sábado, 4 de julio de 2009

Un nuevo rumbo. Daniel Vicente González

Un año y medio atrás, Cristina Kirchner accedía a la presidencia de la Nación con el 46% de los votos de todo el país y su marido, Néstor Kirchner, se retiraba de su mandato con el 70% de imagen positiva, según algunas encuestas.
¿Qué sucedió para que el 28 de junio su poder se desplomara de un modo tan contundente? ¿Cómo fue que, resignados a concentrar todas sus fuerzas en el conurbano bonaerense, obtuvieran ahí una victoria parcial, tan módica que impidió revertir las cifras desfavorables del resto de la provincia de Buenos Aires? ¿Cómo fue, en definitiva, que el poder electoral de los Kirchner se licuó en tan poco tiempo?

La derrota del gobierno nacional el 28 de junio fue amplia y extendida, aunque luego la presidente haya intentado convencernos de que, en realidad, el gobierno ganó en la suma total.
· Perdieron por dos puntos y medio en la Provincia de Buenos Aires, donde en los dos últimos comicios legislativos habían triunfado por una diferencia de 28 y 26 puntos.
· En los tres distritos electorales que le siguen en importancia (Córdoba, Santa Fe y Capital Federal), las listas oficialistas obtuvieron alrededor del 10% de los votos.
· Fueron derrotados en Mendoza, a manos del vicepresidente Julio Cobos.
· Y además, por primera vez en muchos años, fueron derrotados en Santa Cruz.

Los tiempos de gloria
La devaluación realizada por Eduardo Duhalde y la formidable alza de los precios internacionales de los commodities agrarios, abrió las puertas para un crecimiento económico a tasas chinas, para Argentina y para otros países del mundo.
El motor del crecimiento residía en el G2 (Estados Unidos y China). La demanda mundial de alimentos impulsada por la incorporación anual de decenas de millones de consumidores de China e India encontraba un eco en la economía norteamericana, donde el crédito barato y a largo plazo jugaba un rol decisivo para sostener y prolongar un proceso de crecimiento que ya mostraba algunos problemas.
Es razonable que, ante el éxito económico de un crecimiento formidable, Kirchner no resignara la pretensión de atribuirlo al “modelo”. Vivíamos en el mejor de los mundos posibles: superávit en el comercio exterior y en las finanzas nacionales, esto último debido a que una porción creciente de la renta agraria iba a parar a las arcas fiscales vía retenciones.
La holgura productiva y fiscal, posibilitaba la hegemonía política y, claro está, la adhesión popular. Eran los tiempos de gloria en los que se pergeñó la idea del 4x4: cuatro períodos presidenciales consecutivos, alternándose ambos cónyuges en la Casa Rosada.
Pero el “modelo” comenzó a deteriorarse. Afloró la inflación, que carcomió la ventaja exportadora obtenida con la devaluación. El llamado “tipo de cambio competitivo” fue desapareciendo con el paso de los meses y el crecimiento de los índices inflacionarios que el Indec se empeñaba en ocultar. Comenzaron los problemas.

