el juego bipartidista, los acuerdos de políticas de Estado y una vida cívica con menos divisiones, ataques, represalias económicas, golpes de mano, violaciones institucionales y lenguaje bélico. © LA NACION
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martes, 25 de mayo de 2010

Reportaje a Eric Hobsbawm (segunda parte)


A sus 93 años, Eric Hobsbawm es considerado el mayor historiador vivo y su obra -en especial sus estudios generales como La era del capital y La era de la revolución- son clásicos de la historiografía. Nacido en Egipto pero inglés por adopción, en los años '30 perteneció a un influyente grupo de jóvenes intelectuales marxistas no estalinistas y en su carrera nunca dejó de observar con especial atención la evolución de los movimientos obreros. El siguiente es su último ejercicio de análisis del estado actual de la política global.
El nacionalismo fue una fuerza motriz de los siglos XIX y XX. ¿Cuál es su lectura de la situación actual?
No hay duda de que, históricamente, el nacionalismo fue, en gran medida, parte del proceso de formación de los Estados modernos, que requerían una forma de legitimación diferente del tradicional Estado teocrático o dinástico. La idea original del nacionalismo fue la creación de Estados grandes y me parece que esta función unificadora y ampliadora fue muy importante. Un caso típico fue la Revolución francesa, donde en 1790 apareció la gente diciendo "ya no somos del delfinado o del sur, todos nosotros somos franceses". En una etapa posterior, a partir de la década de 1870, encuentras movimientos de grupos dentro del Estado a la búsqueda de sus propios Estados independientes. Esto, desde luego, produjo el wilsoniano momento de la autodeterminación, aunque por fortuna en 1918-1919 se corrigió hasta cierto punto por algo que desde entonces ha desaparecido por completo, es decir, por la protección de las minorías. Se reconoció que ninguno de estos nuevos Estados-nación era, de hecho, étnica o lingüísticamente homogéneo. Pero, después de la Segunda Guerra Mundial, la debilidad de los acuerdos existentes fue abordada no sólo por los rojos, sino por todo el mundo, con la deliberada y forzosa creación de la hegemonía étnica. Esto trajo una enorme cantidad de sufrimiento y crueldad y, a largo plazo, tampoco funcionó. Sin embargo, hasta ese período, ese nacionalismo de tipo separatista operaba razonablemente bien. Se vio reforzado después de la Segunda Guerra Mundial por la descolonización, que por su naturaleza creó más Estados; y fue reafirmado aún más a finales del siglo por el colapso del imperio soviético, que también creó nuevos mini-Estados separados, incluidos muchos que, como en las colonias, realmente no habían querido separarse y para los cuales la independencia vino impuesta por la fuerza de la historia. Creo, por otro lado, que la función de los Estados pequeños, separatistas, que se han multiplicado tremendamente desde 1945, ha cambiado. Una razón de ello es que ahora se los reconoce como existentes. Antes de la Segunda Guerra Mundial, mini-Estados como Andorra, Luxemburgo y todos los demás no estaban reconocidos como parte del sistema internacional, excepto por los coleccionistas de sellos. La idea de que todas las unidades políticas existentes, hasta llegar a la Ciudad del Vaticano, son ahora un Estado y potencialmente un miembro de Naciones Unidas es nueva. También está bastante claro que, en términos de poder, estos Estados no son capaces de desempeñar el papel de los Estados tradicionales, no poseen capacidad para hacer la guerra a otros Estados. Se han convertido, como mucho, en paraísos fiscales o bases secundarias para decisores transnacionales. Islandia es un buen ejemplo; Escocia no está muy lejos. La base del nacionalismo ya no es la función histórica de crear una nación como un Estado-nación. Ya no es, por así decir, un eslogan demasiado convincente. En otro momento pudo ser eficaz como medio para crear comunidades y organizarlas contra otras unidades políticas o económicas, pero hoy el elemento xenófobo en el nacionalismo es cada vez más importante. Las causas de la xenofobia son ahora mucho mayores de lo que lo eran antes. Es cultural más que política -ahí está el auge del nacionalismo inglés o escocés de los últimos años-, pero no por eso menos peligrosa.
¿No incluía el fascismo esas formas de xenofobia?
En cierto sentido, el fascismo era todavía parte de una corriente para crear grandes naciones. No hay duda de que el fascismo italiano fue un gran salto adelante para convertir a los calabreses y umbrienses en italianos; e incluso en Alemania no lo fue hasta 1934 cuando los alemanes pudieron ser definidos como alemanes y no como germanos porque eran suevos, francos o sajones. Ciertamente, el fascismo alemán y el de Europa Central y del Este estaban apasionadamente en contra de los extranjeros -principalmente, pero no sólo-, contra los judíos. Y, por supuesto, el fascismo proporcionaba pocas garantías contra los instintos xenófobos. Una de las enormes ventajas de los viejos movimientos obreros era que ellos sí proporcionaban esa garantía. Esto quedó claro en Sudáfrica: si no llega a ser por el compromiso con la igualdad y la no discriminación de las organizaciones de la izquierda tradicional, la tentación de venganza sobre los afrikaners hubiera sido mucho más difícil de resistir.¿Las dinámicas separatistas y xenófobas del nacionalismo operan ahora en los márgenes de la política mundial más que en el centro?Sí, creo que es probable que eso sea cierto, aunque hay áreas como el sureste de Europa donde ha hecho una gran cantidad de daño. Desde luego, todavía el nacionalismo -o el patriotismo o la identificación con un pueblo específico, no necesariamente definido étnicamente- es un enorme activo para otorgar legitimidad a los gobiernos. Éste es el caso de China. Uno de los problemas de India es que ellos no tienen nada parecido a eso. Obviamente, Estados Unidos no puede basarse en la unidad étnica, pero sin duda tiene fuertes sentimientos nacionalistas. En muchos de los Estados que funcionan correctamente esos sentimientos permanecen. Ésta es la razón por la que la emigración masiva crea más problemas en la actualidad.
