jueves, 3 de marzo de 2011

Vargas Llosa y sus opiniones "inadecuadas". Por Daniel V. González


El bochornoso incidente entre los intelectuales del gobierno y el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa es muy revelador, no tanto de la intolerancia de los oficialistas sino de las dificultades crecientes que tiene el progresismo para imponer sus puntos de vista en el marco del sistema democrático.
Ya el año pasado, en la apertura de la Feria del Libro, los muchachos de Néstor y Cristina escracharon a dos escritores que presentaban libros que no eran del agrado del gobierno. Uno, el de Gustavo Noriega sobre el Indec; el otro, el de Hilda Molina, sobre Cuba. Y ahora el episodio casi se repite con el intento, por parte de un grupo de intelectuales afines al gobierno, de impedir que Vargas Llosa realice la apertura de la tradicional Feria del Libro de Buenos Aires. Afortunadamente, a último momento, la presidenta, que sabe que en un año electoral le conviene mostrarse democrática y tolerante, criteriosamente abortó el intento.


Dejemos de lado por un momento el ridículo autoritario que supone que un escritor brillante y laureado, uno de los mejores de todos los tiempos en lengua castellana, se vea impedido de hablar en un acto literario por el sólo hecho de tener un pensamiento político y económico distinto al del gobierno nacional. Concentrémonos en otro tema: ¿qué es, exactamente, lo que los intelectuales kirchneristas le reprochan a Vargas Llosa?
Veamos: El más importante vocero de la inteligentzia oficialista, Horacio González, que no quedó del todo satisfecho con la orden de Cristina Kirchner de no obstaculizar la presentación del escritor peruano, dijo que rechaza a Vargas Llosa “como especial promotor de interpretaciones inadecuadas sobre la política y la sociedad argentina”.
¡”Interpretaciones inadecuadas”! El adjetivo elegido por González (que selecciona minuciosamente las palabras que utiliza) encierra un concepto interesante acerca del canon con el cual él califica y clasifica las ideas: las hay adecuadas e inadecuadas ¿Qué es una interpretación “inadecuada!? O, en todo caso, ¿cuál es la “adecuada”? ¿Adecuada para qué o para quien? Se trata de una palabra un tanto liviana y frívola para estar en boca de quien se visualiza como la primera voz de la intelectualidad kirchnerista.
Pero al menos González es sincero: no le gusta Vargas Llosa porque es crítico de la gestión de los Kirchner. Y por eso trató de que no inaugurara la Feria del Libro. Quedó en claro que se pasó de vueltas ya que la propia presidenta tuvo que reconvenirlo y decirle que se deje de embromar, que si no habla Vargas Llosa saldrá en todos los diarios del mundo y que eso es inconveniente en un año electoral. El director de la Biblioteca Nacional quedó desairado. Casi como un chupamedias.
El peruano recibió críticas de distinto tono y calidad. José Pablo Feinmann, filósofo kirchnerista, mostró su disgusto porque Vargas Llosa “no entiende a Sastre”, un tal Juan Becerra (que ignoramos qué es) afirmó que el Premio Nobel “no pertenece al mundo de las ideas sino al del comercio”, Noé Jitrik, que se presenta como escritor y crítico, afirma que V. L. defiende a derecha “menos presentable que actúa en América Latina”, para Juan Martini, tiene ideas fascistas. Y así por el estilo.
Las opiniones colectadas por el escritor denotan, en algunos casos, envidia y resentimiento y, en otros, desconocimiento palpable de lo que él piensa y escribe. Vargas Llosa, que en su juventud apoyó los gobiernos de Velasco Alvarado y Fidel Castro, con el tiempo y al verificar que tras sus promesas iniciales estos gobiernos rápidamente degeneraron en regímenes autoritarios, coartadores de las libertades individuales, se alejó de ellos y pasó a ser uno de sus más inteligentes y filosos críticos.
En el caso de Fidel Castro, tras varias notas laudatorias, Vargas Llosa redactó en 1971 una dura carta abierta a Castro en ocasión del episodio del escritor cubano Heberto Padilla, a quien Castro detuvo y condenó por sus críticas al gobierno cubano y, al mejor estilo stalinista, obligó a realizar un arrepentimiento público.
Esa carta de ruptura con Castro fue firmada, entre otros, por Jean Paul Sastre, Simona de Beauvoir, Carlos Fuentes, Marguerite Duras, Juan Rulfo, Jorge Semprún, Pier Paolo Pasolini, Juan Marsé, Carlos Monsiváis, Alberto Moravia, Italo Calvino y Susan Sontag.
Si hay algo que no puede decirse de Vargas Llosa es que haya apoyado las autocracias de América Latina, del signo que fueren. En ese sentido, se trata de un liberal convencido y consecuente. Se opuso a Fijimori, a quien enfrentó electoralmente sin éxito en 1990, combatió con su pluma a las dictaduras de Chile y Argentina; es crítico, tanto del gobierno chino como de las acciones de la FARC y de la ETA. Para decirlo de un modo más simple: es un partidario fiel de los regímenes democráticos aún cuando ellos entronicen, como es el caso de la Argentina, a un gobierno que no le gusta. También está claro que a Vargas Llosa no le gusta el peronismo. Ni el de antes, ni el de ahora. Pero, que se sepa, no se trata de un hecho invalidante para ninguna actividad literaria ni de otro tipo.