El conflicto con el campo
Sin embargo, había todavía un ancho camino hacia la consolidación y ampliación de los logros económicos de esos años. A comienzos de 2008, la marcha firme de la economía mundial vaticinaba un aumento importante de los precios agropecuarios. Se pensaba, por ejemplo, que la tonelada de soja podía llegar a los 1.000 dólares.
Ante cada aumento de los precios internacionales, el gobierno daba una vuelta de tuerca a las retenciones, recibiendo la queja creciente del sector agropecuario. La Resolución 125, instrumentada en marzo, buscaba fijar un sistema automático de retenciones, que le ahorrara al gobierno el pagar costos políticos ante cada aumento de las retenciones. El mecanismo establecía un incremento creciente del tributo a las exportaciones, a medida que el precio internacional subía. El esquema resultó inadmisible para el campo y llegó la rebelión agraria. Fue el 11 de marzo de 2008.
Y a partir de ese momento, ya nada fue igual.
La reacción del gobierno estuvo impregnada de ideología, de pura ideología rancia cuarentista. Señaló a los chacareros como a la oligarquía rediviva, los acusó de golpistas, de pretender quedarse con toda la torta de la distribución del ingreso que el gobierno proclamaba querer repartir entre los pobres.
El intento de apelar al antiguo esquema de las “fuerzas nacionales” en lucha contra “los personeros del atraso agrario” cayó en saco roto. Es que, en medio siglo, el país había cambiado sustancialmente. Los tiempos de la vieja oligarquía improductiva, la de los latifundios de baja productividad se había ido. En su reemplazo, existe ahora una poderosa burguesía rural, altamente tecnificada que en los últimos treinta años se ha posicionado en la cúspide de la productividad agraria mundial, a fuerza de cosechadoras modernas, siembra directa, agroquímicos, fertilizantes, computación, ingenieros agrónomos y conceptos empresariales propios de un capitalismo moderno, alejado de los viejos conceptos rentísticos.
El conflicto, lo sabemos, terminó con la derrota oficial a través del tímido voto “no positivo” del vicepresidente de la Nación, que percibió mejor que los Kirchner las presiones que provenían de la sociedad real. El debate parlamentario significó también el comienzo de un cisma en el partido oficialista: Carlos Reuteman y Felipe Solá abandonaron el barco y numerosos diputados y senadores justicialistas se negaron a sumar su voto a un conflicto que amenazaba con profundizarse con consecuencias imprevisibles.
Amplias franjas urbanas se sumaron a la inmensa mayoría de la población rural en el reclamo de una política que tomara en cuenta los nuevos datos de la estructura productiva nacional e incorporara a los ruralistas en la construcción de una nueva política a tono con los tiempos que corren.
El conflicto agrario cambió la relación de fuerzas en la política argentina y desplazó una franja de la voluntad popular hacia la oposición que busca una salida que supere el concepto kirchnerista anclado en los parámetros económicos y sociológicos de la posguerra.
Derrotado en el Senado, donde contaba con mayoría propia, abandonado por elevados referentes políticos y por aliados de distintos partidos, el gobierno pensaba que las elecciones previstas para octubre de este año serían la ocasión ideal para ajustar cuentas con la oposición y para demostrar que su poder permanecía intacto al menos en el mítico conurbano bonaerense, con el cual pensaba torcer la voluntad opositora del resto del país productivo, que le era manifiestamente desfavorable.

La crisis mundial, la nueva situación
El estallido de la crisis de las hipotecas en los Estados Unidos y su propagación mundial, se agregó a los problemas que presentaba su propio y simple esquema económico. La caída del comercio mundial y la contracción del mercado interno aumentaron la inquietud acerca de la presencia de un escenario asaz desfavorable para el lejano octubre. Era necesario adelantar las elecciones para junio. Y lo hicieron.
La campaña electoral se planteó como una cuestión de vida o muerte para el gobierno. Había que elegir, proponía, entre su “proyecto productivo” o “el regreso a los noventa”, década que se pretendía estigmatizar como de destrucción del aparato productivo nacional. Los que estaban con el gobierno, luchaban a favor de la producción, de una mejor distribución del ingreso, de la expansión económica y difusión del empleo. Los opositores, pretendía el gobierno, querían volver a la economía agraria, al neoliberalismo, a la hegemonía oligárquica, a la crisis del 2001.
El panorama pintaba, de todos modos, como de un retroceso electoral generalizado para el oficialismo. La única esperanza residía en el conurbano bonaerense, que le permitiera obtener un triunfo aunque sea por un voto en los cómputos totales de la Provincia de Buenos Aires. Esto permitiría, según la curiosa visión de los Kirchner, mantener la vigencia del proyecto, restablecer la lozanía del gobierno e, incluso, pensar con esperanzas en el 2011.
Algunos analistas políticos planteaban la necesidad de desdramatizar las elecciones pues, consideraban, se trataba de comicios de mitad de mandato que apenas influirían en la composición de las cámaras legislativas. Sin embargo, gobierno, oposición y votantes sabían muy bien que el 28 de junio se votaba algo más importante: el rumbo del país y, de un modo implícito, el destino de las elecciones presidenciales de 2011.
“Está en cuestión el modelo”, decía el gobierno.
Y era, efectivamente, así.
Pero algo más que eso: la posibilidad de ejercer la política de un modo más amplio e inclusivo, la chance de terminar con un estilo de gobierno fundado en el apriete, la coacción, la ignorancia del federalismo, la soberbia y niveles de corrupción nunca vistos en la historia nacional.
Había en pugna dos modelos en lo económico. Pero también en lo político.

