domingo, 26 de agosto de 2012

Los empresarios de Brasil y los de acá. Por Gonzalo Neidal


Entre otras diferencias más obvias, Brasil y Argentina cultivan una que puede resultar decisiva, proyectada hacia el futuro: tienen distintos criterios respecto del rol de los empresarios y del capital privado en la economía nacional. Los empresarios parecen tener un status distinto en uno y otro país. Y de ahí se deriva también una diversa relación entre ellos y sus respectivos gobiernos.

El gobierno argentino actual considera a los empresarios casi como enemigos del país. Aunque se declara que no es pecado ganar dinero y que está bien que eso forme parte de la aspiración de los empresarios, en los hechos la clase empresaria son “las corporaciones”, es decir, un sector que tiene una visión limitada a sus propios intereses sectoriales, corporativos, a los que defienden por encima del interés nacional y aún a costa de él.
El interés de los empresarios, su avidez de ganancia, su intención de ganar dinero es motivo de crítica, si no de desdén y condena. Tal el concepto que reina hoy en el país. Recuerdo que el periodista oficialista Horacio Verbitsky, al referirse al ahora Jefe de Gobierno de la Capital Federal, en medio de una campaña electoral, lo hacía utilizando diversos calificativos que él consideraba deshonrosos. Entre ellos incluía “empresario”, “hombre de negocios”, “hombre de empresa” y similares. Lo hacía con ánimo peyorativo pues en el canon de la intelectualidad argentina, dedicarse a producir y a ganar dinero es una actividad menor y ciertamente deleznable. Nuestros intelectuales siempre han estado un poco desentendidos acerca de dónde sale el dinero, incluso el que sirve para pagar sus propios sueldos. Actúan como quienes piensan que los pollos provienen del supermercado y los niños, de París.
En tiempos del finado Néstor Kirchner, en algún momento inicial de su gobierno, se comenzó a promover la idea de la necesidad de una “burguesía nacional”, entelequia sociológica que usualmente alude a una moderna clase de empresarios industriales, de aquellos que idealizó Joseph Schumpeter: empresarios audaces, creativos, arriesgados, luchadores, esforzados. En definitiva, esos industriales sin los cuales ningún país resulta exitoso. Industriales como los que describe Ayn Rand en La rebelión de Atlas.
Una clase industrial y empresaria ambiciosa y fuerte se corresponde con un país poderoso. Salvo, claro está, que la idea que tengamos de sociedad consista en un estado que reserve para sí el núcleo más decisivo de las inversiones en empresas industriales y de otros sectores.
El Perón de los años ’40 fue visto como el impulsor de la industrialización y el promotor de un sector industrial que tomara en sus manos la tarea modernizadora que supone la generalización de los emprendimientos industriales en el país. Frondizi y Frigerio continuaron con esa idea y añadieron, en su esquema, al capital foráneo. Pues bien, pasados los años, lo que hemos obtenido, apenas, son empresarios como De Mendiguren, mendicantes, que buscan el calor y la protección del estado, al que le reclaman desde “tipos de cambio competitivos” hasta aranceles elevados, créditos baratos y cuanta ventaja pueda ocurrírseles.
El gobierno trata a los empresarios como a enemigos y no como protagonistas esenciales en la construcción de un gran país. Busca doblegarlos y sumarlos a su visión del país y parcialmente lo consigue a costa de prebendas y ventajas de diverso orden. Los intelectuales oficialistas apuntan sus discursos contra “las corpos”, forma canchera de aludir al empresariado con conciencia de clase y con ambición de defensa de sus intereses.
A tenor por las primeras informaciones que se conocen de los recientes anuncios de la presidenta Dilma Rousseff, su idea del crecimiento económico de Brasil incluye en un lugar privilegiado el aporte que pueden hacer los empresarios e inversores de su país. El inmenso plan de obras pensado incluye miles de kilómetros de ruta y de red ferroviaria y no podría ser realizado sin el aporte de los inversores locales e incluso extranjeros. Habrá que esperar a ver su implementación.
Pero alguna idea podemos darnos si repasamos cómo resolvió Brasil el caso concreto de Embraer, su empresa de fabricación de aviones, una de las cinco primeras del mundo en su sector, en este momento.
Embraer fue privatizada hacia 1994, bajo la presidencia de Fernando Cardozo cuando éste advirtió que su potenciación requería el aporte del capital privado pues el estado ya había dado a ella todo lo que podía. Convocó entonces a tres grupos empresarios (dos locales y uno europeo) que se hicieron cargo de la empresa con el resultado conocido: un éxito completo. Mientras tanto, Argentina, que le llevaba décadas a Brasil en materia aeronáutica, ahí sigue empantanada en un taller de mantenimiento de aviones que siempre amenaza con producir aviones a gran escala pero nunca lo hace.
Ahora tenemos suficiente perspectiva como para juzgar qué pasó en uno y otro caso y tratar de extraer de esa experiencia las razones del triunfo ajeno y del fracaso propio. Podemos tratar de entender por qué en Brasil afloró una clase empresaria con vigor histórico y en la Argentina, en cambio, se multiplican los empresarios débiles y, lo que es peor y decisivo, carentes de ambición emprendedora y de envergadura como para moldear el crecimiento del país.
El rencor socialista hacia nuestros industriales y productores agropecuarios, es evidente, no ayuda a establecer un vínculo fructífero con ellos. Probemos dándole otro lugar en el proyecto de país que tengamos en mente. Claro que para ello tenemos que convencernos de un hecho elemental: que los empresarios inviertan y ganen dinero no es traición a la patria.


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