viernes, 3 de febrero de 2012

El triunfo de la economía. Por Gonzalo Neidal

En el comienzo del gobierno de Ronald Reagan, hace treinta años, el Jefe de Presupuestos escribió un libro muy entretenido y revelador: El triunfo de la política. Allí se quejaba con amargura de sus peleas cotidianas por reducir el déficit del presupuesto de los Estados Unidos. Discutía con los productores subsidiados de Virginia y con los representantes de las Fuerzas Armadas; con los sindicatos y con la Justicia. Nadie aflojaba en sus pretensiones.

Reagan no se hacía demasiado problema pues estaba muy entusiasmado con su “economía del lado de la oferta”, uno de cuyos pilares afirmaba que, al bajar los impuestos, la economía se expandía y entonces la recaudación repuntaba y superaba a la originaria. Y todos vivían felices.
El nombre del libro de Stockman apuntaba a que los políticos con los que le tocaba lidiar no aceptaban las razones de la economía, ni sus limitaciones ni sus leyes. Stockman, por supuesto, deploraba de tanta incomprensión para con el presupuesto y sus restricciones.
La frase del título del libro, las exactas palabras, han sido recuperadas recientemente por los teóricos del gobierno nacional quienes se jactan de que en este gobierno ha triunfado la política sobre la economía. Para decirlo de un modo compatible con su ideología: el poder político emanado del pueblo ha logrado imponer condiciones a los empresarios, a las corporaciones y a los poderosos.
Se trata, obviamente, de una ficción, de un espejismo que ha comenzado a disiparse a medida que el camino transcurre.
En efecto, Argentina ha vivido años de una abundancia de recursos inigualable y sin antecedentes en la historia reciente. Quizá comparable a la situación de la posguerra, en tiempos del gobierno de facto iniciado en 1943 y continuado por Perón a partir de 1946.
En la última década, Argentina ha vivido condiciones formidables provenientes de un cambio en la situación de la economía mundial. El crecimiento de las economías de China y la India disparó el precio de las materias primas y muy especialmente el de los alimentos. Los valores se triplicaron en poco tiempo y el país recibió un torrente de dinero por sus exportaciones. Ello, y la renegociación de la deuda pública, hicieron que Argentina solucionara sus crónicos problemas fiscales. Había dinero de sobra para todos los proyectos.
Es razonable que, por razones de propaganda política, el gobierno adjudique tanta abundancia a su propia gestión, minimizando el efecto del benéfico contexto internacional.
Pero una cosa es hacer propaganda con ello y otra muy distinta es creérselo. Aún hoy el ministro de economía bromea con la inexistencia del llamado “viento de cola”, denominación inexacta pues alude a los beneficios de un empujón en la popa, sin cuestionar el rumbo del navío.
Pues bien, el discurso presidencial de ayer ha sido quizá el primero en mucho tiempo que toma nota y reconoce las limitaciones económicas. Y ha aceptado dos de las más importantes: la baja en la producción de hidrocarburos y el elevado monto de los subsidios.
Pero como en la concepción del gobierno los problemas económicos son originados por los empresarios y los éxitos son atribuibles a la conducción política, en ambos casos las explicaciones apuntaron a responsabilizar a los hombres de empresa. El productor de acero que recibe subsidios que equivalen a la mitad de sus utilidades, los productores de petróleo que no invierten lo suficiente y bajan la producción.
Es una lectura impregnada de voluntarismo. Pero es la que se corresponde, inevitablemente, con la franja de la generación de los ‘70 que en este momento ocupa el gobierno.
La posibilidad de manipular las leyes económicas es una ilusión acariciada largamente por el voluntarismo. Consiste en reemplazar el mercado por un funcionario como Guillermo Moreno. Y pretender que la economía funcione de ese modo para siempre.
El problema es que, si el gobierno no entiende cómo funciona la economía, profundizará sus intentos con resultados crecientemente desmejorados.
Hasta que se estrelle contra el paredón final.


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