Ahora que llega tanta gente nueva a Europa y a Estados Unidos, ¿cómo prevé el funcionamiento de las dinámicas sociales de la inmigración contemporánea? ¿Habrá un crisol europeo similar al estadounidense?
Pero en Estados Unidos el crisol dejó de serlo ya en los años sesenta. Además, a finales del siglo XX, la migración es muy diferente de la de periodos anteriores, principalmente porque emigrando ya no se rompen los lazos con el pasado hasta el mismo punto que antes. Puedes seguir viviendo en dos, posiblemente incluso en tres mundos al mismo tiempo, e identificarte con dos o tres lugares diferentes. Puedes seguir siendo guatemalteco mientras estás en Estados Unidos. También hay situaciones, como en la UE, donde de facto la inmigración no crea la posibilidad de asimilación. Un polaco que llega al Reino Unidos no se supone que sea otra cosa que un polaco que viene a trabajar. Esto es, desde luego, nuevo y por completo diferente de la experiencia, por ejemplo, de la gente de mi generación -la de los emigrados políticos, aunque yo no fuera uno de ellos-, en la que tu familia era británica, pero culturalmente uno nunca dejaba de ser austríaco o alemán, y sin embargo, a pesar de todo, uno pensaba que debía ser inglés. Incluso cuando regresaban a sus países, no era lo mismo, el centro de gravedad había cambiado. Creo que es esencial mantener las reglas básicas de la asimilación; que los ciudadanos de un determinado país deberían comportarse de determinada manera y tener determinados derechos, que éstos deberían definirlos y que ello no debería quedar debilitado por argumentos multiculturales. Francia, a pesar de todo, había integrado a tantos de sus inmigrantes extranjeros como Estados Unidos, en términos relativos, y ciertamente la relación entre los locales y los antiguos inmigrantes es aún mejor ahí. Esto se debe a que los valores de la República francesa siguen siendo esencialmente igualitarios.
Hoy crece la opinión de que la religión ha regresado como una fuerza poderosa en un continente tras otro. ¿Cree que éste es un fenómeno de superficie más que de profundidad?
Es claro que la religión -como la ritualización de la vida, la creencia en la influencia de espíritus o entidades no materiales y, sobre todo, como un vínculo de unión de las comunidades- está tan extendida a lo largo de la historia que sería un error considerarla un fenómeno superficial o destinado a desaparecer; al menos entre los pobres y los débiles, que probablemente necesiten más sus consuelos y sus potenciales explicaciones de por qué las cosas son como son. Hay sistemas de gobierno, como el chino, que, a efectos prácticos, carecen de cualquier cosa que equivalga a lo que nosotros consideraríamos como religión. Ellos demuestran que eso es posible, pero creo que uno de los errores de los movimientos socialistas y comunistas tradicionales fue intentar extirpar violentamente la religión en tiempos donde podría haber sido mejor no hacerlo. Después de la caída de Mussolini en Italia, uno de los cambios más interesantes llegó cuando Togliatti dejó de discriminar a los católicos practicantes: hizo bien en hacerlo. De otra manera no hubiera logrado que el 14 por ciento de las amas de casa votasen a los comunistas en los años cuarenta. Esto cambió el carácter del Partido Comunista Italiano, que pasó de ser un partido leninista de vanguardia a un partido de clases de masas o un partido popular. Por otra parte, es cierto que la religión ha dejado de ser el lenguaje universal del discurso público y, en esa medida, la secularización ha sido un fenómeno global, aun cuando sólo haya debilitado a la religión organizada en algunas partes del mundo. En Europa todavía sigue haciéndolo; por qué no ha ocurrido esto en Estados Unidos no está tan claro, pero no hay duda de que la secularización se ha impuesto en gran medida entre los intelectuales y otros que no la necesitan. Para la gente que continúa siendo religiosa, el hecho de que ahora haya dos lenguajes para el discurso produce una cierta clase de esquizofrenia que se puede ver bastante a menudo, por ejemplo, en los judíos fundamentalistas de Cisjordania: creen en lo que son tonterías patentes, pero trabajan como expertos en tecnologías de la información. El actual movimiento islámico está compuesto en gran parte por jóvenes tecnólogos y técnicos de esta clase. Las prácticas religiosas, sin duda, cambiarán sustancialmente. El que ello vaya a producir una mayor secularización no está claro. Desde luego, el declive de las ideologías de la Ilustración ha dejado mucho más espacio para las políticas religiosas y para versiones religiosas del nacionalismo, pero no creo que haya habido un gran avance de todas las religiones. Muchas van cuesta abajo. El catolicismo romano está luchando con mucha energía, incluso en América Latina, contra el auge de las sectas protestantes evangélicas, y estoy seguro de que se mantiene en Africa sólo por las concesiones a las costumbres y hábitos locales. Las sectas protestantes evangélicas están creciendo, pero no está claro hasta qué punto son algo más que una pequeña minoría de los sectores socialmente en ascenso, como fueron los inconformistas en Inglaterra. Tampoco está claro que el fundamentalismo judío, que hace tanto daño en Israel, sea un fenómeno de masas. La única excepción a esta tendencia es el Islam, que ha continuado expandiéndose sin que haya habido ninguna actividad misionera efectiva durante los siglos pasados. Dentro del Islam no está claro si tendencias como el actual movimiento para restaurar el califato representan algo más que a una minoría militante. De cualquier forma, me parece que el Islam tiene grandes activos que le permitirán continuar creciendo, principalmente porque da a la gente pobre la sensación de que son tan buenos como cualquiera y de que todos los musulmanes son iguales.