El significado de la contienda electoral
Si quisiéramos escandalizar a los intelectuales y militantes que rodean a los Kirchner, podríamos decir que la movilización del campo fue una suerte del 17 de Octubre del siglo XXI.
El 17 de octubre de 1945 consagró la irrupción de nuevas fuerzas sociales y económicas que, silenciosamente, había anidado la sociedad argentina a partir de la crisis mundial de 1930. El proteccionismo defensivo, primero y la Segunda Guerra Mundial habían generado una industria liviana volcada al mercado interno cuyos trabajadores se sumaron a los de las ya existentes, vinculados al conglomerado agro exportador (frigoríficos, ferrocarriles, etc.). El peronismo expresó este proceso de modernización de la estructura productiva, que dejaba atrás el país puramente agrario y se atrevía –en consonancia con la época- a abrazar el camino de la industrialización.
Sesenta años después, ya no es la industria el símbolo exclusivo de la modernización económica. Ni el principal: el peso de la industria en el PBI total disminuye en todos los países. Ya no es la industria el decisivo modo de medir el crecimiento. Crecientemente, son los servicios los que generan los nuevos puestos de trabajo. Es Bill Gates y no un magnate de la industria automotriz el hombre más rico del mundo. Bancarios, gastronómicos y camioneros son los gremios más importantes del país, no los metalúrgicos. Otro dato revelador del nuevo perfil económico del país es que el gremio de los trabajadores rurales multiplicó por diez su cantidad de afiliados mientras que las ramas tradicionales vinculados a la metalurgia sufrió el proceso inverso.
Pero además de todo, y de un modo imperceptible hasta marzo de 2008, el agro argentino fue el centro de cambios destinados a transformar la estructura productiva en su conjunto. La incorporación de maquinarias de punta, agroquímicos, fertilizantes, la técnica de siembra directa, las semillas adaptadas genéticamente, impulsaron la producción hasta niveles nunca imaginados. Este fenómeno de alto componente tecnológico permitió extender la frontera agraria e incorporar a la producción tierras marginales, otrora de baja productividad.
Las demandas de China e India impulsaron los precios internacionales y encontraron a la Argentina –gracias a una adaptación tecnológica que llevó varias décadas- en condiciones de dar respuesta y, en consecuencia, de beneficiarse por las ventajas que ofrecía el mercado mundial.
Esta burguesía agraria altamente tecnificada es la que irrumpe en marzo de 2008 y está en el centro de la alianza social que arrastra al gobierno hacia la derrota del 28 de junio.
En definitiva, la formidable rebelión rural, con cortes de ruta en centenares de lugares en todo el país, si bien carece del encanto épico de la movilización de los trabajadores industriales lavándose los pies en la Plaza de Mayo, ha tenido un efecto similar: torcer el rumbo de la historia nacional hacia un encuentro con el mundo moderno.

