jueves, 27 de febrero de 2014

Juego de patriotas. Por Daniel V. González

La privatización de YPF fue la más controvertida de todas cuantas implementó el gobierno de Carlos Menem en los noventa. Es verdad que los críticos de las privatizaciones las rechazaron por completo y en todas las áreas: el petróleo siempre fue considerado un insumo estratégico y que, por lo tanto, debía quedar en manos del estado nacional. Eso, se supone, consolidaba la soberanía y, en consecuencia, fortalecía al país. Se consideraba que, en manos de empresarios privados, los intereses del país en ese rubro no se verían realizados y que ese hecho de un modo u otro afectaba la soberanía nacional y menoscababa las potencialidades del país.

Nada hace vibrar tanto la fibra patriótica nacional como el tema del petróleo. Es el territorio preferido para exaltar la vena nacionalista. Afloran ahí las palabras como “entrega”, “vendepatria” y similares. Se considera que la propiedad del subsuelo y la primacía o exclusividad en la explotación de una empresa estatal es lo decisivo, más allá aún que la eficiencia en la explotación del recurso.
La discusión de este tema tiene un largo recorrido en la historia nacional. Lo cierto es que desde su fundación hacia fines del primer gobierno de Hipólito Yrigoyen, Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) no ha satisfecho las necesidades de producción y explotación que el país ha tenido y tiene. Esto no significa ninguna opinión sobre la conveniencia o no de la propiedad estatal de la empresa. Es una simple constatación a lo largo de todos los años de su existencia.
El capital extranjero
El primer gran debate que se dio acerca de YPF y su capacidad productiva fue sin duda el que ocurrió poco antes de que Perón fuera derrocado en 1955. En los meses previos, Perón intentó cubrir el déficit energético con el aporte del capital extranjero: instrumentó un convenio con la Standard Oil de California, lo que causó el rechazo de todo el arco opositor (radicales, socialistas, comunistas, etc.) e incluso la resistencia de un sector de su propio partido. El tema formó parte de los condimentos que estuvieron presentes en el derrocamiento de Perón, poco tiempo después.
Arturo Frondizi, que lideraba un sector del radicalismo, escribió su libro Petróleo y política en el que se pronunciaba en contra de las negociaciones con el capital extranjero para la extracción de hidrocarburos. Una vez en el gobierno, hizo todo lo contrario a lo que había escrito pues la realidad le demostró la imposibilidad de centrar en YPF una explotación petrolera ambiciosa y efectiva para respaldar un proceso de industrialización como el que él promovía.
El radicalismo, con Illia en el gobierno, anuló los contratos. Hacia 1967, con Onganía en el poder, volvió a establecerse un vínculo con empresas extranjeras para la explotación petrolera. Años después, en 1986, al lanzar su Plan Houston, Raúl Alfonsín reconoció el error del gobierno radical de 1963 de anular los contratos firmados por Frondizi.
YPF, como muchas empresas estatales argentinas, no transitó por el camino de la eficiencia y la excelencia. Llegó a ser la única empresa petrolera cuyo balance arrojaba pérdidas. Su plantilla de personal, al momento en que se resolvió su privatización, era diez veces superior a la necesaria para cumplir su cometido. Sin rumbo, durante décadas de gobiernos civiles y militares, constitucionales y revolucionarios, la empresa estatal fue acumulando inconsistencias y problemas que llevaron a pensar que la mejor solución era su privatización.
Su paso a manos privadas fue apoyado por el grueso del peronismo en el poder. Entre los más entusiastas estuvo el difunto presidente Néstor Kirchner que, además, se vio beneficiado por una reliquidación de las regalías que aportaron a sus arcas la nada desdeñable suma de 500 millones de dólares que le permitieron potenciar su influencia nacional y fueron un empujón decisivo para su ambición presidencial.
YPF en los años K
Lo sucedido con la empresa estatal durante los gobiernos de los Kirchner ha sido revelador del descontrol y la corrupción de estos años de abundancia de recursos. Néstor Kirchner presionó a REPSOL para que permitiera el acceso de un inversor privado sin aporte de capital. El nuevo socio (que muchos legítimamente ven como un simple testaferro) pagaría con las utilidades que, en su condición de accionista, obtendría en la empresa. Una situación insólita que obligó a YPF a distribuir utilidades por montos superiores a los habituales en este tipo de actividad. Esta distribución exagerada de dividendos era necesaria para que el nuevo socio obtuviera recursos para pagar su participación. Una locura completa, propia de los descontroles de estos años y de la corrupción multimillonaria en que hemos vivido alegremente.
En eso consistió el vaciamiento: en la distribución obligada de utilidades y el consecuente endeudamiento para implementarla. Cada uno de los balances en los que se evidenció esta maniobra dañina fue firmado por el representante del estado nacional. Está claro que, si hubo vaciamiento, fue consentido por el gobierno de los Kirchner.
Luego, la historia reciente. La situación de YPF y el conjunto de la política petrolera trajo graves consecuencias al país, llevándonos de la condición de exportadores a la de importadores netos, con graves condicionamientos para el conjunto de la política económica. En la desesperación, llegó el giro patriótico y el gobierno ocupó la empresa, echó a los españoles y amenazó con pagar monedas. La acusó de vaciamiento e improductividad. Pero el gobierno tuvo permanentemente en sus manos los mecanismos de control y de monitoreo de la empresa española.
Con el paso de los meses, comenzó a verse la inconveniencia del arranque nacionalista. O, cuanto menos, su baja efectividad. YPF cuenta con un importante yacimiento, el de Vaca Muerta, de petróleo no tradicional (shale oil) que necesita una tecnología de explotación controvertida, el fracking, consistente en micro explosiones subterráneas a fines de acceder al preciado recurso. Para su explotación se requieren cuantiosas inversiones y varios años de trabajo. El país, por supuesto, no está en condiciones de instrumentar semejante proyecto por su propia cuenta. Necesita la concurrencia del capital extranjero.
Claro que con los antecedentes de YPF, apenas una empresa (Chevron) respondió al llamado del gobierno. Y con un capital mínimo en relación con el que se necesita. Este aporte se hizo en condiciones que se han mantenido ocultas pero que, se estima, no dejan a buen resguardo la soberanía nacional, al menos en el concepto en que ella ha sido esgrimida durante todos estos años desde el relato oficial.
En otras palabras: la situación a la que fue llevada YPF durante los años de Repsol es, en sus rasgos esenciales, atribuible al gobierno. La privatización torpe en nombre del interés nacional, fue inconveniente y por eso llegaron un necesario cambio de rumbo. La firma del convenio con la empresa española hace un par de días es la concreción de esa rectificación que pone una cuota de sensatez y seriedad a un gobierno que hoy aspira a hacer buena letra en el mercado internacional de capitales.
En buena hora que el gobierno se rectifique en esta dirección. Lo hace más razonable y menos imprevisible a los ojos del mundo. Esto se suma a otra medida que fue tomada en YPF, también a favor de una mejora en la empresa: la designación de Miguel Galuccio como titular de YPF también denota una intención de poner en manos profesionales y fuera del ámbito estrecho de manejos subordinados a la política, un recurso tan importante como el petróleo. Conducción empresaria profesional y capacitada sumado a previsibilidad, pueden ser las claves para que el capital extranjero confíe en YPF y se decida a invertir para ayudarnos a sacar el petróleo que el país necesita.
Más allá del discurso patriótico que excita a los chicos de La Cámpora, la solución de los problemas –está claro- pasa por otro lado que tiene que ver más con el mercado que con las pasiones adolescentes.

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