¿No se podría decir lo mismo del Cristianismo?
Pero un cristiano no cree que él sea tan bueno como cualquier otro cristiano. Dudo que los cristianos negros crean que ellos son tan buenos como los colonizadores cristianos, mientras que los musulmanes negros sí lo creen. La estructura del Islam es más igualitaria y el elemento militante es más fuerte. Recuerdo haber leído que los comerciantes de esclavos en Brasil dejaron de importar esclavos musulmanes porque se rebelaban continuamente. Desde nuestra posición, este atractivo tiene considerables peligros: en alguna medida, el Islam hace a los pobres menos receptivos a otros llamamientos a favor de la igualdad. En el mundo musulmán, los progresistas sabían desde el principio que no había manera de alejar a las masas del Islam; incluso en Turquía tuvieron que llegar a alguna clase de modus vivendi, probablemente el único lugar donde esto se produjo de manera satisfactoria. En otros sitios, el auge de la religión como un elemento de la política, de la política nacionalista, ha sido en extremo peligroso.
La ciencia era parte central de la cultura de la izquierda antes de la Segunda Guerra Mundial, pero luego desapareció como elemento dirigente del pensamiento marxista o socialista. ¿Cree que los temas ambientales pueden provocar la reincorporación de la ciencia a la política radical?
Estoy seguro de que los movimientos radicales estarán interesados por la ciencia. Las preocupaciones ambientales y de otro tipo producen sólidas razones para contrarrestar la huida de la ciencia y de la aproximación racional a los problemas que se generalizó bastante durante los años setenta y ochenta. Pero, con respecto a los propios científicos, no creo que suceda. A diferencia de los científicos sociales, no hay nada que una a los científicos naturales con la política. Históricamente hablando, en la mayoría de los casos han permanecido apolíticos o tenían los estándares políticos de su respectiva clase. Hay excepciones, por ejemplo, entre la juventud a principios del siglo XIX en Francia y muy notablemente en las décadas de los años treinta y cuarenta. Pero éstos son casos especiales debidos al reconocimiento de los propios científicos de que su trabajo estaba siendo cada vez más esencial para la sociedad, pero que la sociedad no se daba cuenta. En el siglo XX la física fue el centro del desarrollo, mientras que en el siglo XXI lo es la biología. Al estar más cerca de la vida humana puede haber un elemento de politización mayor, pero ciertamente hay un factor que lo contrarresta: cada vez más los científicos han sido integrados en el sistema capitalista, tanto los individuos como las organizaciones. Hace cuarenta años hubiera resultado impensable hablar de patentar un gen. Hoy uno patenta un gen con la esperanza de hacerse millonario, y eso ha alejado a un nutrido grupo de científicos de la política de izquierda. Lo único que todavía puede politizarlos es la lucha contra gobiernos dictatoriales o autoritarios que interfieran en su trabajo. Desde luego, el medio ambiente es un tema que puede mantener movilizado a un cierto número de científicos. Si hay un desarrollo masivo de campañas alrededor del cambio climático, entonces los expertos se encontrarán comprometidos, principalmente contra ignorantes y reaccionarios. Por eso no está todo perdido.
Si debiera escoger temas o campos aún sin explorar que presenten desafíos para futuros historiadores, ¿cuáles elegiría?
El gran problema es uno muy general. En virtud de los estándares paleontológicos, la especie humana ha transformado su existencia a una velocidad asombrosa, pero el grado de cambio ha variado enormemente. Algunas veces se ha movido muy despacio, algunas veces muy deprisa, algunas de manera controlada, otras no. Claramente, esto implica un creciente control sobre la naturaleza, pero no deberíamos afirmar que sabemos adónde nos conduce. Los marxistas se han centrado correctamente sobre los cambios en el modo de producción y sus relaciones sociales como los generadores del cambio histórico. Sin embargo, si pensamos en términos de cómo "los hombres hacen su propia historia", la gran pregunta es ésta: históricamente, las comunidades y los sistemas sociales han apuntado hacia la estabilización y la reproducción, creando mecanismos capaces de mantener a raya saltos perturbadores hacia lo desconocido. La resistencia contra la imposición del cambio desde afuera es todavía un factor importante de la política mundial actual. ¿Cómo, entonces, unos seres humanos y unas sociedades estructuradas para resistir el desarrollo dinámico aceptan un modo de producción cuya esencia es su interminable e impredecible desarrollo dinámico? Los historiadores marxistas podrían investigar con provecho el funcionamiento de esta contradicción básica entre los mecanismos que traen el cambio y los preparados para resistirlo.


