sábado, 11 de agosto de 2012

México juega con fuego. Por Enrique Krauze


Leszek Kolakowski narraba un cuento que aplica perfectamente a la escena política de México: dos niñas corren en un parque. La que va retrasada grita desaforadamente: "¡Voy ganando, voy ganando!". De pronto, la que lleva la delantera abandona la pista, se arroja en brazos de su madre y le dice entre sollozos: "No puedo con ella, siempre me gana".
Antes de que se celebraran las elecciones presidenciales de 2006, Andrés Manuel López Obrador gritaba: "Voy ganando, voy ganando". Al conocerse su derrota por el estrecho margen de 0,56%, no sólo se negó a aceptar los resultados, sino que decretó que había sido víctima de un fraude (que nunca comprobó), proclamó su victoria, dijo que había que "mandar al diablo las instituciones", ocupó por varios meses el Paseo de la Reforma (principal avenida de la ciudad de México), se ungió a sí mismo como "presidente legítimo de México", nombró un gabinete paralelo, estuvo a punto de impedir la toma de posesión de Felipe Calderón y movilizó permanentemente a sus huestes para obstruir de diversas formas -por la vía de los hechos, no del derecho- la marcha democrática del país.
A lo largo de esos seis años, en una acción que él mismo ha calificado como un "apostolado", recorrió los 2438 municipios de México. En cada lugar recolectó firmas y adhesiones para su organización civil que bautizó con un nombre de tintes religiosos: Morena, siglas del Movimiento de Regeneración Nacional ("Virgen Morena" es como se conoce a la Virgen de Guadalupe, máximo símbolo religioso en México). Nunca tuvo dudas de que sería nuevamente el candidato de las izquierdas. Una vez en la boleta, cambió temporalmente su antiguo discurso incendiario por una prédica de reconciliación, presagio de lo que -según dijo- sería la futura "república amorosa" de México. A pesar de que las encuestas lo colocaban en segundo lugar, fiel a sí mismo, no dejó de exclamar: "¡Voy ganando, voy ganando!".
Con un margen sustancial de 6,62%, el 1° de julio López Obrador perdió las elecciones. Según el recuento final y oficial de Instituto Federal Electoral (organismo autónomo que maneja el proceso en el que un millón de ciudadanos contaron los votos frente a más de 700.000 representantes de los partidos), el triunfador fue Enrique Peña Nieto, candidato del PRI, con una votación de 19,2 millones (38,21%). López Obrador (candidato de una coalición de izquierda) ocupó el segundo sitio, con 15,8 millones (31,59%). El tercero fue para Josefina Vázquez Mota, la candidata del PAN, con 12,7 millones (25,41%). Pero pasó lo de siempre. López Obrador se ha negado a aceptar la derrota, alegó fraude y ha recurrido a la instancia judicial correspondiente (el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación) para buscar la anulación de las elecciones.
El Tribunal tiene como plazo máximo el 5 de septiembre para emitir su fallo inapelable. De ser positivo para la coalición de izquierda, el Congreso nombraría (por mandato constitucional) un presidente interino que deberá convocar a elecciones en un plazo no menor de catorce meses. (La última vez que esto ocurrió en México fue en 1928.) En esos eventuales comicios, López Obrador estaría por tercera ocasión en la boleta. Y acaso la tercera sería la vencida. El país se colocaría en la ruta -conocida en América latina- de elegir a un redentor político, con la consecuencia de ver subvertido el orden democrático.
Pero las posibilidades de un fallo que favorezca a López Obrador son remotas. En términos de la actual ley electoral (aprobada en 2007 por todos los partidos) las principales causales de nulidad de una elección se concentran en irregularidades probadas en el 25% de las 143.132 casillas. Por eso, a sabiendas de que las faltas denunciadas en esas casillas por los propios representantes de la coalición fueron mínimas (441) y de que el exhaustivo recuento del 54,8% de las casillas acrecentó levemente el margen de Peña Nieto, en su alegato ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, la coalición de izquierda tomó otra vía, según la cual "la elección presidencial del 1° de julio careció de libertad y autenticidad como establece el artículo 41 de la Constitución". Su argumento principal es la compra de votos por parte del PRI y el sesgo positivo (previo a la elección) en la cobertura de la televisión privada al candidato Peña Nieto.
Antes de especular sobre lo que pudiese ocurrir en México a partir del fallo, hay que llegar a ese 5 de septiembre en un ambiente de paz, y nada lo asegura. Según me confesó Arturo Núñez (su mayor asesor legal, un político serio, actual candidato triunfante a la gubernatura de Tabasco) López Obrador le dijo: "Este país no avanza con procesos electorales, avanza con movilizaciones sociales". Tras su negativa a aceptar los resultados de la elección, un sector de la población (en particular, parte del estudiantado de la ciudad de México) agraviado por su percepción de un fraude, puede prender la mecha o ser víctima de la violencia. Y lo último que necesita este país acosado por el crimen organizado y el narcotráfico es la irrupción de la violencia política. López Obrador se ha protegido retóricamente contra ese desenlace repitiendo que su movimiento es "en defensa de la democracia" y es pacífico. Pero se trata de un lenguaje orwelliano: el mensaje y el tono son agresivos. Está jugando con fuego.
Si llegamos a esa fecha en relativa calma y el laudo es adverso, no es imposible que López Obrador lo acate, pero parece muy difícil. Dependiendo de la intensidad de las protestas en las calles, lo más probable es que opte por subir el tono en espera de una chispa que desestabilice la situación y la haga estallar como ocurrió, señaladamente, en Bolivia, cuando un presidente en funciones tuvo que renunciar por la presión social, abriendo el paso a Evo Morales, un redentor de la misma especie política que López Obrador. En México, desde 1934, un nuevo presidente ha asumido el poder cada seis años. Es una trayectoria sin precedente en América latina. Si esa continuidad se rompe, podríamos tardar años en recobrarla.
Si prevalece la sensatez (sobre todo entre la izquierda, que ha ganado la Jefatura del Distrito Federal, dos gubernaturas y es ahora la segunda fuerza en el Congreso) y sus propios compañeros lo persuaden de aceptar el fallo, López Obrador retomará el liderazgo de Morena y se dedicará a obstaculizar con movilizaciones permanentes los eventuales acuerdos que se alcancen en el Congreso para pasar las reformas en materia energética, fiscal y laboral. Aunque seguirá teniendo un papel relevante en la escena política, su influencia iría menguando rumbo a las próximas elecciones, en las que la izquierda podría optar por un candidato moderado que atraiga a los sectores de la clase media que López Obrador ha alejado definitivamente.
Volviendo al cuento de Kolakowski, ¿quién es la niña de adelante? La niña que lleva la delantera es la democracia. Muchas veces ha estado tentada a desertar, así de intensa y amenazante es la voz de López Obrador y los megáfonos que la amplifican. Pero en México la democracia no ha abandonado la carrera.

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