domingo, 17 de enero de 2010

El ocaso de un populismo sin amor. Por Eduardo Fidanza


(Publicada en La Nación. Domingo 17 de enero de 2010).


El torpe manejo del episodio del Banco Central es una prueba más y confirma un curso inequívoco. Asistimos al crepúsculo del Gobierno. Una administración fuerte, que dejará huellas. El kirchnerismo marcó la agenda política de los últimos años, contribuyó a sacar al país de una de las peores crisis de su historia y lega graves secuelas por haber menospreciado las instituciones y fomentado la división de la sociedad.
Si nos atenemos a la ciencia política, detractores y defensores del Gobierno podrían acordar en un punto: la saga de los Kirchner fue desde el principio una expresión típica del populismo. El problema es que no resulta fácil ponerse de acuerdo acerca de la valoración de este fenómeno. Como en otros casos polémicos, existen hoy dos bibliotecas. Sin embargo, lo más usual ha sido condenar a los regímenes populistas, bajo el supuesto de que constituyen una forma confusa, irracional y dañina de ejercer la política.
La publicación entre nosotros, en 2005, del libro La razón populista , del reconocido politólogo argentino Ernesto Laclau, sacudió los supuestos de la impugnación del populismo. Con audacia y un denso fundamento teórico, Laclau argumentó que el populismo no es una patología, sino una lógica de construcción de lo político, compatible con la democracia, a la que deben reconocérsele coherencia y racionalidad.
Laclau afirma que las chances del populismo se acrecientan cuando existen crisis de representación, debilidad institucional, inestabilidad económica e injusticia social. El populismo no prospera en sociedades con instituciones fuertes y una distribución relativamente equilibrada de los ingresos. Es más probable en América latina, Asia y Africa que en el norte de Europa o Canadá.
¿Cómo se estructura la lógica populista según Laclau? A través de una secuencia de este tipo: 1°) Una serie de demandas sociales heterogéneas no pueden ser atendidas y resueltas por el sistema político vigente. 2°) Las demandas distintas se vuelven equivalentes, organizándose bajo consignas que remiten a principios generales, como "justicia", "paz", "orden", etcétera. 3°) Un líder cristaliza y unifica las demandas instituyéndolas como reivindicaciones de un "pueblo". 4°) El movimiento así constituido traza una frontera inestable, pero excluyente, que divide a la sociedad. 5°) La lucha que se desarrolla es un combate por la hegemonía, lo que significa que el "pueblo" sólo conseguirá su objetivo cuando logre representar al conjunto de la sociedad.
La construcción populista tiene, según Laclau, un requisito fundamental. Es el afecto. No se puede constituir un "pueblo", nominarlo y otorgarle una misión universal sin adhesiones profundas, sin amor duradero. Debe establecerse esa relación entre el líder y sus seguidores. Esto lo sabía muy bien Evita cuando se refería al vínculo indestructible entre ella, el pueblo y Perón.
Como se ha señalado, la caracterización teórica de Laclau es compatible en muchos tramos con el proyecto kirchnerista. En primer lugar, la crisis de 2001 creó las condiciones propicias: daño institucional, debacle económica, desorganización social, falta de autoridad. En segundo lugar, esa situación facilitó la conversión de reclamos diferentes en equivalentes. En aquel momento las demandas de los ahorristas expropiados, de los desocupados, de los reprimidos por la acción policial, de los despojados por los saqueos, se unificaron bajo la solicitud de orden, autoridad y justicia.
Néstor Kirchner supo avanzar con talento en el caos. Sus primeras intervenciones son asimilables a una gesta mítica, beligerante y maniquea, aunque inserta en un tempo realista: vamos paso a paso del Infierno al Purgatorio, sostenía. En ese discurso original pueden distinguirse dos tesis claves: 1°) La asignación de responsabilidades y la explicación del sufrimiento, según la cual el "pueblo" fue humillado y estafado por los poderosos en la década del 90. 2°) La reescritura de la historia argentina reciente, para afirmar que la desgracia había empezado el 24 de marzo de 1976 y sólo concluiría con el nuevo gobierno. Los logros de la democracia desde el 83 quedaban abolidos.
Esas vigas maestras sostenían promesas: restablecer la autoridad presidencial, crear un movimiento transversal con fuerzas sanas de los diversos partidos, terminar con la vieja política, lo que incluía una fuerte crítica al peronismo, al que Kirchner llamaba entonces "pejotismo". Con un crecimiento económico sideral, los argentinos aceptaron este discurso. No amaron a Kirchner, pero aprobaron masivamente su gestión. Y aunque algunos consideraran polémicos los contenidos de su propuesta, no puede negarse que parecían basados en ideales.
Fue sólo apariencia. En una segunda fase, Kirchner incurrió en al menos dos severas claudicaciones: frente a la inflación, falsificó las estadísticas públicas. Y ante necesidades electorales urgentes, se abrazó a los representantes más conspicuos de la vieja política municipal y sindical. Poco a poco los ideales fueron reemplazados por números: los discursos se poblaron de magnitudes -muchas de ellas apócrifas- para sostener la vigencia de las políticas del Gobierno.
La tercera fase fue Cristina. Con ella se consumó la falta de amor. Al poco tiempo de iniciada su gestión empezó a constatarse la cruel distancia que la separaba de la sociedad. Desde el segundo cinturón del Gran Buenos Aires hasta Recoleta se le dirigió, con pocas excepciones, la misma objeción: soberbia, distanciamiento, intención moralizante y didáctica, producción escénica y propensión a viajar y ausentarse. Es posible que Cristina haya pagado las consecuencias del machismo argentino. Pero el razonamiento es discutible: la sociedad chilena, no menos machista que la argentina, quiere y respeta a su presidenta.
Lo que se insinuó en la segunda parte del gobierno de Néstor se volvió una constante en el de Cristina: sólo los superávits gemelos, el ritmo de las exportaciones, los índices (sospechados) de crecimiento económico, empleo, pobreza e indigencia sostuvieron el discurso presidencial. De los ideales ni noticia. Tampoco se observaron manifestaciones espontáneas de apoyo al Gobierno. El maltrato metódico a funcionarios y gobernadores completó el cuadro.
La dinastía de los Kirchner languidece, entre otras razones, por falta de amor. Si no interpreto mal a Laclau, es una carencia trágica. Siendo figuras polémicas, no les ocurre eso a Hugo Chávez ni a Evo Morales. Una parte considerable del pueblo los quiere y está dispuesta a defenderlos.
Cristina y Néstor se quedan solos. Sus últimas batallas tienen un denominador común: pelean por "cajas", se baten por plata. Creen que el dinero, bajo la forma de subsidios, superávit o producción de automóviles, les devolverá la gracia. Si fracasan, ya están designados los culpables: serán los medios de comunicación. De nuevo, el argumento es débil: otros populismos enfrentan parecidas oposiciones y, sin embargo, con apoyo popular avanzan en sus programas. Perón se jactaba de haber ganado elecciones con los diarios en contra.
La invocación del pueblo tiene sus requisitos. Y sus trucos. Pero los líderes cabales no confunden calidad con cantidad. En los Manuscritos de 1844, Karl Marx recordó, al referirse a la falta de equivalencia entre el amor y el dinero, una verdad elemental: "Sólo puedes cambiar amor por amor, confianza por confianza".
El problema de los Kirchner no son los medios de comunicación ni las cajas. El déficit está en otra parte. Es la ausencia de afecto, el nervio que articula la lógica populista.
El autor es director de Poliarquía Consultores.


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