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Reportaje a Eric Hobsbawm (primera parte)


Es probablemente el mayor historiador vivo. Su mirada es universal, como lo muestran sus libros La era de la revolución y La era del capitalismo. Esta entrevista constituye su más reciente ejercicio de una visión global sobre los problemas y las tendencias del mundo moderno.Su obra Historia del siglo XX concluye en 1991 con una visión sobre el colapso de la esperanza de una Edad de Oro para el mundo. ¿Cuáles son los principales cambios que registra desde entonces en la historia mundial?Veo cinco grandes cambios. Primero, el desplazamiento del centro económico del mundo del Atlántico norte al sur y al este de Asia. Este proceso comenzó en los años 70 y 80 en Japón, pero el auge de China desde los 90 ha marcado la diferencia. El segundo es, desde luego, la crisis mundial del capitalismo, que nosotros predijimos siempre pero que tardó mucho tiempo en llegar. Tercero, el clamoroso fracaso de la tentativa de Estados Unidos de mantener en solitario una hegemonía mundial después de 2001, un fracaso que se manifestó con mucha claridad. Cuarto, cuando escribí Historia del siglo XX no se había producido la aparición como entidad política de un nuevo bloque de países en desarrollo, los BRIC (Brasil, Rusia, India y China). Y quinto, la erosión y el debilitamiento sistemático de la autoridad de los Estados: de los Estados nacionales dentro de sus territorios y, en muchas partes del mundo, de cualquier clase de autoridad estatal efectiva. Acaso fuera previsible pero se aceleró hasta un punto inesperado.



¿Qué más le ha sorprendido?Nunca dejo de sorprenderme ante la absoluta locura del proyecto neoconservador, que no sólo pretendía que el futuro era Estados Unidos, sino que incluso creyó haber formulado una estrategia y una táctica para alcanzar ese objetivo. Hasta donde alcanzo a ver, no tuvieron una estrategia coherente.¿Puede prever alguna recomposición política de lo que fue la clase obrera?No en la forma tradicional. Marx estaba sin duda en lo cierto al predecir la formación de grandes partidos de clase en una determinada etapa de la industrialización. Pero estos partidos, si tenían éxito, no funcionaban como partidos exclusivos de la clase obrera: si querían extenderse más allá de una clase reducida, lo hacían como partidos populares, estructurados alrededor de una organización inventada por y para los objetivos de la clase obrera. Incluso así, había límites para la conciencia de clase. En Gran Bretaña el Partido Laborista nunca obtuvo más del 50 por ciento de los votos. Lo mismo sucede en Italia, donde el PCI era todavía más un partido popular. En Francia, la izquierda se basaba en una clase obrera débil pero políticamente fortalecida por la gran tradición revolucionaria, de la que se las arregló para convertirse en imprescindible sucesora, lo cual les proporcionó a ella y a la izquierda mucha más influencia. El declive de la clase obrera manual parece algo definitivo. Hay o habrá mucha gente que quede realizando trabajo manual, pero no puede seguir siendo el principal fundamento de esperanza: carece del potencial organizativo de la vieja clase obrera y no tiene potencial político. Ha habido otros tres importantes desarrollos negativos. El primero es, desde luego, la xenofobia, que para la mayoría de la clase obrera es, como dijo el alemán August Bebel, el "socialismo de los tontos": salvaguardar mi trabajo contra gente que compite conmigo. Cuanto más débil es el movimiento obrero, más atractiva es la xenofobia. En segundo lugar, gran parte del trabajo y del trabajo manual que la administración pública británica solía llamar "categorías menores y de manipulación", no es permanente sino temporario; por ejemplo, estudiantes o emigrantes trabajando en catering. Eso hace que no sea fácil considerarlo como potencial organizable. La única forma fácilmente organizable de esa clase de trabajo es la que está empleada por autoridades públicas, razón por la cual estas autoridades son vulnerables. El tercero y el más importante de estos cambios es la creciente ruptura producida por un nuevo criterio de clase, en concreto, aprobar exámenes en colegios y universidades como un billete de acceso para el empleo. Esto puedes llamarlo meritocracia pero está institucionalizada y mediatizada por los sistemas educativos. Lo que ha hecho es desviar la conciencia de clase desde la oposición a los empleadores a la oposición a juniors de una u otra clase, intelectuales, élites liberales o aventureros. Estados Unidos es un típico ejemplo, pero, si miras a la prensa británica, verás que no está ausente en el Reino Unido. El hecho de que, cada vez más, obtener un doctorado o al menos ser un posgraduado también te da una oportunidad mejor para conseguir millones complica la situación.¿Puede haber nuevos agentes? Ya no en términos de una sola clase pero entonces, desde mi punto de vista, nunca lo pudo ser. Hay una política de coaliciones progresista, incluso de alianzas permanentes como las de, por ejemplo, la clase media que lee The Guardian y los intelectuales, la gente con niveles educativos altos, que en todo el mundo tiende a estar más a la izquierda que los otros, y la masa de pobres e ignorantes. Ambos grupos son esenciales pero quizá sean más difíciles de unificar que antes. Los pobres pueden identificarse con multimillonarios, como en Estados Unidos, diciendo "si tuviera suerte podría convertirme en una estrella pop". Pero no puede decir "si tuviera suerte ganaría el premio Nobel". Esto es un problema para coordinar las políticas de personas que objetivamente podrían estar en el mismo bando.