lunes, 20 de septiembre de 2010

Un sistema tenebroso. Por Tomás Abraham

(Publicado en diario Perfil, Sábado 18 de setiembre de 2010)

Discutimos los 70. Desde el Gobierno se los bautizó como la era de la juventud maravillosa. Cada vez que el kirchnerismo quiere retomar la iniciativa ideológica y marcar la trinchera que divide a los argentinos, saca una nueva foto del álbum de la muerte. Se ve cada vez más que la búsqueda de culpables de actos de tortura y crímenes de lesa humanidad no sigue un plan coherente que se basta a sí mismo con independencia de la coyuntura política. Por el contrario, en este caso, a diferencia de la caza de nazis y criminales de guerra desde la Segunda Guerra Mundial, la investigación y la búsqueda de asesinos a sueldo del Estado depende de las necesidades de legitimación ética y política de un gobierno.


En un país en el que durante una década, de 1975 al ’84, la sociedad se organizó bajo la tutela y el orden militar procesista, festejó dos mundiales de fútbol (selección mayor y juvenil) y vivió la normalidad cotidiana adaptada a quienes mandaban, si verdaderamente se quiere encontrar complicidades en la red de convivencia social con el régimen imperante en nuestro país, se puede llegar a sospechar de casi todas las instituciones de la república.
No es la primera vez desde que se instaló la democracia que la década de los 70 es un tema polémico. Cuando ingresé en 1984 como profesor titular de Filosofía a la Facultad de Psicología, elaboré un programa de estudios en el que presentaba textos de Maurice Merleau Ponty, Albert Camus y Jean Paul Sartre, en los que se discutía acerca de la militancia, la colaboración y la resistencia en los años de la ocupación alemana.
Ponía mediante este traslado de contextos históricos una distancia reflexiva respecto de discusiones entre intelectuales argentinos de aquellos días sobre las actitudes de quienes se fueron y quienes se quedaron en el país durante la dictadura. Textos como La república del silencio, Las manos sucias, El hombre rebelde, además de los artículos en los que estos intelectuales franceses debatían sobre qué era un colaborador, en su desacuerdo por distinguir en el universo de la ocupación las complicidades involuntarias o gestos diarios de un orden impuesto de la participación activa en el terror fascista, planteaban nuevos interrogantes sobre la cadena de responsabilidades bajo un régimen dictatorial prolongado.
Los 70 no son el objeto de una teoría, ni la de los dos demonios, ni ninguna otra. El demonio era uno solo con varias cabezas. Hacía años que la sociedad argentina preparaba el suelo cultural para iniciar la caza del subversivo. Durante el “onganiato” ya se puso en marcha la idea de limpiar a la sociedad argentina de elementos disolventes. A la proscripción del peronismo, cuyos dirigentes gremiales se mataban entre sí, se le agregaba un ataque cultural contra lo que llamaban los judíos, los ateos y los hippies, que lejos de ser una persecución frívola contra artistas plásticos, intentó crear una nueva hegemonía cultural a partir del nacionalismo católico con nostalgias franquistas –el llamado Escorial Rosado, como definía la época uno de sus ideólogos– en nombre de la seguridad y de un tipo de civilización. No sólo se trataba de gorilaje sino de inquisición.
Los 70 son un sistema. El uso de este sistema con fines electorales es sumamente peligroso para el futuro del país. Pero no lo es menos pedir su ampliación. Desde la vertiente opuesta a este gobierno, se critica el modo en que se investiga lo sucedido en aquellos días y se pide la extensión de las investigaciones y los juicios a la Triple A, los Montoneros y el ERP. Libros sobre el tema, manifestaciones en los medios, han hecho un contrapunto a la línea gubernamental que buscaría culpables en una sola de las dos trincheras que dividen al país, con el objetivo de ensancharla para hacer de ambas un solo foso penal. ¿Para qué sirve todo eso? ¿Por la justicia? ¿Por respeto a la verdad histórica? ¿Para que las futuras generaciones se eduquen con otros valores que las pasadas? ¿O para que copien lo maravilloso de la lucha armada entronado por el oportunismo de nuevos actores de acuerdo a las circunstancias? ¿Podrá ser cierto que la generación de la que soy parte, como también lo son los miembros de este gobierno y sus críticos, no sólo se hayan equivocado trágicamente en el pasado en lo político y lo moral, sino que pretendan clausurar el horizonte de la historia para hacerla cíclica y vengativa?
Hablo de un punto final pero no para los culpables del terrorismo de Estado sino para este sistema. Pero sin que esto implique la suspensión de los juicios actuales por crímenes de lesa humanidad, sino para terminar con la instrumentación retórica y la implementación política de este sistema.
Tanto los que dicen que nos están gobernando una banda de montoneros reciclados como quienes ven en los críticos al sistema de los 70 a procesistas emboscados o claudicantes cobardes, alimentan una vez más la maquinaria de la destrucción nacional.
El sistema de los 70 del que hablo es el que ambiciona un poder total. No conoce otra figura del poder que la totalitaria. Se burlan de quienes creen que se puede luchar por un poder parcial, ya que, afirman, se tiene poder o no se lo tiene. En política, repiten, no hay poco poder. O lo hay o no lo hay. Como si hubiera en una supuesta configuración básica del político el deseo de un poder total. Se cree que el que así no lo confiesa miente.
Este deseo totalitario de poder se legitima con una Idea con mayúscula. El socialismo revolucionario es una, el socialismo nacional o la civilización occidental y cristiana son otras. No así el neoliberalismo o el estatismo, que son subgéneros de un mundo globalizado con sus normas determinantes más allá de alternativas locales. El destino económico de la Argentina está supeditado al mercado mundial tanto en los noventa como ahora. Hace veinte años con flujos enormes de dinero financiero, hoy con una demanda histórica de materias primas.
Nuestro país, lejos de vivir con lo nuestro, es de una gran porosidad, ajustada a un desarrollo apenas, y con buena voluntad, intermedio.
El deseo de Poder Total como instinto básico invoca una Idea que suele llamarse Modelo. Es otra entelequia. Se dirá que es de crecimiento e inclusión como antes de liberación o dependencia, o se lo nombrará con cualquier otro eslogan banal que encienda corazones. Una cosa es decir que la prioridad política es la pobreza de millones de argentinos, y no la corrupción, ni la inflación, ni la lucha por recuperar el Indec, ni la confianza de los inversores, sino la realidad de un país con chicos en la calle pidiendo limosna, sueldos magros, gente sin vivienda, un sistema de salud y de salubridad miserables, con lo cual la democracia ya es de por sí corrupta, y otra hablar de Modelo. Porque una vez que se establece la prioridad, la batalla para transformar la realidad no requiere de un modelo sino de medidas flexibles, variables, heterodoxas, que se adecuan a una realidad cambiante. De este modo, se podrán corregir las que no han dado buenos resultados.
También es peligroso, a la vez que dogmático, sostener que el sistema de los 70 es el único modo en que se puede generar conciencia política. Como si esa denominada conciencia fuera una materia maleable que puede manipularse desde el poder, y en caso de creer en algo así, suponer que es la única conciencia posible.

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