El movimiento nacional, antes y ahora
Conforme al esquema ideológico de los cuarenta –el paradigma de la posguerra- las fuerzas sociales de la industrialización configuraban el “frente nacional” opuesto a la vieja sociedad agraria liderada por los intereses vinculados al sistema fundado en 1880, con la incorporación de Argentina al mercado mundial en su condición de proveedor de alimentos.
De un lado, los industriales nacionales, los obreros industriales, la exigua peonada rural, las clases urbanas empobrecidas, constituían el núcleo dinámico de la sociedad industrial que pugnaba por aflorar de la mano de Perón, el líder político que supo interpretar su tiempo y enderezó la fuerza del estado en la dirección del progreso histórico.
Del otro lado, el agro latifundista e improductivo y el sistema ligado a la estructura agro-exportadora que pugnaba por mantener a la Argentina en el viejo esquema de la división internacional del trabajo, indiferente a la industria y sin política para los nuevos protagonistas de una sociedad en plena transformación.
Cabe preguntarse si, sesenta años después, permanece incólume este alineamiento social y, además, si son válidos aún los parámetros ideológicos y políticos trazados hace más de medio siglo.
A comienzos del siglo XXI, la realidad económica y social de la Argentina ha cambiado de un modo sustancial. Y el núcleo de esos cambios está afincado en el sector agrario, centro de la innovación tecnológica y de la transformación productiva. El intento de industrialización liderado por el estado y las empresas públicas, entró en crisis y su impotencia fue manifiesta durante décadas. La ineficiencia del sector público y la inflación, además del endeudamiento, fueron los síntomas de un proceso que debe su fracaso a razones propias del esquema más que a cualquier otro motivo.
Los nuevos datos sociales y económicos de la realidad deben hacernos repensar cuáles son las fuerzas sociales más dinámicas, las que pueden liderar la transformación de la sociedad argentina y cuáles las que, más allá de los discursos que derraman progresismo y nacionalismo económico, configuran en los hechos el núcleo donde se atrinchera el status quo, la resistencia al cambio y al progreso social y económico. Lo que el oficialismo denomina, con cierto desprecio, como “polo agrario”, no es sino un conglomerado de intereses entrecruzados que incluye, por supuesto, a los productores rurales pero también a gran cantidad de pequeñas y medianas industrias proveedoras de maquinarias y equipos para el sector, múltiples comerciantes, proveedores de semillas, agroquímicos y diversos servicios agropecuarios, gran cantidad y diversidad de técnicos y profesionales del rubro, talleres, fabricantes de piezas, mecánicos, proveedores de tecnología, arrendatarios, peones rurales y la amplia gama de hombres y mujeres de distintas actividades que en las ciudades y pueblos del interior, se nutren y a la vez aportan a la actividad agropecuaria. Hoy, el “cluster” agrario está atravesado de una punta a la otra por la industria y la tecnología que ponen a la Argentina en la cúspide de la productividad agraria, industrial y de servicios en el sector.
En tal sentido, el 28 de junio ha sido la expresión electoral de un nuevo país que afloró durante la crisis agraria. Los derrotados de esa jornada electoral, con variaciones, están encadenados a un proyecto político y económico que prescinde de la realidad mundial y local, e intenta sofocar un curso de los acontecimientos que, de todos modos, ha hecho su irrupción demoledora.