¿En qué se diferencia la crisis actual de la de 1929?La Gran Depresión no empezó con los bancos; no colapsaron hasta dos años después. Por el contrario, el mercado de valores desencadenó una crisis de la producción con un desempleo mucho más elevado y un declive productivo mayor del que se había conocido nunca. La actual depresión tuvo una incubación mayor que la de 1929, que llegó casi de la nada. Desde muy temprano debía haber estado claro que el fundamentalismo neoliberal producía una enorme inestabilidad en el funcionamiento del capitalismo. Hasta 2008 parecía afectar sólo a áreas marginales: América Latina en los años 90 hasta la siguiente década, el sudeste asiático y Rusia. En los países más importantes, todo lo que significaba eran colapsos ocasionales del mercado de valores de los que se recuperaban con bastante rapidez. Me pareció que la verdadera señal de que algo malo estaba pasando debería haber sido el colapso de Long-Term Capital Management (LTCM) en 1998, que demostraba lo incorrecto que era todo el modelo de crecimiento, pero no se consideró así. Paradójicamente, llevó a un cierto número de hombres de negocios y de periodistas a redescubrir a Karl Marx, como alguien que había escrito algo de interés sobre una economía moderna y globalizada; no tenía nada que ver con la antigua izquierda: la economía mundial en 1929 no era tan global como la actual. Esto tuvo alguna consecuencia; por ejemplo, hubiera sido mucho más fácil para la gente que perdió su trabajo regresar a sus pueblos. En 1929, en gran parte del mundo fuera de Europa y América del Norte, los sectores globales de la economía eran áreas que en gran medida no afectaron a lo que las rodeaba. La existencia de la URSS no tuvo efectos prácticos sobre la Gran Depresión pero sí un enorme efecto ideológico: había una alternativa. Desde los 90 asistimos al auge de China y las economías emergentes, que realmente ha tenido un efecto práctico sobre la actual depresión pues ayudó a mantener una estabilidad mucho mayor de la economía mundial de la que hubiera alcanzado de otro modo. De hecho, incluso en los días en que el neoliberalismo afirmaba que la economía prosperaba de modo exuberante, el crecimiento real se estaba produciendo en su mayoría en estas economías recién desarrolladas, en especial China. Estoy seguro de que si China no hubiera estado ahí, la crisis de 2008 hubiera sido mucho más grave. Por esas razones, vamos a salir de ella con más rapidez, aunque algunos países seguirán en crisis durante bastante tiempo.¿Qué pasa con las consecuencias políticas?La depresión de 1929 condujo a un giro abrumador a la derecha, con la gran excepción de América del Norte, incluido México, y de los países escandinavos. En Francia, el Frente Popular de 1935 solo tuvo el 0,5 por ciento más de votos que en 1932, así que su victoria marcó un cambio en la composición de las alianzas políticas en vez de algo más profundo. En España, a pesar de la situación cuasirrevolucionaria o potencialmente revolucionaria, el efecto inmediato fue también un movimiento hacia la derecha, y desde luego ése fue el efecto a largo plazo. En la mayoría de los otros Estados, en especial en el centro y este de Europa, la política se movió claramente hacia la derecha. El efecto de la actual crisis no está tan definido. Uno puede imaginarse que los principales cambios o giros en la política no se producirán en Estados Unidos u occidente, sino casi seguro en China. ¿Cree que China continuará resistiendo la recesión?No hay ninguna razón especial para pensar que de repente dejará de crecer. El gobierno chino se ha llevado un buen susto con la depresión, porque ésta obligó a una enorme cantidad de empresas a detener temporalmente su actividad. Pero el país todavía está en las primeras etapas del desarrollo económico y hay muchísimo espacio para la expansión. No quiero especular sobre el futuro, pero podemos imaginarnos a China dentro de veinte o treinta años siendo a escala mundial mucho más importante que hoy, por lo menos económica y políticamente, no necesariamente en términos militares. Desde luego, tiene problemas enormes y siempre hay gente que se pregunta si el país puede mantenerse unido, pero yo creo que tanto la realidad del país como las razones ideológicas continúan militando poderosamente para que la gente desee que China permanezca unida.Pasado un año, ¿cómo valora la administración Obama?La gente estaba tan encantada de que hubiera ganado alguien con su perfil, y en medio de la crisis, que muchos pensaron que estaba destinado a ser un gran reformista, a la altura de que hizo el presidente Franklin Roosevelt. Pero no lo estaba. Empezó mal. Si comparamos los primeros cien días de Roosevelt con los de Obama, lo que destaca es la predisposición de Roosevelt a apoyarse en consejeros no oficiales para intentar algo nuevo, comparado con la insistencia de Obama en permanecer en el mismo centro. Desperdició la ocasión. Su verdadera oportunidad estuvo en los tres primeros meses, cuando el otro bando estaba desmoralizado y no podía reagruparse en el Congreso. No la aprovechó. Podemos desearle suerte pero las perspectivas no son alentadoras.Si observamos el escenario internacional más caliente, ¿cree que la solución de los dos Estados, como se imagina actualmente, es un proyecto creíble para Palestina?Personalmente, dudo de que lo sea por el momento. Cualquiera que sea la solución, no va a suceder nada hasta que Estados Unidos decida cambiar totalmente su manera de pensar y presione a los israelíes. Y no parece que eso vaya a suceder.