sábado, 5 de enero de 2013

La corrupción tiene cara de mujer. Por Gonzalo Neidal

El caso de Felisa Miceli rezuma grotesco por donde se lo mire.

Sólo faltaría que aparezca alguna asociación feminista y reclame por la existencia de una suerte de Justicia de Género, en razón de que las únicas condenadas por corrupción, en la Argentina, son mujeres: antes María Julia Alzogaray, ahora Felisa Miceli.

Todo esto daría para un episodio propio de Federico Fellini, música de Nino Rota incluida.
Repasemos los hechos: siendo Ministra de Economía en pleno ejercicio, Miceli olvida, en un armario de su oficina, una bolsa de papel que contenía una importante cifra de dinero. En dólares y en pesos. La guardia de seguridad encuentra la bolsa y labra un acta. La funcionaria rompe el acta con intención de encubrir el hecho. Luego, da versiones diversas sobre el origen del dinero. Va a juicio y acaban de condenarla a 4 años de prisión.
Pero las cosas no terminan ahí. Miceli sale de la audiencia donde toma conocimiento de la condena y formula increíbles declaraciones a la prensa. Dijo la ex ministra: "Hay juicios gravísimos de casos de corrupción que nunca llegaron a ser condenados. Es una cosa que no se puede entender", y agregó con énfasis y sorpresa: "¡A mí me condenan por 100.000, chicos!".
Con esta frase Miceli señala una inconsistencia atendible: la presencia de numerosos casos de corrupción en los cuales, con argumentos a veces insólitos, los jueces han evitado condenar a los procesados. La lista el larguísima, con algunos episodios realmente increíbles. El caso Skanska, el de las tierras compradas a valor irrisorio por Néstor Kirchner y vendidas dos años después a un precio formidable; el de la empresa Ciccone, las causas que involucran a Jaime, con abundantes pruebas luego desestimadas por el juez.
En este sentido, Miceli tiene toda la razón. Ella parece decirnos: “Muchachos, me condenan a mí por una bolsa que contenía 100.000 pesos y 31.670 dólares… Una bicoca en relación con otros casos de corrupción que andan y anduvieron dando vueltas por ahí y por los cuales los jueces jamás condenan a nadie.”
Faltó que agregara su condición de “perejil” a fines de convocar el perdón y la benevolencia popular para su caso, por razones de poca monta. Las cosas podrían verse de otro modo: si Miceli no hubiera olvidado tan tontamente su bolsa en el armario de su oficina, la Argentina podría exhibir ante el mundo una foja sin mácula, completamente libre de corrupción. Un caso excepcional en el mundo.
Si nos comparamos con nuestro vecino Brasil, por ejemplo, resultamos claramente favorecidos. Allá, Dilma Roussef echó a siete ministros y otros funcionarios menores por razones vinculadas a la corrupción. También en Brasil, fue condenado por la justicia quien fuera brazo derecho del presidente Lula Da Silva.
En la Argentina, en cambio, podríamos decir que no existe la corrupción pues salvo este ínfimo caso debido a la torpeza y mala memoria de la ex ministra de economía, carecemos de procesamientos y condenas.
El caso Miceli permitirá al gobierno decir que existe una justicia independiente y que, con pruebas concretas, la corrupción es sancionada en la Argentina. Sin embargo, existe la sensación de que vivimos un “efecto mesa de Necochea”, o sea la presencia de un hecho irrepetible, imposible de ser tomado como normal y generalizado.
Nos queda la sensación de que, en la Argentina, el único modo de que se produzca una condena por corrupción es que alguien se olvide la bolsa con el dinero en un armario de la oficina pública y que, además, la guardia de seguridad la encuentre y decida labrar un acta.
Mientras tanto, seguimos sin saber quién era el dueño de la empresa Ciccone Calcográfica, hoy expropiada, que estuvo a un paso de ser quien imprimiera los billetes en la Argentina y que  no pudo hacerlo porque el periodismo no oficialista denunció el hecho y abortó la operación.
Pero, en materia de corrupción, ya sabemos cómo funciona la sociedad: los hechos importan poco hasta que la situación económica desmejora en forma manifiesta. En ese momento, pasa a ser un tema por el cual todo el mundo se indigna y enfurece.
Y ese momento parece no haber llegado, todavía.


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