El pensamiento setentista
En el análisis de los resultados electorales, el gobierno es presa de un modo setentista de pensar los acontecimientos, impregnado de voluntarismo e incapaz de elevarse al análisis de los contextos que explican su derrota.
“Perdimos por muy poquitos votos” es una frase que ingresará a la historia. Encierra un concepto de la política: Kirchner pensaba que si hubiese ganado “por poquitos votos” estaba salvado ya aunque con un colosal retroceso electoral en Buenos Aires y el país, si hubiese resultado ajustadamente ganancioso en la principal provincia, le hubiera permitido continuar con la fantasía de que podía gobernar con un tercio de adhesiones.
La furia de Kirchner contra los intendentes del conurbano, también abona la pretensión de una explicación simplemente coyuntural y anecdótica del resultado electoral, el pensamiento que un mayor esfuerzo y compromiso de los punteros, habría logrado torcer el resultado electoral.
En la misma dirección ha ido la presidente al explicar, con gracia tautológica, que el resultado electoral fue consecuencia de “un cambio en la voluntad de la gente”, fórmula asaz elusiva que le permite zafar de la inquisitoria periodística pero que deja todo sin explicar.
De igual modo, muchos analistas políticos que asesoran al gobierno, como Horacio Verbitsky de Página 12, se reiteran en eludir el significado de la derrota electoral kirchnerista y prefieren circunscribirse a un análisis “micro” del resultado electoral. Dice el periodista: “El bloque agrario parecía haber conseguido en las elecciones de ayer una victoria de alcance nacional, que implicaría una regresión profunda en el panorama político del país”. Al momento de escribir, el autor no conocía todavía los resultados definitivos y abrigaba la esperanza de que los resultados cambiaran, según confiesa.
Ahora bien, la simplificación que intenta Verbitsky (“bloque agrario”) resulta engañosa. Sobre todo para él. ¿Cómo podría un puñado de chacareros liderar una derrota al poderoso oficialismo kirchnerista? Probablemente Verbitsky conciba la política como un simple arte de manipular a los votantes, arte en el que “el bloque agrario” resultó más exitoso que Kirchner. ¿Cuánta soja se siembra en Santa Cruz? ¿Cuánta en la Capital Federal? Apenas atina a señalar, en su análisis, que la Resolución 125 otorgaría hoy mejores precios a los productores que las retenciones fijas. Explica que la derrota se debió a “poderosos intereses” pero no se anima a asomarse –su formación “montonera” se lo impide- al significado de los votos populares, al hecho de que De Narváez obtuvo altos porcentajes de votantes en el conurbano bonaerense, centro histórico de los núcleos sociales que apuntalan al peronismo.
Tampoco otro analista oficial como Eduardo Aliverti intenta explicar aunque sea mínimamente el porqué de la derrota de los Kirchner. Se conforma con decir que “la sociedad votó a la derecha”. Y se regodea, como Cristina al día siguiente, con los números de una presunta primera minoría nacional que no existe si se toman los hechos con criterio dinámico. En efecto, al clausurar las posibilidades políticas futura de los Kirchner, los votos obtenidos, se esfuman como arena entre los dedos. Los votos del 28 de junio, al igual que los punteros, intendentes y activistas del kirchnerismo en todo el país ya han comenzado a desplazarse y reacomodarse hacia los referentes políticos que se vislumbran con posibilidades de éxito en el futuro, con vistas a 2011. Es la etapa más cruel de la derrota política. Un ejemplo simbólico es el gobernador triunfante de Chubut, hombre de Kirchner y cuyos votos los kirchneristas suman como propios en sus análisis. Das Neves estuvo al lado de Kirchner cuando éste, como presidente del Partido Justricialista, pronunció un duro discurso contra el campo, durante la crisis de 2008. Pese a sus antecedentes de tirante lealtad, Das Neves acaba de declarar que “el kirchnerismo está muerto”. Y es, efectivamente, así.
El análisis que hace Aldo Ferrer de los comicios es, cuanto menos, decepcionante. Aunque con la tibieza propia de un economista, Ferrer suscribe el “modelo”, al que adjudica el crecimiento, con prescindencia de los vientos favorables de la economía mundial. Embanderado con la industrialización, que es algo que estamos lejos de criticar, lo hace conforme a la matriz clásica: tipo de cambio elevado (lo que significa siempre menores salarios) y transferencia de recursos sin límite desde el sector agropecuario. Agrega a esto los tipos de cambio diferenciales, sine die, como un modo permanente de apoyo a una industria que no ha mostrado, en décadas, responder con eficiencia a los estímulos provenientes del estado. Ferrer quedó, a la orilla del camino, encareciendo una devaluación que saque a los industriales de la complicadas situación que viven y que les ahorre el duro trabajo, que lleva décadas, de construir una industria competitiva.