¿Cree que hay alguna parte del mundo donde todavía sea posible recrear proyectos positivos, progresistas?En América Latina la política y el discurso público general todavía se desarrollan en los términos liberal-socialistas-comunistas de la vieja Ilustración. Esos son sitios donde encuentras militaristas que hablan como socialistas, o un fenómeno como Lula, basado en un movimiento obrero, o a Evo Morales. Adónde conduce eso es otra cuestión, pero todavía se puede hablar el viejo lenguaje y todavía están disponibles las viejas formas de la política. No estoy completamente seguro sobre América Central, aunque hay indicios de un pequeño resurgir en México de la tradición de la Revolución; tampoco estoy muy seguro de que vaya a llegar lejos, ya que México ha sido integrado a la economía de Estados Unidos. América Latina se benefició de la ausencia de nacionalismos etnolingüísticas y divisiones religiosas; eso hizo mucho más fácil mantener el viejo discurso. Siempre me sorprendió que, hasta hace bien poco, no hubiera signos de políticas étnicas. Han aparecido movimientos indígenas de México y Perú, pero no a una escala parecida a la que se produjo en Europa, Asia o Africa. Es posible que en India, gracias a la fuerza institucional de la tradición laica de Nehru, los proyectos progresistas puedan revivir. Pero no parecen calar entre las masas, excepto en algunas zonas donde los comunistas tienen o han tenido un apoyo masivo, como Bengala y Kerala, y acaso entre algunos grupos como los nasalitas o los maoístas en Nepal. Aparte de eso, la herencia del viejo movimiento obrero, de los movimientos socialistas y comunistas, sigue siendo muy fuerte en Europa. Los partidos fundados mientras Friedrich Engels vivía aún son, casi en toda Europa, potenciales partidos de gobierno o los principales partidos de la oposición. Imagino que en algún momento la herencia del comunismo puede surgir en formas que no podemos predecir, por ejemplo en los Balcanes e incluso en partes de Rusia. No sé lo que sucederá en China pero sin duda ellos están pensando en términos diferentes, no maoístas o marxistas modificados.Siempre ha sido crítico con el nacionalismo como fuerza política, advirtiendo a la izquierda que no lo pintara de rojo. Pero también ha reaccionado contra las violaciones de la soberanía nacional en nombre de las intervenciones humanitarias. ¿Qué tipos de internacionalismo son deseables y viables hoy día?En primer lugar, el humanitarismo, el imperialismo de los derechos humanos, no tiene nada que ver con el internacionalismo. O bien es una muestra de un imperialismo revivido que encuentra una adecuada excusa, sincera incluso, para la violación de la soberanía nacional, o bien, más peligrosamente, es una reafirmación de la creencia en la superioridad permanente del área que dominó el planeta desde el siglo XVI hasta el XX. Después de todo, los valores que occidente pretende imponer son específicamente regionales, no necesariamente universales. Si fueran universales tendrían que ser reformulados en términos diferentes. No estamos aquí ante algo que sea en sí mismo nacional o internacional. Sin embargo, el nacionalismo sí entra en él porque el orden internacional basado en Estados-nación ha sido en el pasado, para bien o para mal, una de las mejores salvaguardas contra la entrada de extranjeros en los países. Sin duda, una vez abolido, el camino está abierto para la guerra agresiva y expansionista. El internacionalismo, que es la alternativa al nacionalismo, es un asunto engañoso. Es tanto un eslogan político sin contenido, como sucedió a efectos prácticos en el movimiento obrero internacional, donde no significaba nada específico, como una manera de asegurar la uniformidad de organizaciones poderosas y centralizadas, fuera la iglesia católica romana o el Komintern. El internacionalismo significa que, como católico, creías en los mismos dogmas y tomabas parte en las mismas prácticas sin importar quién fueras o dónde estuvieras; lo mismo sucedía con los partidos comunistas. Esto no es realmente lo que nosotros entendíamos por "internacionalismo". El Estado-nación era y sigue siendo el marco de todas las decisiones políticas, interiores y exteriores. Hasta hace muy poco, las actividades de los movimientos obreros (de hecho, todas las actividades políticas) se llevaban a cabo dentro del marco de un Estado. Incluso en la UE, la política se enmarca en términos nacionales. Es decir, no hay un poder supranacional que actúe, sólo una coalición de Estados. Es posible que el fundamentalismo misionero islámico sea aquí una excepción, que se extiende por encima de los Estados, pero hasta ahora todavía no se ha demostrado. Los anteriores intentos de crear super-Estados panárabes, como entre Egipto y Siria, se derrumbaron por la persistencia de las fronteras de los Estados existentes.