En cierto modo, las ideas transparentes de Vargas Llosa, que pueden o no compartirse, son un espejo en el que la progresía y la izquierda argentinas ven su propio rostro envejecido. Tanta persistencia de Vargas Llosa a favor de los regímenes democráticos deja a la izquierda local en flagrante infracción. Y esta es quizá la conclusión más importante del incidente de intolerancia que se planteó en la Feria del Libro.
Efectivamente, en Argentina y en el resto de la América Latina, tradicionalmente las dictaduras cívico-militares expresaban a “la derecha” (denominación imprecisa que usamos por comodidad), que no podía llegar al poder de un modo distinto de ese. La democracia, el voto libre, era vedado al pueblo a través de proscripciones o bien de la simple continuidad de gobiernos de facto. En la Argentina, durante los 18 años posteriores a 1955, al peronismo le estuvo negada la posibilidad de comicios limpios y libres, algo que el pueblo reclamó incansablemente hasta que finalmente, en septiembre de 1973 pudo finalmente presentar los candidatos que deseaba.
Así, el reclamo de elecciones libres y sin proscripciones ha sido una gran bandera de lucha democrática en la Argentina y en otros países de América Latina. La llamada “derecha” (en rigor, un conglomerado de fuerzas retardatario) no podía permitirse la democracia pues el voto libre le cerraba el acceso al poder.
Pero esto ha cambiado en las últimas décadas, como ha cambiado el tejido económico y social de nuestros países. Con el paso de los años ha quedado demostrada la impotencia de las políticas otrora llamadas despectivamente “populistas”, que en su momento planteaban la modernización del país. El agotamiento de estas políticas derivó en hiperinflación y estancamiento productivo. En el caso de la Argentina fueron necesarios grandes cambios en la orientación económica para recuperar el país del vacío a que había sido llevado por el fracaso de políticas ineficaces. Por eso, las privatizaciones, el equilibrio fiscal, la inversión externa directa fue apoyada durante una década completa por el pueblo argentino a través de su voto.
Políticas similares, que tienen en cuenta el mercado y que no consideran omnipotente al estado, han permitido la industrialización creciente de China, India, Rusia, el este de Europa y han sido adoptadas también por países de América Latina tales como Perú, Chile, Uruguay, Brasil, México y otros.
Estas políticas son consideradas “neoliberales” y “contrarias al interés nacional y popular” por nuestros progresistas. Sin embargo, los gobernantes que han implementado estas políticas, han sido sostenidos por el voto popular. Para decirlo de un modo grueso: ahora, “la derecha” puede acceder al poder con el apoyo del pueblo, con el voto popular.
Pero los que están teniendo dificultades son las políticas “populistas”. Y es ese el motivo de la intolerancia creciente para con quienes, como Vargas Llosa, expresan puntos de vista, en lo político y en lo económico, distintos de los que defiende el progresismo. El simple ejercicio de la democracia, que los progresistas catalogan como “formal”, será cada vez más un problema para la izquierda argentina.
Por eso Horacio González, gran buceador de oscuras profundidades en búsqueda de vocablos arcaicos o infrecuentes, no encuentra nada mejor que calificar de “inadecuadas” las ideas que sostiene Vargas Llosa. Habrá que buscar mucho en la Sociología y en la Ciencia Política para encontrar un calificativo tan impreciso y de raigambre tan autoritaria.
El fastidio de los progresistas argentinos es razonable: Vargas Llosa no les deja un flanco obvio del cual puedan asirse fácilmente. El peruano es partidario de la democracia representativa y abomina de las dictaduras de todo pelo y color. Y, en economía, es ferviente partidario de la libertad económica, punto de vista que puede no compartirse pero que no lo transforma en el ogro que nuestros intelectuales K pretenden.
Cada vez más la izquierda local tiene que comerse sapos del tamaño de Cuba, cuyo fracaso y conculcamiento de elementales libertades individuales, no arranca ni una queja de nuestros valerosos intelectuales. O bien Khadafi, que con todo el pueblo sublevado solamente ha merecido alguna mención de apoyo o de inquietud pues no vaya a ser cosa que de esto se aproveche alguna gran potencia.
Sin brújula y con un mundo que evoluciona hacia la dirección contraria de sus pronósticos e ideas, los progresistas argentinos necesitan que, de cuando en cuando se les aparezca un Vargas Llosa a quien agredir y con quien demostrar su fidelidad al modelo y su convicción de que, después de todo, las ilusiones de los setenta aún siguen vigentes.

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