El ADN del kirchnerismo
Es curioso lo que sucede con el kirchnerismo. Su construcción política, a partir del 21% de los votos obtenidos en la primera vuelta electoral de 2003, se asentó en un impostado regreso a la ideología y obsesiones de los setenta. Primero, la exhumación de la dictadura militar como un gorila enjaulado para que los militantes guerrilleros derrotados en aquellos años la escarnecieran y canalizaran sus resentimientos y venganzas con treinta años de demora. La política de derechos humanos le permitió al kirchnerismo rodearse de un núcleo duro de militantes de izquierda que deambulaban sin rumbo después de la caída del Muro del Berlín, de la implosión de la Unión Soviética y de una década de los noventa que había reordenado la sociedad argentina de acuerdo a nuevos y modernos parámetros.
Una gran parte de la izquierda de los setenta se sumó al alfonisinismo durante los ochenta y se apartó de él con la promulgación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Luego militó contra Menem en los noventa, se sumó a la Alianza entre Chacho Álvarez y De la Rúa y terminó desembocando en el kirchnerismo, ilusionada por el espejismo de un retorno a aquellos años juveniles de revolución permanente y socialismo al alcance de la mano.
Claro que tuvo que descender un escalón en sus ambiciones. Y lo ha dicho claramente el politólogo Ernesto Laclau: ya el socialismo clásico, con dictadura del proletariado y posesión estatal de los medios de producción ya no tiene lugar en el mundo. Ahora –se pretende- es el tiempo de un nacionalismo con estatizaciones un poco al voleo, con empresas públicas recuperadas de la avidez imperialista, con subsidios indiscriminados y con una preocupación sentimental, cotidianamente declamada, por los pobres y marginados, que crecen por millares en el “modelo productivista” de los Kirchner aunque el Indec intente barrerlos debajo de la alfombra.
De modo tal que la izquierda, en cierto modo y con medio siglo de retraso, se volvió “peronista” en el sentido de que adhirió tardíamente al esquema ideológico fundacional del peronismo, el de la posguerra. En el caso de Kirchner, no se trata más que de otra impostura: nadie puede explicar cómo tanto nacionalismo no le impidió renovar los contratos petroleros anticipadamente hasta 2037 o sacar los dineros de Santa Cruz del país, sustrayéndolos al circuito de ahorro nacional, que tanto se defiende en las palabras.
Abandonado por el grueso de los votos del pueblo peronista, es probable que el kirchnerismo quede reducido a un círculo de militantes setentistas. Pero tendrá que disputar ese espacio con Pino Solanas, que se ofrece también como una encarnación de la política del primer peronismo, aunque sin el componente delictivo que posee el kirchnerismo. Allí irán a recalar, muy probablemente, los activistas del kirchnerismo. El polo Cobos-Binner, es probable, será el destino final de otra porción de esta franja del progresismo modelo Página 12.

Lo que queda atrás
Estamos lejos de pensar que la elección del 28 de junio significó solamente la puesta al día, en las urnas, de una nueva estructura productiva. Estuvieron en juego asimismo elementos políticos de diverso tenor que permanecían latentes y sofocados pero que también tuvieron su expresión relevante a partir de marzo de 2008.
La distribución de los recursos tributarios entre la Nación y las Provincias está en el centro del debate. Ello implica discutir el régimen de Coparticipación Federal pero también el estilo de gobierno según el cual la Nación impone condiciones a las provincias, las extorsiona y suma adhesiones a partir de su predominio financiero.
De igual modo está pendiente un debate sobre la relación de la Justicia con el ejecutivo. En los últimos años, un grupo de jueces ha sido utilizado como ariete en la lucha del gobierno nacional con la oposición.
La farsa del Indec es uno de los temas que mayor irritación causa entre los argentinos y, en su situación actual, forma parte de un mecanismo de mentiras que mantiene al país desinformado sobre temas tan sensibles como la inflación, la desocupación, la pobreza, la indigencia, y muchos otros.
Los superpoderes, que implican la inexistencia del presupuesto nacional, es otro de los temas que seguramente serán modificados por la nueva relación de fuerzas existente en la sociedad argentina.
El temperamento atrabiliario de Néstor Kirchner no ha sido ajeno a su fracaso político. Pero, más que un rasgo azaroso de personalidad, parece más bien el perfil adecuado e inevitable que debía revestir un primer mandatario para sofocar a las fuerzas más dinámicas de la sociedad, que pugnaban por aflorar y para enderezar al país hacia un camino sin destino histórico.
Afortunadamente, ahora todo esto ya forma parte de la historia.
Pero la tarea de las nuevas fuerzas nacionales recién comienza con esta victoria histórica.


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