¿Cree entonces que hay obstáculos intrínsecos para cualquier intento de sobrepasar las fronteras del Estado-nación?Tanto económicamente como en la mayoría de los otros aspectos, incluso culturalmente, la revolución de las comunicaciones creó un mundo genuinamente internacional donde hay poderes de decisión que funcionan de manera transnacional, actividades que son transnacionales y, desde luego, movimientos de ideas, comunicaciones y gente que son transnacionales mucho más fácilmente que nunca. Incluso las culturas lingüísticas se complementan ahora con idiomas de comunicación internacional. Pero en la política no hay señales de esto y ésa es la contradicción básica de hoy. Una de las razones por las que no ha sucedido es que en el siglo XX la política fue democratizada hasta un punto muy elevado con la implicación de las masas. Para éstas, el Estado es esencial para las operaciones diarias. Los intentos de romper el Estado internamente mediante la descentralización existen desde hace treinta o cuarenta años, y algunos de ellos con éxito; en Alemania la descentralización ha sido un éxito en algunos aspectos y, en Italia, la regionalización ha sido muy beneficiosa. Pero el intento de establecer Estados supranacionales fracasa. La Unión Europea es el ejemplo más evidente. Hasta cierto punto estaba lastrada por la idea de sus fundadores, quienes apostaban a crear un super-Estado análogo a un Estado nacional, cuando yo creo que ésa no era una posibilidad y sigue sin serlo. La UE es una reacción específica dentro de Europa. Hubo señales de un Estado supranacional en Oriente Próximo pero la UE es el único que parece haber llegado a alguna parte. No creo que haya posibilidades para una gran federación en América del Sur. El problema sin resolver continúa siendo esta contradicción: por una parte, hay prácticas y entidades transnacionales que están en curso de vaciar el Estado quizá hasta el punto de que colapse. Pero si eso sucede -lo que no es una perspectiva inmediata, por lo menos en los Estados desarrollados- ¿Quién se hará cargo entonces de las funciones redistributivas y de otras análogas, de las que hasta ahora sólo se ha hecho cargo el Estado? Este es uno de los problemas básicos de cualquier clase de política popular hoy en día. namente internacional donde hay poderes de decisión que funcionan de manera transnacional, actividades que son transnacionales y, desde luego, movimientos de ideas, comunicaciones y gente que son transnacionales mucho más fácilmente que nunca. Incluso las culturas lingüísticas se complementan ahora con idiomas de comunicación internacional. Pero en la política no hay señales de esto y ésa es la contradicción básica de hoy. Una de las razones por las que no ha sucedido es que en el siglo XX la política fue democratizada hasta un punto muy elevado con la implicación de las masas. Para éstas, el Estado es esencial para las operaciones diarias. Los intentos de romper el Estado internamente mediante la descentralización existen desde hace treinta o cuarenta años, y algunos de ellos con éxito; en Alemania la descentralización ha sido un éxito en algunos aspectos y, en Italia, la regionalización ha sido muy beneficiosa. Pero el intento de establecer Estados supranacionales fracasa. La Unión Europea es el ejemplo más evidente. Hasta cierto punto estaba lastrada por la idea de sus fundadores, quienes apostaban a crear un super-Estado análogo a un Estado nacional, cuando yo creo que ésa no era una posibilidad y sigue sin serlo. La UE es una reacción específica dentro de Europa. Hubo señales de un Estado supranacional en Oriente Próximo pero la UE es el único que parece haber llegado a alguna parte. No creo que haya posibilidades para una gran federación en América del Sur. El problema sin resolver continúa siendo esta contradicción: por una parte, hay prácticas y entidades transnacionales que están en curso de vaciar el Estado quizá hasta el punto de que colapse. Pero si eso sucede -lo que no es una perspectiva inmediata, por lo menos en los Estados desarrollados- ¿Quién se hará cargo entonces de las funciones redistributivas y de otras análogas, de las que hasta ahora sólo se ha hecho cargo el Estado? Este es uno de los problemas básicos de cualquier clase de política popular hoy en día. PerfilEric HobsbawmNació en 1917 en Egipto y su primera educación transcurrió en Berlín. Su familia partió a Londres en 1933 y en el 36 él se afilió al Partido Comunista. Perteneció a un influyente grupo de intelectuales marxistas no ortodoxos, junto con las entonces jóvenes figuras Edward Said y la crítica Jean Franco. Además de sus mencionadas obras sobre el siglo XX, prestó especial atención a los fenómenos políticos populares, como en Rebeldes primitivos, su clásico estudio sobre el bandolerismo social, y a hechos como la briosa cultura juvenil y el estallido de la industria discográfica en su Historia del siglo XX. Es autor de un bello y conmovedor volumen de memorias, Tiempos interesantes. A sus años, sigue siendo un amante del jazz.
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domingo, 16 de mayo de 2010

Mensaje de José Mujica a los empleados públicos


"Todos ustedes son sustituibles", les dijo el presidente José Mujica a los funcionarios de Ancap presentes en la asunción de las nuevas autoridades del ente. Y reclamó el involucramiento de los funcionarios en la reforma del Estado.
El presidente retomó así en público su prédica sobre la necesidad de cambios en la estructura del Estado, que cuenta con 241.500 funcionarios más otros 14.490 empleados entre contratados, pasantes y becarios, según el informe de junio de 2009 de la Oficina Nacional de Servicio Civil (ONSC), últimos datos oficiales relevados.
Mujica no tenía previsto hablar en la ceremonia en Ancap ayer martes, pero el presidente del ente, Raúl Sendic, lo convenció de hacerlo. Entonces el presidente marcó su visión de los funcionarios del Estado y de lo que pretende de ellos.


Les dijo que "no son dueños de la empresa. Esta empresa no es propiedad de ustedes, esto es propiedad del pueblo uruguayo. Nunca pierdan de perspectiva el objetivo".
"Todos ustedes son suplantables, lo que no es suplantable es nuestro pueblo. Ustedes no están para servirse, ustedes están para servir. Y en ese servir realizarse, como hombres, co-mo mujeres", agregó.
Mujica resaltó que no se puede "seguir con un Estado paquidérmico, sin compromiso, inventando festividades pa-ra no laburar".
Añadió que no se puede "seguir con un país que no asume que el progreso es hijo del trabajo humano, y que gastar la vida significa comprometerse con el trabajo".
Luego volvió a dar un mensaje a los estatales: "Pasar seis, siete horas laburando, mirando el reloj", y como preguntándose "cuándo me voy".
Cambios. El discurso de ayer de Mujica fue en línea con aspectos de la reforma del Estado que ha manejado en diferentes ocasiones y a la decisión de que los aumentos de salarios en el sector público incorporen co-mo variables la productividad y la capacitación.
El gobierno trabaja en medidas referidas a esta reforma, muchas de las cuales prevé incluir en el proyecto de ley de presupuesto quinquenal.
Entre los cambios que el Poder Ejecutivo estima poner en funcionamiento en 2011, figura un sistema de concursos para el ingreso al Estado a través de lo que denominó "ventanilla única", equiparación salarial de los nuevos funcionarios que realicen la misma tarea en diferentes organismos y auditorías de gestión en las oficinas públicas.
En un decreto de abril, Mujica dispuso que las renovaciones y los nuevos contratos en el Estado a pasantes y becarios no pueden extenderse más allá del 31 de marzo de 2011, cuando comience a funcionar el nuevo sistema.
El Ministerio de Trabajo, la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP) y la ONSC son los organismos que están elaborando la reforma del Estado, en permanente consulta con el presidente.
El propio Mujica ha dicho que esta reforma no prevé una reducción de la plantilla de estatales, pero sí manejó la idea de redistribuir funcionarios de oficinas superpobladas a reparticiones con menos personal.
Primer mundo. Ayer, Mujica sostuvo que se plantea "el desafío de ser o no ser. Estamos en la puerta, podemos acceder a ser un país del primer mundo", pero aclaró que "nadie nos va a regalar nada", por lo que se necesita "unidad nacional", la que "nos hemos dado el lujo de no cultivar desde hace décadas".
Según el mandatario, "estamos en la puerta, podemos incorporarnos a una franja del mundo sin haber tenido 200 años de acumulación, como la tuvieron otros", aunque "estamos despertando al desarrollo muy tarde", acotó.
Mujica también habló sobre la necesidad de "invertir cada vez más", pese a que en Uruguay "no tenemos ni la costumbre, ni la capacidad de ahorro, ni el sentido empresarial".
"Tenemos que tender la ma-no porque hace 50 años no supimos guardar, ni invertir cuando realmente se podía, y se nos fue como Maracaná", reflexionó.
Mujica recordó que la población de Uruguay (3,3 millones de habitantes) es similar a la de un barrio de San Pablo (Brasil) y recordó que es "el país más envejecido de América Latina". Esto se debe a que hace "mucho tiempo una cobardía atenazó nuestras entrañas; porque queremos tener microondas nos privamos de tener hijos", afirmó.
Añadió que "la pirámide social de este país es cada vez más condenatoria, con menos jóvenes para aportar y más viejos para sostener", ese es "el desafío que tiene el Uruguay hacia delante". Por ello opinó que "no hay otro camino" que aumentar la productividad de las nuevas generaciones, y dijo que esto solo se logrará a través de la educación.
"En el acierto o en el error, digo lo que pienso y espero mucho de las posibilidades que tiene este país", concluyó el presidente.
Mujica: "No se puede seguir con un Estado paquidérmico y más feriado para no laburar".
Agradecimiento a científicos por "no tomársela" del país
"Ningún trabajador aporta más que aquellos que cultivan la ciencia", expresó José Mujica ayer en un encuentro del Gabinete Ministerial de la Innovación, en el que participaron miembros del Sistema Nacional de Investigadores.
El presidente les agradeció a los investigadores, "en nombre de los tantos que ni se dan cuenta de la importancia que tienen", sus tareas y logros que pueden determinar lo que pase en el mediano y el largo plazo.
También les agradeció "por no tomársela (irse) de este país, por no disparar, cuando hay tanta oferta en un mundo más rico, y por comprometerse con el destino de nuestra pequeña nación".
Indicó la necesidad de obtener recursos para los investigadores, una "lucha contra la escasez", que incluye "privarnos de consumir hoy para que, pasado mañana, quienes nos sucedan, tengan posibilidades de vivir mejor".
Dijo que para lograr estos recursos se "necesita un formidable escudo político que esté amparando permanentemente, frente a las otras urgencias que tiene la sociedad".
Hizo hincapié en que "la verdadera libertad es el conocimiento" y éste es la propiedad "más importante".
"Pero para que ella sea posible, hay que tener conciencia política del valor que encierra esa libertad. Y que ella constituye una de las formas no medibles del capital colectivo que tiene una sociedad y un país", acotó.
Para el mandatario, "si no le damos alas a este frente de batalla, nos cercenamos las verdaderas alas de la libertad posible en el marco de este planeta" y el destino del país será "estar sometidos en el sentido más profundo del termino".
El País Digital
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